La Humanización

Documento del P. Pierluigi Marchesi sobre cómo humanizar nuestra vida y nuestras obras

LOS PADRES CONSEJEROS GENERALES, PADRES PROVINCIALES VA PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA

A LOS PADRES CONSEJEROS GENERALES, PADRES PROVINCIALES Y A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA

 

 

Al presentar, en forma definitiva, el documento sobre la humanización, expreso a cuantos habéis participado en los trabajos de la asamblea de Roma, en representación de todos los Hermanos de la Orden, el más sincero agradecimien­to por vuestra valiosa colaboración. En Roma hemos hecho una inicial y ponderada ­tentativa para conseguir una meta: la de la colegialidad, la de pensar y trabajar juntos en vistas a un bien común.

La colegialidad se ha puesto de manifiesto a través del consenso de la asamb­lea tanto sobre el tema de la humanización como sobre el modo de utilizar el documento. El tema ha resultado “el vínculo unificante e integrador que puede ayudarnos a traducir en hechos existenciales el proceso de renovación” (ver la declaración final de la asamblea de Roma) y nos ha propuesto un bien común:

‘defender y promover sin dilación el respeto a la dignidad humana”; el uso que se ha propuesto es de “acoger el documento... estudiarlo personalmente y con la comunidad... vivir dinámicamente su significado”.

Así pues, en Roma hemos encontrado un denominador común, la humanización,­ como base donde apoyar las actitudes de renovación personal y de la Orden, manifestando nuestra unidad, sin miedo a expresar convergencias y diver­gencias sobre el modo de realizarla en cada situación concreta.

El documento presentado ha suscitado numerosas y estimulantes opiniones, y algunos interrogantes. Estos últimos se referían principalmente a cómo ha sido elaborado y a los destinatarios: nadie ha presentado objeciones acerca de la finalidad ni a la actualidad del tema que, como ya he dicho, se aceptó por unanimidad. Unánimemente.

Cuando pensé intervenir directamente sobre el tema de la humanización, me proponía (y me propongo) invitar a toda la Orden a reflexionar sobre la humani­zación de nuestro apostolado. Teniendo en cuenta que el destinatario de nuestra misión es el hombre enfermo, quien sufre más que en determinadas partes del cuerpo en su persona. He pensado que la mejor manera de estimular la reflexión de los religiosos —a quienes va destinado el documento— es el ofrecerles un documento en el que aparece una apasionada y sincera exposición de mi modo de pensar, de mis sentimientos, de mi experiencia.

Así pues no se trata de una investigación o de un estudio sobre la humaniza­ción, no es un tratado, no tengo la pretensión de dirigirme a todo el mundo, sino sencillamente trato de responder a una necesidad, la de orientar nuestra renova­ción y la renovación de nuestras obras asistenciales. Toda la Orden se ha pronun­ciado decididamente, tanto a nivel del Capítulo Extraordinario como a nivel de los Capítulos Provinciales, que necesitamos urgentemente renovarnos pare huma­nizar.

Así pues, os dirijo un documento abierto con un mensaje explícito para todos: invito a todos los religiosos a reflexionar y a actuar de acuerdo con las directrices que posibiliten humanizar nuestra vida y nuestras obras.

Como se trata de un documento abierto no pretende ofrecer normas de comportamiento o recetas definitivas, sino simples principios generales, fruto de mis convicciones personales y avalados por el parecer de expertos en teología y psicología de quienes no he requerido aportaciones científicas sino su opinión acerca del modo como he orientado el tema de la humanización.

Los participantes en el encuentro de Roma afirmaron que el documento llega en el momento justo y como se trata de un documento abierto es una llamada a todos los religiosos a desarrollar, tras una atenta reflexión, la investiga­ción, los estudios las iniciativas que crean más oportunas de acuerdo con la realidad de cada provincia. Lo único vinculante —apoyado por el consenso gene­ral expresado— es que todos los Hermanos acepten la invitación de recibir el documento como expresión del proceso de renovación de la orden. El mejor modo de utilizarlo —teniendo en cuenta que no se trata de un documento definitivo sino “inicial”— es recibirlo en lo que es: como un estímulo y no como la respuesta del general a un tema tan amplio y complejo como es el de la humanización.

Estoy seguro que a partir de este estímulo se multiplicarán los estudios, la investigación, las iniciativas y acciones concretas: probablemente este mismo año se organizará una reunión a nivel internacional en la que los Hermanos puedan poner en común la reflexión y actuación sobre el tema de la humanización de nuestra vida y de nuestras obras.

Acerca de las aportaciones “sobre el documento” debo decir que han sido tan numerosas y estimulantes que me es imposible recogerlas todas a la hora de revisar el documento: sería necesario todo un tratado sin conseguir, no obstante, valorar todas las sugerencias y críticas recibidas.

Por tanto, he tomado una doble decisión:

A) Aceptar las observaciones que no cambiaban la sustancia de la orienta­ción inicial del documento;

B) Ofrecer, a cuantos participaron en la reunión de Roma, todo el trabajo de análisis, los comentarios, las sugerencias, que se publicarán como anexo en el boletín de la Curia Generalicia, cuyo fin es garantizar a los participantes y a toda la Orden la utilización de un material que no se debe perder.

Desde el punto de vista redacciónal el documento ha sufrido algunos cam­bios; asimismo se ha realizado el esfuerzo de hacer más claros y asequibles algunos capítulos. Alguien sugirió que se eliminara el capítulo sobre el amor. Estoy de acuerdo que el tema admite diversas opiniones, pero no creo que un religioso —elegido por Dios pare vivir en amor hacia sí y hacia el prójimo— pueda considerar fuera de lugar tal argumento. Muchos lamentan la extensión del documento y la pésima traducción. Sobre el primer punto debo decir que el argumento es tan importante y complejo que no creo que se pueda tratar en pocas páginas. Sobre el segundo hemos tratado de prestar la mayor atención, aunque las dificultades son grandes. Termino la presentación del documento, en su versión final, agradeciendo a todos vuestra colaboración y el compromiso asumido al aceptar la invitación de los Superiores de la Orden: es una invitación para reflexionar personalmente y a nivel comunitario sobre la humanización y acerca de cuanto supone sentirse realmente hermanos de nuestros enfermos.

Estoy convencido de que desarrollando nuestra humanidad seremos más benévolos para con los enfermos y nuestras comunidades serán más vivas.

 

                                                               Fray Pierluigi Marchesi, O.H.

                                                                                                         Prior General

 

   Roma, 8 de marzo de 1981, festividad de San Juan

                                                                           de Dios, Fundador de la Orden.


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Presentación y motivaciones del documento


Hermanos carísimos:

La convicción de cumplir un deber y de responder a vuestras esperanzas, me mueven a ofreceros la presente redacción; la confianza que tengo en vuestra generosa comprensión me han facilitado el esfuerzo

Ahora juntos renovemos nuestra esperanza en la del espíritu del Señor; que El nos ayude a comprender cual es la mejor manera de continuar ofreciendo un testimonio de fidelidad sobre nuestra vocación especial, según las exigencias del Concilio, según los signos de los tiempos.

He aquí, pues, Hermanos, algunas reflexiones que durante largo tiempo he ido madurando en mi espíritu, sobre un tema que nació en nuestro Capítulo General Extraordinario: “Como humanizar nuestra vida y nuestras obras”. El entusiasmo con que fue aceptado y discutido en tantas reuniones y en los Capítulos Provinciales pone de relieve como se trata de una realidad que sentimos todos con igual urgencia y que responde al común propósito de renovarnos como religiosos, tanto a nivel individual, como a nivel de Instituto, en el espíritu de nuestro Fundador y según nuestras Reglas y Constituciones.

De hecho es tan importante este aspecto de la humanización de nuestra vida y de nuestras obras que, si lo olvidamos ponemos en juego el futuro de nuestro propio carisma como servidores de la hospitalidad. De aquí el lema común de “renovarnos para humanizar”, si lo conseguimos, podemos estar seguros de ser aún más confortados por la bendición del Señor, de redescubrir en nosotros mayor gozo al mantener tantas fatigas, de conseguir más credibilidad ante las personas que el mismo Señor confía diariamente a nuestro cuidado.

Tal vez parezca una ofensa llamar la atención de personas consagradas en nuestra vocación hospitalaria sobre el compromiso que hemos asumido ante Dios y ante los hombres: servir a los necesitados, a los enfermos, a los pobres, siguien­do los pasos de nuestro Fundador. Sin embargo mi experiencia y la vuestra, como lo demuestran nuestros encuentros, nos dice que incluso en los casos más satisfactorios desde el punto de vista de las estructuras y de la técnica, siempre de acuerdo con los hechos, nuestras obras no están a la altura de las esperanzas de cuantos vienen a nosotros en sus necesidades.

Si nuestras obras hubieran realizado el esfuerzo necesario para acoger al hombre actual, al enfermo cada día más difícil de nuestra sociedad —entendido en la totalidad de su persona— no tendría sentido la presente reflexión. Mi experiencia de General, confirmada con a vuestra, me autoriza a afirmar que hoy el enfermo corre el riesgo no sólo de ser tratado inhumanamente cuando acude pidiendo ayuda a una estructura tan compleja como el hospital, sino que incluso en nuestros hospitales el enfermo peligra de no ser el centro de nuestros cuida­dos.

No es mi intención realizar aquí un análisis de la evolución que ha sufrido la existencia en los últimos veinte años, sea a nivel general o más concretamente la asistencia hospitalaria.

Puede que hayamos vivido esta evolución, o con indiferencia o sufriéndola sin percibir las nuevas exigencias del hombre, reaccionando defensivamente cuando nos sentíamos heridos por las dificultades que se nos presentaban, insti­gados por los perturbadores de profesión, que en cualquier área social existen en los momentos de evolución socio-política.

A mi modo de ver, un Hospital que cura pero que no se preocupa del enfermo peligra de convertirse en un Hospital inhumano y deshumanizante en el sentido más amplio del término. ¿No es cierto que curamos mucho y nos preocu­pamos poco? ¿no es cierto que el tanto que hacer nos aleja poco a poco del principal objetivo del Hospital: ayudar y preocuparnos principalmente de la persona que sufre?

Si es cierto que nosotros, consagrados de por vida a servir al hombre que sufre no estamos satisfechos del modo de vivir nuestro carisma, no nos debe extrañar que el Superior de la Orden —apoyado en vuestra misma insatisfacción, puesta de manifiesto tanto en público como en privado, por jóvenes y por ancianos— exprese en voz alta sus preocupaciones, sus reflexiones, y comparta con sus Hermanos, igualmente preocupados ante la propia vocación, su preocu­pación al constatar que todos estamos tomando parte, más o menos consciente­mente, en un proceso de deshumanización tanto del Hospital como de la asisten­cia en general.

No puedo dejar de afirmar que hay obras de la Orden que han afrontado el tema, gracias a Dios; existen realidades que testimonian una acción dirigida y centrada en el máximo respeto de la dignidad del hombre.

Existen testimonios en nuestra Orden que nos permiten mirar al futuro con cierta esperanza. Existen testimonios que demuestran esfuerzo, dedicación, voca­ción. Pero, como muchos se preguntan sobre la razón de nuestro ser religioso en el ámbito hospitalario en el que ponemos cariño, inteligencia, esfuerzo, sacrifi­cio.

¿Qué puedo responder a estas cuestiones, como General? ¿con el silencio?¿con una genérica invitación a actuar mejor?

Los discursos “universales” ya no sirven, mucho menos los discursos “mora­listas”.

El Evangelio nos recuerda que el hacha está pendiente sobre la raíz; que no se cogen uvas de las espinas o higos de las zarzas. Por lo mismo no se me ocurre, Hermanos, sugeriros (mejor dicho sugerirnos, porque todos estamos implicados) consejos “fáciles”; y, al mismo tiempo, tampoco puedo dar vía libre a cualquier experiencia, aunque esté de moda. Sí quiero, desde el primer momento, adelan­tar cual es mi propuesta: debemos cambiar radicalmente nuestra vida si quere­mos transformar nuestras obras y presentar comunidades que sean signo de la salvación comenzada por Cristo.

En San Pablo (Brasil) el Papa Juan Pablo II ha recordado en su discurso a un grupo de religiosos, que la vida religiosa no existe en la Iglesia como estructura sino si está en la línea de los carismas. “La razón fundamental por la que un cristiano se hace religioso no es para asumir en la Iglesia un puesto, una responsa­bilidad, una tarea.”

Puede darse la siguiente alternativa; concebir la vida religiosa como garantía de profesionalidad, de ocupación o como expresión permanente de un mensaje de gozo (Buena Noticia) a través de nuestro estilo de vida y de nuestro servicio.

¿Quizás nos hemos hecho religiosos para asumir un puesto, una tarea, una profesión, un saber, un control, un poder? Si para alguno fue así (Dios no lo permita) es evidente que se debe hacer una valoración atenta para decidirse: o dejar el hábito o por el contrario recuperar el sentido original de nuestro ser religiosos; puede que esto exija quemar algún sillón sobre el que, a veces, realiza­mos el deseo inconsciente de tener un puesto más elevado, de conseguir privile­gios, o vivir más cómodamente. La propuesta de humanizarnos, argumento de esta redacción tiene una orientación bien distinta.

Dejando aparte que se trata de un argumento que está de moda (Y desde este punto de vista no nos interesa, sino que debe ponernos en guardia sobre ciertos equívocos: nada es más grave, al final, que un falso aggiornamento, una falsa “modernización”), cuando ofrezco la propuesta de “humanización” no presento una ideología, no se trata de una filosofía, significa el proceso de restablecer nuestra alianza con el hombre que sufre; alianza que peligra de ser perdida porque quizás estamos perdiendo nuestra alianza con Dios.

Quienes creemos en el misterio, quienes aceptamos a Dios por fe y no por una adhesión conformista o ritualista, debemos admitir que nuestro servicio de amor al prójimo radica en nuestro ser cristiano. De acuerdo con el modo de vivir nuestro Fundador, nuestro prójimo es directa y prioritariamente el hombre que sufre. Nuestra vida tiene una orientación bien concreta. Orientación que, debemos aceptarlo, es difícil mantener; y si, aunque sea en parte, nos hemos desviado, es difícil reorientar. ¿Pero podemos hacer otra cosa? A esta reconquista, a este vínculo “de sangre” que existe entre nosotros y el enfermo es a lo que yo llamo “humanización”. Vínculo que supone otro parentesco: ante todo con Dios, y con vosotros mismos, con la comunidad, con el mundo en que vivimos.

La Iglesia nos urge a que, en la medida en que somos miembros vivos, nuestras obras asistenciales “continúen siendo ámbito privilegiados de evangeliza­ción, de testimonio de la caridad auténtica y de promoción humana” (del discur­so del Papa a las religiosas del Brasil).

Dios, en primer lugar, y después la Iglesia nos han confiado la tarea de asistir a los enfermos; debemos decidir si los asistimos por obligación o por amor, es decir, por el gusto de practicar el amor cuantas veces podamos; por el gusto y la manía de entrar en comunicación intelectiva, afectiva espiritual, con otras perso­nas que son hermanos nuestros, o porque (tarde o temprano) las leyes nos impondrán ser más humanos con el enfermo.

Necesitamos por sinceros a la hora de expresar cual son las motivaciones fundamentales que nos mueven a prestar la asistencia; si somos conscientes de qua la necesidad fundamental del hombre no es la economía, sino la de ser reconocido como persona digna por sí misma; digna de recibir cuidado, atención y amor, más allá de las diferencias de cultura, de institución, de clase social, de religión, de raza, etc.; o si nos mueve el deseo de ser alabados por nuestra bondad o si nos mueve la actitud paternalista que trata de mantener en dependencia a quien es más débil.

En estos momentos ya no se trata de decidir si continuamos en ésta o en aquella obra (con frecuencia este es un falso problema: donde hay un enfermo existen necesidades que no se pueden ni se podrán satisfacer con simples respues­tas económicas y/o técnicas); es el momento de decidir si estamos dispuestos a testimoniar la Buena Noticia con gozo, con espíritu y actividades adecuadas, o dejar la Orden a la que pertenecemos porque hemos ahogado nuestro corazón y se ha apagado el impulso qua nos movió a elegir servir al necesitado. A no ser que, y es mi esperanza, más aún certeza, nuestro corazón continúe latiendo aunque la coraza de nuestro conformismo y de nuestros miedos. Entonces se tratará de despertarlo y de ayudarlo a recuperar su ritmo, para dar y recibir amor; puede que hayamos perdido el sentido de la experiencia de este amor en el doble sentido, pero conservamos la memoria y el deseo profundo del mismo

Queridos Hermanos: como podéis observar, el argumento que propongo a vuestra consideración abarca toda nuestra vida, a nivel personal y a nivel comuni­tario. Antes que a nadie se refiere a mí mismo, como persona que, en estos momentos, tiene la responsabilidad de acortar distancias, a nivel de nuestra Orden, entre los ideales que queremos conseguir y nuestra realidad. No me consuelo por el hecho de que también otros Institutos se encuentran ante la dificultad de expresar su carisma específico. Más bien esto me estimula a com­prometerme aún más y a profundizar en el problema con mayor serenidad.

Ya he dicho que el Capítulo General Extraordinario me estimuló a ofrecer estas notas; además me siento animado después de haberme encontrado con muchos de vosotros, con laicos, con expertos, tanto de la Orden como no pertenecientes a la misma, y por al predicación y actividad de nuestro Pontífice. He afirmado también que no quiere ser un documento definitivo: es una reflexión desapasionada que tiene como finalidad estimular a que se realicen otras y sobre todo a despertar en nosotros la búsqueda de nuestra humanidad sin la cual di ninguna manera podremos vivir nuestra misión humanizante.

Todo esto, después de haber renovado nuestra relación con Dios, de cuya boca recibimos la palabra que nos ofrece la vida en plenitud, como se la comunicó a San Juan de Dios.

Deseo ofreceros un mensaje de gozo, de esperanza, de confianza y de fe et un momento en el que el hombre peligra de perder el recuerdo y la certeza de ser imagen de Dios, convencido de que hemos asumido la misión de ayudar a hombre más débil y de colaborar, de esta manera, en la actividad de la creación para que consiga llegar a ser “persona vivens”.

Puede ayudarnos a abrir con toda esperanza nuestro discurso esta exhortación de San Pablo:

“No apaguéis el espíritu, no tengáis en poco los mensajes inspirados: pero examinadlo todo, retened lo que haya de bueno y manteneos lejos de toda clase de mal.

Que el Dios de la paz os consagre El mismo íntegramente y que vuestra entera persona, alma y cuerpo, se conserve sin tacha para la venida de nuestro Señor Jesucristo”. (1ª Tesalonicenses 5, 19-23).

Palabras tanto más importantes en cuanto justo con la primera carta a los Tesalonicenses comienza el Nuevo Testamento. El mensaje cristiano se abre con esta afirmación de ardiente libertad, en la que se nos invita a experimentarlo todo, seguros de que Dios desea la salvación del hombre entero: “es espíritu alma y cuerpo”. Exhortación que debe iluminar nuestra búsqueda para superar sea la alienación espiritualista, sea cualquier tipo de atropellos apoyados en la eficiencia, que pueden ser igualmente perjudiciales para el hombre. Exhortación, para nosotros, religiosos hospitalarios, que apoya profundamente nuestra misma vocación, puesto que nadie ha pensado en “salvar al hombre en su totalidad como el Samaritano. Y éste es el fin de nuestra existencia.


I PARTE.— LA HUMANIZACIÓN MISION INAPLAZABLE


CAPITULO I.— CENTRALIDAD DEL HOMBRE

 

 

LA PERSONA EN PROCESO DE HUMANIZACIÓN

 

 

Desde que el hombre ha aparecido sobre la tierra hace millones de años no ha hecho otra cosa que afrontar problemas existenciales: el de sobrevivir, la convivencia, el conocimiento, el amor, el enriquecerse, la autoafirmación, la felicidad, la muerte. En esta continua búsqueda de soluciones, que han compor­tado grandes conquistas y, al mismo tiempo, grandes ruinas, el desarrollo de la persona humana ha sido la constante de cuantas generaciones de hombres nos han precedido. Aunque han existido momentos de duda, de regresión y barbarie, es innegable que la humanidad ha centrado sus esfuerzos principales orientados a un proceso de liberación individual y social tanto de anarquías internas o de presiones externas. El sentido de la vida, de la existencia, expresan de alguna manera la religiosidad de cada pueblo y de cada persona.

‘Quien piensa que su vida y la de sus semejantes carece de sentido no solo es in desdichado, sino que apenas es capaz de vivir” (Einstein).

En la búsqueda de respuestas sobre el significado de la existencia, la historia está llena de felices intuiciones, y de prejuicios y errores que han tenido un peso enorme en la cualidad de la vida humana, de sus aspiraciones y comportamien­tos. El hombre ha conseguido organizar el saber, la política del trabajo, leyes que comportan sentimientos morales de justicia, de solidaridad.

El hombre es complejo, misterioso, rico en sus dimensiones; no podemos reducirlo a un solo nivel, aunque se trate del sobrenatural.

Es al hombre integral al que la cultura y la fe deben mirar.

La persona es creadora, sensible, tiene deseos, temores, se siente limitada interna y externamente, tiene la historia, vive en un determinado ambiente, tiene prejuicios, intuiciones, necesidades materiales, físicas, psicológicas, sociales, mo­rales, espirituales...

El hombre ha sido “agraciado” en su totalidad; y el Dios que se nos manifiesta en Cristo es un Dios humano: “intransigente ante la verdad y en lo que se refiere al Reino aparece plenamente compasivo en su vivir cotidiano” (Vivarelli).

Ningún acontecimiento humano ha ayudado tanto al hombre para descubrir su propia dignidad como el acontecimiento de Cristo. El Evangelio, la Buena Noticia, es el gran mensaje que eleva al hombre, al pobre, al débil, al enfermo a un nivel jamás alcanzado anteriormente por Cristo, la humanidad llega a ser un valor, un valor religioso. El hombre se diviniza en el momento en el que Dios se humaniza. Desde este momento la tarea del hombre es aceptar sus talentos y hacerlos fructificar, para llegar él mismo a ser portador de un mensaje de liber­tad, de verdad y amor.

Por tanto el cristiano desde hace dos mil años tiene la prerrogativa de testimoniar que el hombre es sagrado, que el hombre está destinado a la libertad, al amor, a la verdad y que la filiación divina se consigue en la medida que se logra vivir en libertad, en verdad y en amor.

De acuerdo con el proyecto cristiano sobre el hombre éste está llamado a crecer, a desarrollarse, a llegar a ser persona adulta, a sentirse en continuo proce­so de desarrollo llamado a ayudar a los demás a desarrollarse, a crecer, a sentirse en constante crecimiento. Este proyecto divino puede ser obstaculizado por la enfermedad, por la opresión por el miedo, por la corrupción...

Por lo tanto, la persona que se ocupa del proyecto hombre en el sentido indicado es cristiana, aunque piense que no lo es. Mientras que aunque alguien se llame religioso si no se ocupa de tal proyecto no es cristiano, a pesar de decir que lo es.

Hoy como siempre el hombre se siente amenazado en sus derechos funda­mentales (Juan Pablo II): el derecho a la libertad, a la verdad, al amor. Desdicha­damente seremos testigos de violaciones de los derechos del hombre a vivir en libertad en verdad y en amor.

Existiré esta amenaza siempre que se olvide que el componente fundamental de la humanidad no es el Estado o la Iglesia o el Instituto; no es la ley, no es la organización del trabajo o de la política, sino que es la persona en su “ser único e irrepetible” (Redemptor Hominis).

El Estado tiene sentido en cuanto ayuda al hombre a conseguir su realiza­ción. Para un no creyente conseguir realizarse como persona quiere decir desarro­llar al máximo las propias posibilidades, sus potencialidades; esto es válido tam­bién para el cristiano, a pesar de que ciertas escuelas hayan desvalorizado el valor humano de la persona, contraponiendo arbitrariamente lo humano y lo divino, incidiendo de esta forma en una de tantas dicotomías filosóficas seudo espiritua­les, que no han sido, de hecho, superadas del todo.

 

 

UNA CULTURA DESHUMANIZANTE

 

Por consiguiente, no llama la atención que recuerde que el hombre, hoy, no encuentra siempre un ambiente adecuado para desarrollarse como hombre. El proyecto humano está en peligro hoy también.

A este respecto, nos dice un pensador marxista:

“Hoy se piensa en el desarrollo no como desarrollo humano, sino como desarrollo científico y técnico en el que el hombre se siente como medio en lugar de fin... La ciencia no puede ser fin absoluto” (A. Garaudy).

La cultura materialista que basa el bienestar sobre categorías económicas y sociales, negando el espíritu del hombre, ponen en gran peligro la misma humani­dad.

La cultura sanitaria es en gran parte deshumanizante porque “mistifica o tecnifica los problemas vitales de la persona”. De esta forma traiciona al hombre en cuanto va a su encuentro de un modo deshumanizante: considera al enfermo sólo en cuanto “enfermo” y el sanitario es visto sólo bajo su aspecto “técnico” y de este modo no se da encuentro: porque el encuentro jamás se da a nivel de roles: paciente-sanitario, sino que el encuentro entre personas sucede únicamente cuando las personas se encuentran como personas.

¿Qué decir de nuestra cultura religiosa?

¿Podemos afirmar que ayudamos a una persona, enferma o no, si la reduci­mos a una sola dimensión? ¿Si la consideramos como un órgano enfermo, un paciente, un súbdito, una cosa que podemos dominar, de la que podemos desinteresarnos? Puede llamar la atención esta referencia a nuestra cultura; no obstante considero fundamental recordar, Hermanos, que sentirnos insertos en la cultura en que vivimos es la premisa para desarrollarnos personalmente y ayudar otras personas en su desarrollo.

Pablo VI en la Exhortación Apostólica sobre la Evangelización dice:

“El Evangelio, y por tanto la Evangelización, ciertamente no se identifican con la cultura, y son independientes respecto a toda cultura. Sin embargo, el reino que el Evangelio anuncia, es vivido por hombres profundamente ligados una cultura, y la construcción del reino no puede desinteresarse de los elemento de la cultura y de las culturas humanas”.

¿Qué se entiende aquí por cultura? Ofrezco dos citas a este respecto; la primera del Concilio y la otra de un pensador laico.

“Con la palabra cultura se indica, en sentido general, todo aquello con lo que el hombre define y desarrolla sus innumerables cualidades espirituales y corporales; procura someter el mismo orden terrestre, con su conocimiento y trabajo hace más humana la vida social... expresa, comunica y conserva en su obras grandes experiencias espirituales y aspiraciones” (G.S. 53).

“Debemos definir la cultura como un proceso de humanización, caracterizado por el esfuerzo colectivo de proteger la vida humana, de facilitar la lucha por la existencia y el desarrollo de las facultades intelectuales del hombre, para reducir y sublimar la agresión, la violencia, la miseria’’. (Marcuse).

Estas citas nos ayudan a recordar el significado y el contenido antropológico de la cultura: lo que ayuda al hombre a vivir como hombre. Detengámonos un momento en estas dos definiciones: hacer más humana la vida social y proteger la vida humana, recuerdan el hecho de que la vida humana está en peligro e todos los continentes. Siempre que dejamos de tratar con respeto y confianza hombre ponemos en peligro su propio proyecto.

La creación del hombre no se cumple con su nacimiento, puesto que el nacimiento no es más que el inicio de la vida de la persona. Y quienes hemos elegido, por vocación, no tanto el salvar a todos los hombres sino a aquellos, pocos o muchos, con los que nuestro apostolado nos pone en contacto, ¿estamos seguros de poseer la cultura necesaria para acercarnos a este hombre que se encuentra en peligro? ¿o más bien participamos fríamente a su despojo físico, psicológico, social y moral?

Necesitamos conocer los factores culturales, positivos y negativos, que pue­den acercarnos y que nos posibilitan servir al hombre de hoy en sus aspiraciones y en sus necesidades.

No es el momento de indicar de qué aspectos culturales carecen nuestros hermanos. Basta afirmar con toda seguridad que no tanto carecemos de estudios de ciencia, de técnica y de capacidades (porque la cultura no se define y va más allá del saber y del hacer), sino que nuestra carencia consiste principalmente en no estar en función del fin: el hombre.

Y sin una clara visión del fin {ayudar a quienes sufren y a los pobres para que puedan vivir como personas) no existe cultura, y por tanto no existe huma­nismo, ni cristianismo.

Cuando hablo de cultura humanizante, hablo de estar orientado (y consi­guiente de actuar) hacia el hombre, hacia el fin último de nuestro ser religiosos activos, como nos recuerda constantemente Juan Pablo II. Se puede utilizar el Evangelio, la oración, las reglas para alejarnos de los hombres, para someterlos; se puede utilizar la ciencia y la técnica para tener al hombre bajo una constante amenaza. Pero también se puede utilizar la vida religiosa, la acción, la ciencia y la técnica en favor del hombre, para protegerle en sus momentos de debilidad, para asegurarle la libertad, la responsabilidad, el deseo de vivir como hombre.

Nuestra cultura, a mi parecer, debe ser revisada en todos sus sentidos, no para llegar a ser eruditos, sabihondos, o para coleccionar diplomas. Necesitamos Hermanos que estudien, que reflexionen, que oren para honrar mejor al enfermo, a aquél que puede perder, quizás ante nuestros ojos, la propia humanidad.

Revisar nuestra cultura significa no sólo leer más, reunirnos más, sino reo­rientar nuestro conocimiento, nuestras habilidades, nuestras capacidades. Desde esta óptica, el Capítulo General Extraordinario fue un momento formidable para diagnosticar nuestro estado de salud (o nuestra enfermedad, porque también las Ordenes Religiosas enferman y mueren) y para asumir la responsabilidad de nues­tra cultura, de una cultura humanizarte principalmente.

¿Quienes deben revisar nuestra cultura? ¿Sólo los Hermanos jóvenes? ¿Só­lo los religiosos? Todos. Los religiosos en primer lugar pero también los colabo­radores laicos, si queremos poder decir en verdad que nuestros Centros son realmente acogedores.

Necesito recordar a los Hermanos ancianos que seguramente se encuentran más cercanos a la cultura humanizarte de cuanto piensan, seguramente más cercanos que los jóvenes, por la sencilla razón de que saben, por experiencia directa, cuales han sido los momentos humanizan tes y cuales los deshumanizan­tes de su propia vida. Los Hermanos ancianos son ricos en espiritualidad, precisa­mente porque como San Juan de Dios no han fundado ninguna escuela de espiritualidad, porque como él han tratado de vivir como samaritanos sencilla y directamente. La persona culta, rica de cultura humana, es una persona sencilla. Contrariamente a lo que se piensa, la espontaneidad es el resultado final de un laborioso trabajo de emancipación interior de elaboraciones ideológicas racionali­zantes y artificiales; no se nace sencillo, pero se llega a ser sencillo a través de un largo esfuerzo, de un compromiso que merece la pena, porque entonces lo que fue de nosotros (pensamientos, acciones, relaciones), nacen directamente del corazón. La grandeza de la personalidad de San Juan de Dios consiste precisa­mente en el hecho de que él, simple laico, ha entendido y realizado con tanto ardor la fundamental y más profunda esencia de la existencia y de la vida cristiana.

San Juan de Dios había recogido y cultivado (de aquí su gran “cultura”) la idea de que era necesario dedicar toda la vida al amor de Dios en el servicio de los enfermos, su caridad estaba orientada a proteger la vida humana, a honrar al necesitado, a disminuir la miseria. Esta era y es a cultura de nuestro Fundador que protegía la vida humana asistiendo al hombre en sus necesidades físicas, morales y espirituales.

A esta cultura, orientada al hombre en todas sus necesidades, debemos tender, renovándonos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                   


CAPITULO II.— EL ENFERMO, ESE DESCONOCIDO

 

 

Si ignoramos al hombre, le marginamos. Si no le reconocemos en sí mismo, como persona, sino como número, le reducimos a la condición de cosa, de aparato, de instrumento. Si el enfermo no es el centro del Hospital, el centro de interés de todos cuantos actúan en él (los religiosos en primer lugar), otros ocupan su puesto. No es infrecuente descubrir que el centro del Hospital es el médico, o el administrativo, o el sindicalista, o el religioso: todos igualmente usurpadores. Porque el puesto central en el Hospital no corresponde al médico, al enfermero, al administrativo, a la comunidad religiosa. Decía un obispo en África dirigiéndose a una de nuestras comunidades: “si en el Hospital existe un señor, éste debe ser el enfermo”.

¿Qué tipo de infidelidad estamos viviendo, nosotros que juramos fidelidad a Dios y al enfermo, para que éste pierda su puesto central, para que una institu­ción orientada por personas consagradas sea infiel? ¿Traicionamos lo que hemos prometido? ¿Es simplemente cuestión de egoísmo, de que nos hemos “acostum­brado”?

Yo creo que nuestra infidelidad al enfermo, y por tanto la deshumanización del Hospital y de la asistencia, es consecuencia de que entre el enfermo y noso­tros existe una barrera, intelectual y afectiva, que comporta el desconocimiento del enfermo y no prestarle nuestra atención, porque huimos y nos refugiamos en la función que desarrollamos, en nuestra profesión que, como he indicado, impi­de el encuentro interpersonal. No sé hasta qué punto la barrera cognoscitiva es causa o efecto de la afectiva. Sin embargo estoy seguro de que tal barrera comporta una relación pobre, muy pobre, entre el enfermo y nosotros.

¿Qué existe detrás de la barrera?

Si nos fijamos en un enfermo que llega al Hospital, ¿qué descubrimos? Ante todo que está preocupado por la enfermedad, por el sufrimiento que la enferme­dad inevitablemente conlleva. La enfermedad, para una persona, es un insulto, es una amenaza, es el mal; la persona se encuentra y se siente en una situación que, entre otras cosas, además de interferir su bienestar habitual, la hace insegura y le obliga a pedir ayuda de otras personas, de una estructura como el Hospital.

Y he aquí el segundo factor de crisis para el enfermo del que nadie se da cuenta, y es el preguntarse: las personas que se ocupan de mí, el Hospital, ¿serán capaces de curarme y de preocuparse por mí?

Para el enfermo el Hospital no es el bar, la sala de cine, el estadio: es el lugar donde se puede morir, donde puede que no consiga la curación, donde se puede ser olvidado. Es bien conocido que para ciertas personas el Hospital es el factor, el agente patógeno por excelencia. Pensemos en las personas ancianas que han pasado la vida en pequeños núcleos familiares, en contacto con las pequeñas comodidades y costumbres, que mueren o se apagan psicológicamente cuando se encuentran en un ambiente tan distinto, tan absurdo en relación a su modo normal de vida. Entonces, ¿quién debe adaptarse a quien? ¿el enfermo al Hospi­tal o el Hospital al enfermo? He sido testigo de una actitud crónica en ciertos religiosos que no son conscientes del trauma físico y emocional que representa para el enfermo el ingreso en el Hospital, precisamente porque para los religiosos el Hospital es un ambiente familiar, es su ambiente.

Finalmente se da un tercer factor de crisis: la enfermedad y su recupera­ción obligan al enfermo a no poder ocuparse de sus problemas cotidianos. La vida, queridos Hermanos, y sobre todo en los países industrializados, es dura. El matrimonio, la familia, el trabajo, la educación de los hijos, las relaciones sociales son frecuentemente fuente de amargura para el hombre, pera la persona que llega a nuestro Hospital. Cierto que también es dura la vida de quienes trabajan en el Hospital y la de los religiosos. ¿Qué hacer entonces? Por desgracia es bien sabido: no nos preocupamos de como la persona vive en su enfermedad, modo único e irrepetible, del modo con que vive la hospitalización, ni de sus proble­mas; es más fácil preocuparse de su órgano enfermo, llenándonos de orgullo cuando, casi como un favor, nos dirigimos al enfermo para hacerle alguna pregun­ta, con frecuencia, simplemente técnica.

He aquí la gran barrera por la cual el hombre, el enfermo, es marginado. Esta barrera reduce el valor técnico y terapéutico del hospital y nos lleva a cometer un acto de injusticia, como cristianos, que declaramos servir con amor al prójimo, nos sentimos condenados y por tanto cometemos un pecado contra la caridad.

¿Cuál es el pecado más grave que hoy se comete en un Hospital? ha dicho un psiquiatra:

“Es pecado hacer el mal, pero es también pecado para un médico hacer menos de lo que podría hacer. Es pecado no estar abiertos a los problemas del enfermo, es pecado la falta de comprensión hacia quienes nos piden ayuda. Es pecado impedir el desarrollo de la persona, evitar el sufrimiento, cuando el sufrimiento es un medio para caminar existencialmente Es pecado visitar con prisa veinte personas al día, en lugar de visitar cuatro...”

El pecado más grave es la falta de comprensión hacia el hombre, comprendido en su totalidad. El hombre es complejo, pero es un todo, una unidad: a esta unidad es a la que debemos responder. La enfermedad es una amenaza para la unidad de la persona, y puede darse que incluso el hombre culto, instruido y además religioso, contribuya a la desintegración de esta unidad.

Cuando no se es consciente de estos tres factores de crisis del enfermo, éste se debilita: no recibe la asistencia puntual, atenta, de la que se vanagloria nuestro Hospital.

Surge una pregunta: ¿dónde está el religioso? ¿qué hace, de qué se ocupa? Hay religiosos que piensan que ya es inútil trabajar en centros situados en los países industrializados, que en ellos ya no hay nada que hacer.

Mi respuesta es que estos religiosos, más o menos conscientemente, intuyen que “el quehacer” es tanto que no se atreven a afrontarlo, porque este “queha­cer” comporta paradójicamente, un modo de ser que el religioso no posee (tal vez por el demasiado hacer)­

¿Quién puede negarme la situación de soledad, de abandono, de ansiedad, de preocupación, de pobreza de espíritu, que vive el enfermo de nuestras ciuda­des? ¿quién puede afirmar que en nuestro mundo, llamado industrializado, no se sufre más porque ya han sido satisfechas todas las necesidades materiales?

Queridos Hermanos, ante esto podéis preguntarme: entonces, ¿debemos ha­cernos psicólogos, asistentes sociales? Intento responderos: antes de decidir qué hacer, tratemos de descubrir qué necesita el enfermo. Podíamos hacer una pe­queña encuesta, preguntando al enfermo cuando deja el Hospital (naturalmente después de habernos quitado el hábito y habernos maquillado para no ser reco­nocidos); podíamos preguntarle simplemente: “¿qué has recibido durante tu estancia en el Hospital? “Seguro que descubriremos cosas estupendas, ¡descubri­remos que la crítica más fuerte no se dirige a la capacidad técnica, sino a la actitud humana, principalmente de los religiosos! El enfermo sufre principalmen­te no cuando descubre la incompetencia del religioso, sus límites, su inmadurez; se desconcierta cuando encuentra un religioso carente de atenciones de capaci­dad humana, de personalidad.

Conviene distinguir entre “capaz” y “hábil”.

Capaz (del latín capax, del verbo capere) significa literalmente dispuesto a contener, espacioso. Es decir alga receptivo, acogedor. Algunos médicos, enfer­meros, religiosos, están en grado de ofrecer alga, de ofrecer un servicio, pero no de recibir, de hacer sitio a la persona del enfermo. En ellos no hay lugar para el otro.

Son buenos, hábiles, quizás famosos, pero no son capaces. El religioso más capaz es el que consigue hacer sitio al enfermo en su totalidad, de otra forma incluso la curación definida como tal, es siempre parcial. Alguien ha dicho que “cada cual consigue la curación que merece”. Esto no vale solo para el enfermo; diría que tiene valor principalmente para los médicos y para los religiosos hospi­talarios.

En un libro reciente titulado el enfermo protagonista desconocido, un joven paramédico holandés describe lo que significa estar enfermo, enfermar. EI enfer­mo puede sentirse extraño, angustiado, alienado, mientras la medicina apenas ha considerado este carácter de la enfermedad, de significar un cambio en la vida del enfermo. El enfermo resulta extraño incluso para sus parientes... y para los amigos. ¿Dónde se sitúa el enfermero? Usando las palabras de Virginia Hender­son “la enfermera, temporalmente, es la conciencia de quien se encuentra en estado de inconsciencia, el amor por la vida del suicida, la pierna de quien ha sufrido la imputación, ojos para el ciego, medio de expresión del recién nacido, la consejera, la confidente y la portavoz de los más débiles”.

¡Ay si esta nobilísima y delicada función fuera olvidada! Ay si se limitara a intervenir técnicamente y perdiera de vista al enfermo, el contacto humano, de persona a persona sin complejos, cordial, si perdiera el calor que con frecuencia se revela como la única medicina que necesita el enfermo para curar o para morir en paz.

Queridos Hermanos, nuestra costumbre de encontrarnos con la enfermedad, la costumbre de encontrarnos con el enfermo, nos dificulta llegar a conocer, a encontrarnos con la persona y como consecuencia disminuye nuestra eficacia, como hombres y como religiosos.

Si fuéramos capaces de derribar esta barrera, para conseguir conocer más profundamente el misterioso mundo del enfermo, entonces sabríamos muy bien qué hacer. Y seguramente descubriríamos que la primera cosa que hay que hacer es ser más capaces, ser más atentos, más puntuales, vivir más como personas, y menos como funcionarios. Redescubriríamos en nosotros que “ser” con el enfermo es más importante que “hacer” por el enfermo. Mas para encontrarnos realmente con el otro, necesitamos primero escucharle, conocerle, reconocer sus problemas, sus esperanzas, sus dificultades, su historia. Entonces, y sólo enton­ces, tendremos la respuesta. Y será una respuesta que cualificará nuestra profe­sionalidad, que dará sentido y contenido a la palabra asistencia y, sobre todo, reconocerá y valorizará a la persona en su totalidad.


EL HOSPITAL DESHUMANIZADO


CAPITULO III.— EL HOSPITAL DESHUMANIZADO

 

 

Basta leer los periódicos o entrar en una librería para documentarse ampliamente sobre el tema de la deshumanización de que es escenario el Hospital en todas las naciones del mundo y en todos los sistemas sociales vigentes. Los mismos servicios sanitarios en gran parte están bajo acusación: Los países en los que la asistencia sanitaria es más sofisticada el enfermo es el gran oprimido. La burocratización excesiva comporta la despersonalización; individuo de per­sona pasa a ser objeto de experimentación el Hospital se convierte en una cadena de montaje, similar a la de una moderna fábrica de automóviles.

La deshumanización del servicio, es evidente, no se traduce sólo en molestias para el enfermo, sino que con frecuencia se aduce como causa directa de otras enfermedades. He leído en un periódico italiano la experiencia de una ginecólo­ga, atendida con ocasión del nacimiento de su hijo, en el mismo Hospital en que trabaja habitualmente; ella misma se sintió tratada, después de poco tiempo, como una “cosa” sufriendo una serie de “pequeñas vejaciones que te enervan y te hacen sentirte nada y ninguno”. ¡Todo un engranaje en la máquina de la salud! Solo cuando la enfermera de turno ha sabido que era médico ha cambiado completamente la actitud”.

 

 

¿CARCEL O EMPRESA?

 

El hospital deshumanizado y deshumanizante no escapa de llegar a ser una cárcel o una empresa, aunque sea moderna, La definición de cárcel en el diccio­nario italiano es la siguiente: “lugar en el que se encierran las personas privadas de libertad personal por orden de la autoridad competente”. Y en los hospitales, en nuestros hospitales la autoridad competente es el médico que sugiere el inter­namiento del enfermo. Este, cuando ingresa puede ser realmente un recluso, confinado y privado de su libertad personal.

La máquina de la salud confina a la persona en una sala de espera: la persona debe presentar a los médicos, a los enfermeros, y, ¡ay!, a los religiosos, el hígado, el corazón, las piernas. “Y nosotros pensamos: el enfermo no debe interferirse en la marcha del trabajo, que sea bueno, que no dé molestias. Que nos deje hacer...”, es decir, ¡que se esté quietecito! ... De esta manera despo­jamos a la persona no sólo de sus vestidos, sino de su ser concreto (esta persona en cuanto tal, con estos problemas, con esta historia, en esta situación), de su ser sujeto, para colocarle el pijama del caso clínico, del órgano enfermo.

Pienso en ciertos manicomios del pasado, y también actuales; pienso en horarios de visita realmente descabellados para los familiares; pienso en la expo­liación del enfermo de todo derecho (a la información, a la propia identidad personal). Pienso en los espacios libres, por los que, en pijama, el enfermo deambula por el Hospital, justo como un encarcelado. Y nosotros no nos ente­ramos de que somos carceleros, sobre todo cuando utilizamos nuestro poder, nuestros avisos, para dar órdenes, para hacer todavía más débil a las personas, para anularlas.

¡Si al menos visitáramos nuestros hospitales-cárceles de acuerdo con el con­sejo Evangélico!

El carcelero no visita de acuerdo con el Evangelio: él controla, vigila, se ofende si no se siente obedecido prontamente. El centro de la cárcel no es el hombre, es, aunque invisible presente, la expiación, la culpa. Desgraciadamente incluso en nuestros centros, la enfermedad se convierte en culpa. A veces la deficiencia física o mental es pretexto para humillar, para sentirnos superiores, mejores, afortunados. A veces, incluso utilizamos al minusválido para nuestra comodidad, para nuestros gustos, o como espía, como segundo de turno para controlar la situación, a las personas.

¡Cuánta falta de dignidad humana y cristiana se encierra en un Hospital deshumanizado y que se convierte poco a poco en cárcel para el enfermo y para nosotros, ámbito de muerte y no de esperanza, de misericordia!

Por otro lado nos encontramos con el Hospital-empresa, también deshuma­nizado, el que en virtud de una válida premisa de eficiencia, que se debe perse­guir siempre en toda obra, pone en primer plano la eficacia, que se refiere a conseguir la salud del enfermo (entendida siempre como bienestar biológico, psicológico, social, espiritual).

Es fácil diagnosticar el Hospital-empresa: en él se habla de ganancia, de días de estancia, de niveles de retribución, de habitaciones libres, de moqueta en los servicios, de preocupaciones económicas: pero no se habla nunca del enfermo sino como de un objeto que debe garantizar satisfactoriamente la economía del Centro.

No estoy en contra de la modernización del Hospital. Está bien que se haya dado la debida importancia a la modernización, a la eficiencia técnica y espacial de nuestras obras. Cierto, la eficiencia es un valor, un gran valor, pero no es el único.

¿En qué se diferencia una empresa de un Hospital? Que el Hospital produce salud y quiere producir bienestar, no sólo resultados económicos. Desea ofrecer bienestar a un hombre que se encuentra en estado de enfermedad. La deshumani­zación del Hospital-empresa es difícil distinguirla a primera vista. En general se trata de un Hospital hermoso, moderno de reciente construcción, para enfermos ricos. Pero, ¿dónde está la humanización? ¿qué lugar queda para la humaniza­ción si se emplean horas y horas para hacer balances y pocos minutos para tratar de los enfermos, de sus problemas existenciales? No podemos aceptar como modelo el Hospital-empresa: es un modelo parcial, insuficiente. Nunca puede ser motivo para apartar del enfermo nuestra atención y la atención de nuestros colaboradores el más alto nivel de eficiencia.

Dice un slogan actual: “se puede morir de modernismo”.

La humanización promueve la vida, la esperanza, la curación. Y si no se consigue la curación ayuda a morir en paz. Porque la humanización no es sólo algo bueno que ofrecemos paternalmente sino que es un recurso, un medio de alto valor terapéutico, es un “fármaco”, a veces el mejor que existe en el Hospi­tal.

Entre paréntesis, para no entrar en difíciles pormenores, puedo decir que, como ya he indicado con relación a la humanización, que pueden llegar leyes que nos la exijan, también el Hospital-empresa se está orientando hacia nuevos mo­dos de entender el concepto empresarial.

En el Hospital-empresa el religioso se convierte en administrador; esto no me preocupa. A no ser que, cuando se da, no sea solamente administrador.

El religioso administrador se sitúa pronto al nivel de los laicos, se ocupa de muchas cosas, del bienestar económico del Centro, del personal, de las compras, de la estructura, pero corre el peligro de perder el corazón, su humanidad. Es uno de tantos comportamientos que nos hacen “pasar de largo ante el hombre”; dicho de otra manera son comportamientos que nos impiden encontrarnos con el hombre. Conviene recordar siempre que nos encontramos constantemente ante el peligro de no encontrarnos con el hombre, ni siquiera en nosotros mismos, que por vocación nos hemos consagrado al hombre. Se corre el peligro de dejar al hombre fuera del mismo acto de fe, o al menos del creído acto de fe; fuera del “sacrificio” de nuestra misma vida. De tal manera que en una eventual y deseable toma de conciencia, alguien podría preguntarse: ¿por qué y por quiénes me he “sacrificado”? ¿qué sentido tienen los votos religiosos en mi modo de vivir?

Conviene tener presentes los obstáculos que nos impiden llegar al hombre. A modo de ejemplo cito algunos:

a) La absoluta afirmación de nosotros mismos, tal vez inconsciente, en lugar de la afirmación preeminente del otro, es decir el prójimo, en nuestro caso del enfermo. Sólo el enfermo tiene categoría de absoluto, es Dios mismo: “estaba enfermo y me curaste”.

Tal vez para nosotros, de modo inconsciente, no existe otro absoluto que nuestro yo, nuestra carrera, nuestra profesionalidad.

De esto debemos tomar conciencia y tratar de concienciar a los otros, no tanto con las palabras como en la vida. El yo es el anti-Dios.

La humanidad no está en el individuo; mi propia humanidad reside en la comunión, en mi donación: justo porque, en donarse al otro, es decir a Dios. Dios es “el ser para el otro” ha dicho Bonhoeffer.

b) Otro obstáculo que nos impide encontrarnos con el hombre es el Institu­to. ¡El propio Instituto! Puede darse un amor realmente idolátrico y desviado. Cierto: ¡Viva el Instituto! Cuando deberíamos decir “viva el cuerpo”, vivan todos los institutos. El cuerpo es la gloria de Dios, el momento de su visibilidad. El espíritu necesita siempre de signos sensibles para comunicarse. Pero el Institu­to no es la Iglesia, y ni siquiera la Iglesia es el Reino. Sólo en el Reino el hombre encuentra su morada definitiva, y el pobre tendrá el puesto central.

El Reino ha sido prometido a cuantos están marcados por esta pasión por el hombre, acaso sin darse cuenta de que al mismo tiempo, son portadores de la misma pasión por Dios. Por eso les será dicho: “venid benditos, poseed el Rei­no”. Porque él estaba enfermo y ellos le han curado. Conviene subrayarlo: aunque no sabían que trabajaban por el Reino, nosotros seremos manifestación de esperanza si estamos transidos de esta misma piedad por el hombre, por el último de los hombres, en cuantos religiosos y cristianos. Sólo de esta forma se salva también el Instituto.

c) Otro obstáculo que puede impedirnos encontrarnos con el hombre, es incluso el deseo de hacer Iglesia, si la entendemos simplemente como Institu­tución. Una Iglesia que no sea Remo de humanidad, más aún de plenitud de humanidad, Cristo es la plenitud de la humanidad, no será reino de divinidad. (¡La Iglesia o está al servicio del hombre, de manera especial al servicio del hombre más pobre, o no es Iglesia! ¿“Quién está enfermo que yo no enferme con él?”). Esto se puede aplicar a cualquier organización, de la Iglesia o del Estado.

La teología afirma que los mismos sacramentos son para el hombre. Aún cuando somos conscientes del valor insustituible de la técnica, del progreso, de la eficiencia, no obstante también lo somos de que pueden convertirse en los instru­mentos más fuertes de destrucción de la persona, de su esclavitud; especialmente en un Hospital donde sin sospecharlo siquiera el paciente, puede ser utilizado no sólo como cliente sino como objeto de investigación; ¡por el progreso!

De esta forma el lugar que se tiene como el más humano de todos, junto a una iglesia y a una casa, se puede convertir en el más inhumano; y esto sin tener la satisfacción de encontrar un responsable. Y para nosotros religiosos, sin la gracia de sentirnos responsables.


CAPITULO IV.— NUESTRA MISION:

EVITAR QUE SE PASE DE LARGO ANTE EL HOMBRE

 

 

Un Tribunal especial, que se ha constituido en Roma, para la defensa de los derechos del enfermo, ha puesto en evidencia “el hecho de que la asistencia hospitalaria con frecuencia, da como resultado no la curación de los enfermos, sino un sufrimiento interior para los mismos”. Se ha hablado de los horarios sobrecargados, del trato autoritario de los enfermeros, las dificultades para en­trarse con los familiares, la imposibilidad de llegar a conocer el propio estado de salud, de ver la propia historia clínica, de recibir alimento caliente, del hecho, duda el más grave, de ser considerado no como persona sino como una enfermedad.

Dejando aparte los objetivos que este Tribunal desea conseguir, una constan­te que se da en cualquier parte del mundo es que la asistencia sanitaria cuanto más se organiza, cuanto más se especializa, cuanto más avanza a nivel técnico y de eficiencia, tanto más se deshumaniza, ignora la humanidad, pasa de largo junto al hombre considerado como persona.

La persona debe participar como sujeto, informado y responsable de la propia curación y de la propia salud. No es justo que delegue totalmente en nos extrañas la tarea de su propia salud, y no es justo que otros lo sustituyan excluyéndolo en el proceso de su curación. La persona no sólo tiene derecho a la salud (en este sentido la declaración de derechos del enfermo tendría su justifica­ción), sino que también tiene el deber de ser el primero en ocuparse de su bienestar biológico, psicológico, social y espiritual.

La ley establecerá, antes o después, los derechos del enfermo; pero cada persona tiene la obligación moral de actuar como protagonista de un asunto que afecta tan de cerca.

Por tanto, he aquí el aspecto fundamental de la acción humanizadora del Hospital: orientar a cuantos trabajan en él a descubrir y actuar considerando a la persona en su totalidad (biológica, intelectual, afectiva, social, moral, y no sólo en la dimensión patológica), de manera que los derechos de la persona en cuanto tal sean satisfechos; al mismo tiempo, educar al enfermo para que asu­ma el deber de pensar en la propia salud que, con frecuencia, está amenazada por hábitos nocivos. Importa llegar a ver que es imposible ocuparse de la salud de una persona (concebida no como carente de enfermedad, sino desde la con­dición de bienestar biológico, psicológico, social, espiritual), sin considerarla en su totalidad, para responder a sus necesidades y si no se despierta en la perso­na el deseo más humano y cristiano del hombre: la propia felicidad.

¿Por qué sufre el enfermo? No sólo a causa del dolor físico, sino porque siente amenazada la posibilidad de realizar la propia felicidad. Para que el enfer­mo pueda ver realizados sus derechos a la salud y su deber a participar en su consecución, es necesario que alguien se ocupe de ofrecerle respuestas humanas y de estimular su participación (objetivo que se han propuesto los planes de forma­ción sanitaria de muchos países).

Cuando el religioso se encuentra en un ambiente en el que las estructuras hospitalarias garantizan y ofrecen respuestas técnicas pero son pobres en “huma­nidad”, ¿puede pensar que éste no es su sitio de actuación? ¿es traicionar la propia misión, permanecer en obras complejas (en las que erróneamente se pien­sa que ya no es necesario el religioso) para ser testigo de algo diverso que la sociedad tiende a olvidar?

La vida religiosa pierde su sentido cuando en lugar de ofrecer respuestas diversas, distintas a las que normalmente se ofrecen, trata de ser aceptada (es decir “hacerse perdonar, de existir”) adaptándose, poniéndose en el mismo piano; cuando se limita a ofrecer lo que la sociedad ya posee.

Humanizar el hospital no significa añadir cosas, no significa aumentar el lujo en obras ya lujosas, significa ofrecer aquello de que el hombre tiene gran necesi­dad, mejor dicho tiene absoluta necesidad: la “humanidad” es esa cosa distinta que la vida religiosa es llamada a ofrecer en el mundo de la asistencia sanitaria para restablecer el equilibrio. La humanización de la vida responde a una necesi­dad sentida en todas partes (se puede llamar respeto de los derechos humanos, respeto a la persona, realización y promoción humanas, siempre es lo mismo):

Nuestra sociedad necesita un “complemento” de corazón, más que de un comple­mento de alma (Bergson).

Me atrevo a decir que hoy el enfermo necesita más que medios técnicos avanzadísimos, necesita corazón y alma, tiene necesidad de hospitalidad en el auténtico sentido de la palabra. Si el Hospital no recibe a la persona, si nuestro Hospital no acoge al hombre en su totalidad, además de restar credibilidad a nuestro testimonio estamos dando un gran escándalo: el enfermo puede descu­brir a Dios, sólo cuando nosotros lo manifestamos a través de nuestra humani­dad. Al enfermo no le importa que el religioso supere en capacidad al médico, al enfermero, al administrativo laico; al enfermo le interesa, aunque no lo diga, que el religioso sea realmente humano, que sea capaz de acoger su humanidad en peligro siempre que llegue al Hospital.

Al enfermo le interesa tener un punto seguro donde dirigirse, un puerto donde atracar la propia barca: su existencia puesta en peligro por la enfermedad. ¿Y quién representa el puerto sino el religioso que, a tiempo pleno y por voca­ción, por opción consciente y responsable, quema la propia vida por el bien del prójimo?

Y ¡cuantas veces, inconscientemente ofrecemos puertos impracticables a los enfermos para los que el Hospital es “tierra extraña”, es un mar cargado de peligros!; aunque lo hagamos con frecuencia, nunca será demasiado pensar que para nosotros el Hospital es nuestra casa, el lugar donde vivimos, tal vez, desde años, y por tanto lo conocemos palmo a palmo, conocemos las personas, las funciones de las mismas; pero esto no es así para el enfermo. Para el enfermo el Hospital, a veces, es una selva en la que se encuentra perdido, porque nadie le ofrece la mano.¡Y nos lamentamos porque el enfermo se presenta ansioso, moles­to, indiscreto! pero ¿qué hemos hecho para demostrarle que se encuentra en su casa, que no es un extraño, que el Hospital es su familia, que nosotros somos sus hermanos, que nos sentimos vecinos a él, de manera que no se siente perdido? Acaso, el Hospital ¿no es el hogar, no es el hotel donde llega el hombre portado por el Buen Samaritano? Nuestros Hospitales ¿no son la casa de Dios, y por tanto la Iglesia? Nuestra hospitalidad consigue su valoración teológica, en la medida que descubrimos que nuestras casas son la Iglesia. Entonces, ¿por qué dejamos al enfermo como extranjero en la propia patria? ¿Por qué le soporto indulgentemente, con fastidio, en lugar de acogerle? Cada enfermo que se sienta extraño en nuestros Centros está denunciando que nuestra misión falla. Y el enfermo puede sentirse extranjero aunque hayamos curado su órgano enfermo, pero no ha recibido la atención que cada persona que entra en nuestras casas merece por sí misma y porque es nuestro hermano.

Ahora, queridos Hermanos, podemos entender que no es suficiente que ha­blemos sobre la humanización, es necesario que nos ayudemos a descubrir y remover los obstáculos que nos impiden realizar nuestra misión (para poder acoger necesitamos ser humanos y humanizantes); necesitamos apoyarnos mu­tuamente para individualizar en común cual es el mejor modo de realizar, hoy como ayer, cómo podemos acoger al hombre actual, de acuerdo con el ejemplo y el estilo de San Juan de Dios.

¡Cómo no pensar en la parábola del Buen Samaritano: “un hombre descen­día de Jerusalén…! “ ¿Y descubrir que el Samaritano ha usado de misericordia porque el otro era una persona, y no porque era amigo o un superior o más fuerte que él?

No es ocasional que el Señor haga pasar por el camino de Jericó a un sacerdote, a un hombre religioso, y diga que “pasó de largo”, habiendo visto, es decir conociendo la condición en que se encontraba aquel hombre caído en manos de los ladrones.

Es de notar que lo hace pasar en primer lugar. De hecho, ¿qué puede justifi­car la opción por la vida religiosa, sino la opción por el hombre, la entrega a la salvación del hombre “lleno de heridas” abandonado por la sociedad, expuesto a morir en soledad, a la orilla del camino? ¿La misma Iglesia, si no se para ante el hombre, puede llamarse Iglesia? ¿Puede haber algo más importante en que se ocupe un religioso, un sacerdote, una Iglesia, que acercarse al hombre abandona­do que corre el peligro de morir solo? (...) No debe extrañarnos que el profeta diga que Dios “vuelve el rostro” (Isaías, 2), incluso cuando “unimos nuestras manos en oración” si antes no “descendemos de nuestra cabalgadura” para aco­ger “en nuestra propia casa” al enfermo, despojado de todos sus bienes.

¿Qué hacemos nosotros, Hermanos hospitalarios? ¿actuamos como el sacer­dote de la parábola que pasa de largo? Sí, desgraciadamente, en muchos casos, pasamos de largo; lo sabéis también vosotros que pasamos de largo... con tantas justificaciones, pero empobreciéndonos. Quien pasa de largo junto al enfermo, quien no descubre a la persona en su totalidad, no ha conseguido su propia personalización, no ha logrado su unidad, no ha madurado humanamente. De hecho, cuando somos humanos (y esto es un valor religioso: “Cristo es el rostro humano de Dios”); cuando somos capaces de amarnos a nosotros mismos, de respetarnos, entonces sabemos también amar al otro, además de ocuparnos de su enfermedad. Estoy convencido profundamente que la misión principal que hoy debemos desarrollar en nuestros Centros es impedir que se pase de largo junto al hombre, impedir la inhumana división entre persona y enfermedad.

En el plano de la función propiamente asistencial, pasar de largo quiere decir obstaculizar el proceso de curación. ¿Acaso no es el paciente el primer y princi­pal agente terapéutico? De hecho, ¿no nos demuestra la experiencia diaria que el enfermo que no colabora, sea por el motivo que sea, que vive su enfermedad de manera inadecuada, representa el obstáculo principal para su propia cura­ción?

Es de notar que el Samaritano “yendo por el mismo camino, le vio y se paró” porque “se sintió movido a compasión”. Precisamente lo mismo que hace Dios, que vive plenamente volcado sobre el hombre. Y por él, por el hombre y por su salvación desciende del cielo.

Es de notar, además, que el Samaritano (que sin saberlo pertenecía a la verdadera Iglesia) cuando o vio, es decir, una vez que conoció la situación del hermano herido, no sólo se para, sino que inmediatamente cumple cuanto ya sabemos, ofreciendo de esta forma una serie de gestos que bien pueden tomarse como el programa de vida de un Hermano de San Juan de Dios; nos presenta sintéticamente un modelo de actuación y el modo de conseguirlo. Es una especie de decálogo del amor.

En la descripción evangélica del Samaritano, se inspira nuestro Fundador, que por algo es llamado “San Juan de Dios”, porque precisamente es manifesta­ción de Dios, a través de su modo de vivir el amor.

He aquí lo que yo entiendo como decálogo del Enfermo Divino, a partir de la actuación del Samaritano:

   1) le vio,

2) se mueve a compasión,

   3) se inclinó sobre él,

   4) le limpió las heridas,

      5) las curó con aceite y vino,

      6) le cargó sobre su cabalgadura,

      7) le levó a la posada,

      8) se preocupó de cuidarlo,

      9) pagó por él,

  10) volvió de nuevo para pagar.

  A esto me estoy refiriendo cuando hablo de nuestra misión, cuando me refiero a vuestra voluntad     de impedir que se pase de largo “junto al hombre”.


II parte.- HUMANIZARSE PARA HUMANIZAR


Hermanos, cuando se llega a ver con claridad la hermosa misión que el Señor nos ha confiado en nombre de Jesús, es decir, ofrecer a nuestros hermanos que sufren necesidad, que viven el dolor de la enfermedad o de la soledad, una acogida fraterna que les ayude a recuperar la esperanza de vivir, me viene espon­táneamente una pregunta inquietante: “¿Somos capaces de responder a esta misión y podemos hacerlo manteniendo nuestro estilo de vida actual y las formas de apostolado qua hasta ahora desarrollamos?”

Tengo la absoluta certeza de que nuestra misión nos capacita para ofrecer al hombre de hoy respuestas positivas que le ayuden a vivir humanamente. Pero, al mismo tiempo, me veo obligado a reconocer que nuestro modo de vivir como Hermanos y las formas con las que realizamos nuestra misión de caridad, están exigiendo de nosotros una revisión en profundidad que nos ayude a ver todo lo que ha envejecido, lo que ya no nos ayuda a vivir coherentemente nuestra vocación hospitalaria como personas y como apóstoles.

Esta constatación que he hecho desde mi experiencia personal como General de la Orden, ha sido confirmada y asumida conscientemente en el último Capítu­lo General y, expresada de diferentes maneras, en todos los Capítulos Provincia­les.

Por eso, me siente ante la responsabilidad de hacer mías y de invitaros a acoger con seriedad y empeño, estas palabras de los PP. Capitulares:

“Esta problemática nos ha hecho tomar conciencia de qua — dado el cambio rápido de la sociedad en que vivimos la Orden se encuentra en un momento decisivo que exige tomar en serio la realidad, valorarla a la luz del Evangelio y emprender un proceso de cambio que no se puede demorar, si deseamos que siga vivo en la Iglesia el carisma de San Juan de Dios”. (DCGE., I.B., pág. 24).

Estas palabras nos confirman en la urgente necesidad qua tenemos de com­prometernos cada día más en profundidad en la renovación auténtica de nuestra vida y de nuestras obras apostólicas. Desde este convencimiento, que estoy segu­ro que compartimos todos los Hermanos de la Orden, me siento animado a ofreceros mi reflexión personal sobre la problemática que vivimos como religio­sos hospitalarios, con la esperanza de contribuir positivamente a la revisión sere­na de nuestra vida personal y comunitaria, de modo que nos anime a empeñarnos en nuestra misión de caridad, promoviendo niveles de humanización en el servi­cio, para responder adecuadamente a las esperanzas y necesidades del hombre que hoy sufre a nuestro lado.


CAPITULO I.— NUESTRA REALIDAD NOS ESTIMULA

 

 

Son muchos los aspectos positivos que existen en nuestra realidad, que es bueno tener en cuenta para poder apoyarnos en ellos a la hora de intentar solucionar los problemas que descubrimos también en nuestras comunidades y en los Centros en los que desarrollamos nuestra acción de caridad.

Seríamos injustos si no aceptáramos que muchos de nuestros Hermanos viven muy centrados en su vocación de hospitalarios, que se sienten muy unidos a Dios y, desde esta experiencia de la Vida de Dios en ellos, tratan de hacer felices a los demás Hermanos y se entregan con ilusión al servicio de los necesitados. ­Seríamos igualmente injustos si no reconociéramos que, en general, existe una sensibilización a la renovación y que hay comunidades que se la han tomado en serio. No seríamos objetivos, ni demostraríamos nuestra confianza y agradecimiento a Dios si, como ya expresaba en mi última Circular, no proclamáramos que estamos viviendo un momento histórico en la Orden en el que se percibe más claramente la manifestación de la presencia de Dios y su amor hacia nosotros.

Pro eso, creo justo el invitaros a todos a tomar conciencia de estas realidades positivas, de los aspectos positivos de nuestra realidad presente, pues sólo cuando somos conscientes de que nuestra vida merece la pena y descubrimos en ella aspectos que nos invitan a crecer, podemos apoyarnos en la esperanza de un mañana mejor.

Si no fuera porque estoy convencido de que merece la pena ser Hermano de Juan de Dios hoy; de que en nuestra Orden sigue vivo el espíritu ardiente, el ánimo generoso y confiado de nuestro Fundador, encarnado en la vida sencilla, sacrificada y entregada de muchos Hermanos, renunciaría a insistir una y otra vez en que no podemos ocultar la luz que hemos recibido, sino que debemos desarro­llarla, hacerla crecer, para que el hombre de hoy descubra que Dios se sigue preocupando de sus necesidades.

Estoy seguro de que apoyados en la fuerza que nos viene del carisma que hemos recibido y en el Amor que Dios hace presente en cada una de nuestras Casas —verdaderos templos de Dios, porque en ellas se practica la caridad con el prójimo y “Dios es la caridad y su Amor se realiza cuando amamos a nuestros prójimos” (1 Jn 4, 8-12)—, nos es posible superar cualquier dificultad y, sobre todo, estamos capacitados para realizar obras de amor que son capaces de demos­trar a nuestros contemporáneos, que la Caridad cristiana sigue teniendo fuerza más que suficiente para transformar el mundo.

Me ha parecido necesario recordar estas cosas, para que seamos capaces de contemplar los problemas reales que vivimos, de analizarlos y hacernos responsa­bles de ellos, sin problematizarnos. Considero una suerte y una gracia especial de Dios, el que en el Capítulo General Extraordinario se hayan reflejado y asumido con tanta claridad y sencillez los aspectos negativos de nuestra vida, de nuestras Comunidades y de nuestras Obras. Porque cuando existen problemas y tomamos conciencia responsable de ellos, hemos dado un paso importante en la solución de los mismos.

La reflexión que ahora comparto con vosotros, que va a centrarse en los aspectos negativos de nuestra realidad y como han sido detectados por los Hnos. participantes en el Capítulo General, quiere ser una reflexión serena, apoyada en la Fe y Esperanza. Deseo que sea una reflexión sencilla y profunda al mismo tiempo, que no se quede en decir que tenemos estos y los otros problemas, sino que nos ayude a ver las causas de los mismos, a aceptar las consecuencias con humildad y confianza en Dios y a buscar los cacuces de solución que nos ayuden a vivir con la alegría y libertad de los hijos de Dios.

No se trata, por tanto, de realizar una crítica a nadie y, mucho menos, de juzgar o culpabilizar a nadie Es la autocrítica de un Hermano vuestro que, por designios de Dios, hoy se siente responsable de colaborar con el Espíritu, en nombre de nuestro Fundador, para que desde el primero al último de los miem­bros de nuestro querido Instituto, vivamos nuestra consagración a Dios y a los hermanos “de acuerdo con la vocación que hemos recibido” (Ef. 4, 2)

 

a)      Sombras en nuestro “estilo de vida”

 

 

En las Declaraciones del Capítulo General Extraordinario se constata la “dificultad de conciliar los tres niveles de actividades del Hermano: personal, comunitario, apostólico-hospitalario” (DCGE. II. A. 3, 12).

Cuando nos preguntamos dónde se puede encontrar la causa de esta dificul­tad, creo que podemos advertirla, casi de inmediato, en que no vivimos “centra­dos”; es decir, no hemos conseguido la “unidad” personal que nos posibilita realizarnos en la vida, sin perder el equilibrio interno, que es la base para poder conciliar y vivir en armonía nuestro ser personas y las actividades que ponen de manifiesto la vida de nuestro ser.

Ya cuando iniciábamos el proceso de renovación en la Orden, os decía que estamos muy habituados a conjugar el verbo “hacer”, olvidándonos muchas veces de la importancia de conjugar también el verbo “ser”. Ante la realidad que pone de relieve el Capítulo General, creo que es el momento de intentar conjugar bien tanto el ser como el hacer, para poder superar la división, la dicotomía de nuestra vida.

Sin pretender hacer teología de la vida religiosa hospitalaria, me parece oportuno ofreceros unas sencillas ideas sobre lo que podemos entender por vivir centrados nuestras actividades.

¿Cómo podríamos resumir los distintos niveles que integran nuestra vida?

Se me ocurre ponerme a pensar en voz alta y compartir con vosotros lo que, en una consideración inmediata, veo que es nuestra vida como personas y como grupo:

1) Somos cristianos que, por una llamada especial de Dios, hemos decidido vivir radicalmente el Evangelio, siguiendo a Cristo pobre, obediente y casto (Cf. L.G., nros. 43 y ss.), al estilo de San Juan de Dios, en Hospitalidad.

2) Este seguimiento de Cristo no lo realizamos individualmente, sino que lo hacemos como miembros de una Comunidad —la Orden que nos ha comunicado el carisma— y lo compartimos con un grupo de personas, reunidas no porque antes se conocieran y fueran amigas, sino porque todos los componentes del grupo viven la misma Fe en Cristo y todos, igualmente, se han sentido llamados para vivir el mismo carisma y realizar la misma misión de caridad.

3) Por otro lado, lo anterior no anula las cualidades personales, ni suprime la originalidad de cada uno de nosotros, que somos portadores de una historia personal, de unos sentimientos, de unos modos característicos de pensar, etc.

Si tenemos en cuenta estos aspectos fundamentales de nuestra identidad como personas y como grupo de creyentes, podemos ver que otra de las causas que explican la dificultad de vivir los distintos niveles de nuestra actividad como Hermanos de San Juan de Dios y que, a mi modesto entender, es la causa de que no vivamos “centrados” y unitariamente nuestra propia vida personal, se debe a que no hemos conseguido la madurez necesaria para ser nosotros mismos, que apoya nuestra identidad como personas y el equilibrio de nuestra vida.

¿A qué madurez me estoy refiriendo? Me refiero a la madurez propia de una persona consagrada a Dios en la vida religiosa hospitalaria, que supone una madurez personal, sobre todo en los niveles afectivos y emocionales, y madurez en la fe. Creo que será útil el que nos detengamos en cada uno de estos puntos.

 

a. 1) Algunas manifestaciones de la falta de madurez afectivo-emocional

 

 

Una constatación general es que el hombre de hoy, a pesar de tantos medios como tiene para ser feliz, se siente insatisfecho. En concreto, se siente solo, como aislado. Este sentir general no deja de existir también dentro de las comu­nidades religiosas. Mi experiencia, enriquecida por la experiencia de otros Supe­riores Mayores, me dice que el problema de la soledad, del aislamiento, el senti­miento de que en nuestras comunidades no se vive un clima que facilite y posibilite las relaciones interpersonales profundas que satisfagan necesidades básicas de toda persona, es un problema que afecta a los Hermanos ancianos, a los de mediana edad y a los jóvenes.

Quienes llevamos bastantes años en la vida religiosa, hemos recibido una formación en la que los valores de la persona, en concreto los valores afectivos, se minusvaloraban, cuando no se invitaba a reprimirlos pensando que esto era lo más “perfecto”, lo que Dios pedía de nosotros cuando hacíamos el voto de castidad. Por culpa de nadie en concreto, pero esto no quita que todos debamos sentirnos responsables, se fueron creando unos ámbitos de vida en los que las personas iban perdiendo espontaneidad a la hora de comunicarse: las relaciones eran estereotipadas, superficiales... frías.

¿Cuáles han sido los resultados? Se nos decía que debíamos amarnos así, espiritualizándolo todo, porque de esta manera crecería nuestro amor a Dios y seríamos capaces de entregarnos más generosamente a los enfermos. El Capítulo General, en el que participaron Hermanos con bastante experiencia de vida reli­giosa, ha detectado el siguiente problema:

“Pobreza de relaciones interpersonales a nivel de fe y de comunicación de vida” (DCGE. II. 3, 14).

Según esto, el resultado de nuestro modo de vivir en comunidad no ha dado los frutos que se esperaban cuando se quería “espiritualizar” tanto el amor humano que llegaba a dar la impresión de que se quería vivir “desencarnadamen­te”.

Pero he dicho que este problema de falta de madurez afectiva y las conse­cuencias que de él se siguen, también lo sienten y viven —aunque no siempre se acepte— los religiosos jóvenes. Ellos forman parte de una generación de personas en las que la sociedad ha sobre valorado excesivamente el bienestar material; a veces hasta hacer de él el centro de interés. En este ambiente, la mayor parte de las familias —debido al influjo del ambiente y de los medios de comunicación de masas— se han preocupado porque a sus hijos no les faltara de nada, por llenar la casa de comodidades. El pago de este esfuerzo ha sido, con demasiada frecuencia por desgracia, el que los hijos no carecían de cosas, pero casi no se podían encontrar con sus padres o, cuando los encontraban, estaban demasiado cansados para escucharles y para ofrecerles el cariño y apoyo que necesitaban.

De esta manera, estamos presenciando la realidad de una juventud insatisfe­cha, vacía, casi sin ideales... Pero los jóvenes no son responsables de esto que les sucede. Los jóvenes, que cuentan con muchos más medios de formación y, por lo general, más amplios y claros de los que tuvimos nosotros, descubren dentro de sí y ven que las teorías se lo confirman, que los valores de la persona, sobre todo la capacidad de amar y ser amado, están por encima de los valores materiales, del bienestar, que no les ha llenado.

Cuando uno de estos jóvenes se encuentra con Cristo y descubre que su vida puede tener sentido, que puede llenar las aspiraciones que siente dentro de él en la vida religiosa; cuando uno de estos jóvenes viene a vivir con nosotros y pro­fesa, trae consigo toda la falta de cariño, cuando no taras afectivas, y toda la inseguridad e insatisfacción de su vida anterior.

Creo que no me equivoco al afirmar que sino todos, sí casi todos los jóvenes que hoy son profesos de la Orden o se encuentran en período de formación, entre las aspiraciones principales que les movieron —aunque en muchos fuera de tipo inconsciente— a hacerse religiosos, estaba la de encontrar un ambiente de personas maduras, que se quisieran como adultos y le facilitaran vivir su capaci­dad de amar y de ser amados.

¿Cuál es el ambiente que se encuentran cuando vienen? Ya decía al prin­cipio de este capítulo que no todo es negativo ni debemos generalizar. Además, que se están dando pasos en la renovación, es cierto. Pero vuelvo a recordar las Declaraciones del Capítulo General Extraordinario:

 

“Faltan comunidades auténticas, capaces de acoger a los jóvenes”. (DCGE. II.4,16)

 

De la suma de estos dos grupos de personas, los que hemos recibido una formación de tipo más bien represivo, y los jóvenes, que viven las consecuencias de nuestra formación —por un lado— y la falta de un ambiente familiar y social que les ofreciera respuestas a las necesidades fundamentales de la persona en proceso de crecimiento, no es arriesgado, ni creo que sea exagerado hacer algunas afirmaciones concretas que vienen a evidenciar las manifestaciones de nuestra falta de madurez afectiva.

En nuestras comunidades nos encontramos con personas de edad adulta que tienen reacciones de tipo infantil, que se ponen de relieve con reacciones perso­nales que son inadecuadas a los estímulos; personas que se creen el “centro” del mundo, que necesitan que todos estén pendientes de ellas, que les presten toda la atención y que casi siempre viven insatisfechas. Estas personas son incapaces de caer en la cuenta de que también ellas estén llamadas a ofrecer respuesta a las necesidades de sus Hermanos. Sobre todo, creo que la manifestación más clara de las actitudes infantiles se pone en evidencia cuando no se hace más que criticar a la Comunidad, exigir a la Comunidad todo, como si la Comunidad fuera la “mamá” que tiene que alimentar a sus hijos, sin caer en la cuenta que yo, cada uno de nosotros, somos la Comunidad, que no puede funcionar si yo no funcio­no, que no puede ofrecer acogida, posibilidad de diálogo, etc., si las personas que la componen no son capaces de acoger, de vivir las actitudes que exige el dialogo entre personas.

Hermanos, no intento criticar a nadie, ni desalentar a ninguno de vosotros con mis reflexiones. Me mueve el interés, el vivo deseo de que en cada una de nuestras Comunidades podamos llegar a superar reacciones de tipo infantil que tanto perjudican el crecimiento del grupo y que, en definitiva, son impropias de hombres adultos, muchas veces entrados en años. Os las ofrezco con todo el afecto que tengo hacia vosotros, para que si os encontráis reflejados en alguna de las cosas que he señalado, en lugar de desanimaros las toméis en cuenta y tratéis de superaros, convencidos de que la persona, sobre todo la persona que cree en Dios, es siempre capaz de superarse.

Otra forma de manifestarse la inmadurez de las personas y que dificultan las relaciones y el crecimiento de los grupos son las actitudes adolescentes, que pueden expresarse con reacciones muy diversas. Hay personas que, en el fondo, son muy sensibles, que sufren cuando el ambiente en que viven no les ofrece las muestras de acogida, valoración y afecto que necesitarían, pero que se manifies­tan como frías, insensibles a todo lo que signifique demostración de que alguien se interesa por ellas. Se pueden encontrar personas que reaccionan negativamente cuando se habla de la necesidad que tenemos de compartir nuestra vida en un clima de más amistad y profundidad, defendiendo su “intimidad” de cualquier cosa que interpretan como deseo de entrar en el secreto de su vida... Se dan casos en los que se advierte que lo que parece mucha confianza con una persona no significa más que el deseo de satisfacer una necesidad afectiva, de desahogo personal, y se cree que esto es amistad, as relacionarse de verdad con el otro... y se le acapara, se quiere que sólo sea íntimo de uno y se desconfía de él, se duda de su fidelidad cuando se le ve hablar o se sabe que tiene confianza con alguna otra persona.

Hay que comprender que no es fácil llegar a vivir unas relaciones interperso­nales profundas. Debemos aceptar, incluso, que la amistad —por ser tan necesaria y hermosa en sí misma— casi llega a constituir un privilegio de pocos. La razón no es otra que no es sencillo llegar a vivir el amor adulto, que exige reciprocidad, transparencia, conocimiento mutuo, valoración y aceptación de sí mismo y del ser del otro, desde uno mismo y desde el otro, como personas que estamos llamados a crecer en el amor desde la libertad y en la libertad.

Me parece importante el que nos detengamos unos momentos a considerar algunas de las características del amor adulto. Entre ellas, creo que adquieren especial importancia para nuestra vida a) el conocimiento: los que llevamos años en la vida religiosa hemos recibido una formación en la que se nos orientaba, principalmente, a fijarnos en los aspectos negativos de nuestra vida. Los exáme­nes de conciencia, los ejercicios de la culpa, las confesiones, nos introducían en nuestra vida con una actitud negativa, desde la cual sólo nos era permitido descubrir lo negro, el pecado... Se nos decía que esto es ser humildes, que así se podría vivir más abiertos a la gracia de Dios. Aunque con matices distintos, los jóvenes tampoco han descubierto lo que es positivo en su vida, desde un conoci­miento verdadero real, de sí mismos.

El hecho es que no nos conocemos o nos conocemos mal. Se nos ha olvida­do, en la vida real, en nuestra vida concreta, descubrir que Dios nos ha comunicado unos dones, unas cualidades positivas, que espera y desea que desarrollemos:

‘‘Vosotros sois la sal de la tierra... sois la luz del mundo... No se puede ocultar una ciudad situada en lo alto del monte; ni se enciende un candil para meterlo debajo del perol, sino para ponerlo en el candelero y que alumbre a todos los de casa”. (Mt. 5, 13-15).

Y nos hemos acostumbrado a ver en negativo, no sólo la propia vida, sino la vida de los demás. Y casi nunca somos capaces de alegrarnos de las cualidades de los otros, de alegrarnos y dar gracias a Dios por nuestras cualidades.

 

b) la valoración: si no nos conocemos en lo positivo que existe en nosotros, es imposible que lleguemos a valorarnos bien. Y como es imposible que el hom­bre pueda llegar a realizarse sin sentirse valorado, resulta que buscamos com­pensaciones fuera de nosotros mismos, nos “descentramos”, sea en las cosas, sea fijándonos en alguna persona, incluso en Dios podemos “descentrarnos”; porque desde un concepto negativo de si mismo y desde la no valoración, vamos buscan­do en los otros el apoyo, la seguridad... cuando Dios nos ha hecho a cada uno responsables de nuestra propia vida y de la vida de nuestros hermanos. (Cf. Gen 4, 9; 9, 5-6).

c)  la aceptación: es obvio que, a falta de los dos requisitos anteriores, resulte imposible una aceptación auténtica de si mismo, porque a ninguno nos gusta aceptar que sólo hay cosas negativas en nuestra vida. Como lo positivo no lo hemos mirado con sencillez, a veces nos da como miedo el descubrirlo; porque nos parece que esto no es humildad, o porque nos damos cuenta de que si descubrimos cosas positivas, valores, en nuestra vida, esto nos exige desarrollarlo, o no nos aceptamos, o nos aceptamos pasivamente, pensando o diciendo que “somos así y qué le vamos a hacer”... o “Dios me ha hecho así y yo no puedo cambiar”.

Hermanos, os invito a que, serenamente, con el verdadero espíritu de pobre­za que nos invita a vivir Jesús, toméis en consideración estas sencillas reflexiones que hago en voz alta con vosotros y para nosotros. Estoy seguro de que esto nos va a ayudar a descubrir que en nuestra vida personal, en nuestros Hermanos, en nuestras comunidades, existen valores que, desarrollados y puestos en común, van a contribuir a cambiar el ambiente de nuestras casas.

 

a.2) Algunas manifestaciones de la falta de madurez en la Fe

Casi no haría falta entrar en muchos detalles, pues es fácil deducir que la persona adulta que vive con actitudes infantiles o adolescentes sus relaciones con las otras personas, es porque no se fía de ella misma, ni cree de verdad en los otros. Y si no creemos del todo en nosotros, porque no nos conocemos, no nos valoramos, no nos aceptamos bien, no es posible que nuestra fe en Dios sea una fe adulta, madura, pues podemos decir con San Juan:

“Si no crees en el hermano a quien estás viendo y dices que crees en Dios, a quien no ves, eres un embustero”. (Cf. 1 Jn 4, 20-21).

El Capitulo General Extraordinario nos recuerda que “falta vida interior profunda” y que son pobres “nuestras relaciones a nivel de fe” (DCGE. II. 2.5 y 3.12). En varios de los Capítulos Provinciales se evidenció que nuestra oración es rutinaria, que no existe vinculación entre la oración y el resto de nuestra vida... En el fondo, volvemos a descubrir el problema que detectábamos al comienzo de este capítulo: vivimos descentrados.

En lo que se refiere al tema de la oración y la no repercusión de ella en nuestra vida de comunidad y en nuestro apostolado, estoy cada día más conven­cido que la causa, al menos una de las causas, aparte de la principal ya enunciada, es que no hemos encontrado, o no hemos sido capaces de percibir en nuestro Fundador, recreándolo de acuerdo con las circunstancias, un estilo de oración propia de nuestra vida de Hermanos Hospitalarios. Considero que es un tema de mucha importancia y que debemos profundizar, para conseguir vivir un estilo de oración que sea coherente con nuestra espiritualidad. Yo no me siento capaz de entrar en más, pero os invito a que vayáis profundizando en este tema, en especial los Hermanos sacerdotes de la Orden, pues sería un gran servicio no sólo a nuestros Hermanos, sino a toda la Iglesia.

Lo que no podemos silenciar, es que no es suficiente haber descubierto lo que no funciona en nuestra vida de oración, sino que hemos de buscar cómo ir superando las celebraciones litúrgicas rutinarias, monótonas, faltas de vida y sin fuerza de compromiso para nuestra vida normal. Desde un respeto equilibrado a las orientaciones litúrgicas de la Iglesia, es posible la creatividad. Sobre todo, desde un modo de vivir normal en el que se hace presente Dios y sabemos descubrirlo en nosotros mismos, en nuestros hermanos de comunidad, en los enfermos y necesitados, en los acontecimientos normales de la vida, estoy seguro de que nuestra vida de oración será un verdadero encuentro con Dios y signo de comunión entre nosotros y con los hombres.

 

b)      Repercusiones en nuestro apostolado

 

Cuando en las Declaraciones del Capítulo General Extraordinario leemos:

“El problema fundamental llegamos a centrarlo en el desequilibrio entre una lógica asistencialista y la “lógica evangelizadora” que implica y comporta el carisma de la Orden”, (DCGE. II, B, pág. 22).

y que

“El examen de esta problemática nos ha conducido a aceptar que, a la base de la misma, existe una realidad negativa, la deshumanización”. (IDEM. ID., pág. 21),

nos es más fácil comprender y aceptar que necesitamos humanizar nuestra vida, es decir, llegar a vivir la unidad, la originalidad, el valor de nuestra existencia, para poder ser agentes de humanización en a asistencia, promotores y defensores de los derechos de las personas, en especial de las personas que sufren.

Creo que, teniendo en cuenta los aspectos negativos que hemos advertido en especial las actitudes infantiles y adolescentes que a veces se advierten en nuestras comunidades, podemos ver a qué se deben algunas de nuestras reacciones negativas en la vida práctica. Os invito a reflexionar conmigo en las que el Capítulo General ha subrayado especialmente.

1.            Corremos el peligro de perder el sentido apostólico de nuestra vida, de no sentirnos miembros vivos de la Iglesia; estamos demasiado cerrados en nuestros ambientes, en los que se aprecia falta de pobreza evangélica, por vivir “alejados de la realidad cotidiana del pobre”. (DCGE. II.A.2, nros. 5 y 6; 3, nros. 13 y 15).

¿No advertís conmigo, que es imposible vivir lo que significa nuestra vida en la Iglesia con verdadero sentido y contenido apostólico, si a la base de todo falta una personalidad madura, centrada en sí misma, centrada en su vocación —que se siente feliz— centrada en Dios?

2.—  Nos falta capacidad de comunicación del espíritu que vivimos, de lo que significa nuestra misión apostólica y de un verdadero estilo de asistencia que se centra en el hombre, que le sirve con dignidad y eficiencia. No influimos tampoco a nivel de Iglesia para promover y realizar una digna pastoral hospitalaria. (Ver DCGE. II.A., 2. nros. 7, 8 y 9).

Creo que es muy importante, si deseamos recuperar el verdadero sentido nuestra misión en la Iglesia y en la sociedad, que nos paremos a reflexión mucho en lo siguiente:

“Dificultad para integrar a los laicos, trabajadores, voluntarios y benefactores, en nuestro espíritu y en nuestra misión hospitalaria”. (DCGE. II.A. 2,9).

Desde una visión objetiva y serena, es justo reconocer que, sin la colaboración de los 25.000 seglares que trabajan con nosotros, nuestra labor asistencial actual sería imposible realizarla y nos veríamos obligados a cerrar la mayor parte de nuestras Casas. Además, la asistencia que se ofrece, y es reconocida casi unánimemente como eficiente, tampoco podríamos continuarla, puesto que nosotros somos muy pocos en número y nuestra calificación técnica no podría resistir las exigencias actuales de una asistencia digna del hombre enfermo necesitado.

Considero un grave deber nuestro el tratar de conseguir que nuestro modo ser y de vivir ejerza un influjo positivo en todas las personas que trabajan con nosotros. Sin ellos, ya no podemos subsistir. Es hora de que aceptemos esta realidad desde el sentido positivo que tiene y desde la toma de conciencia por parte de la Iglesia de que el laico seglar está llamado a sentirse comprometido el apostolado, cuando es creyente, y de ser capaces de ofrecer, a quienes no lo son, un testimonio auténtico de lo que significa la dignidad de la persona.

Es imposible conseguir estas cosas que, insisto, es imprescindible y urgente —nos lo está pidiendo Dios de modos muy ciaros y directos—, si, a causa nuestra no madurez personal, debido a nuestra inseguridad, a nuestros comple­jos, muchas veces disfrazados en lugar de ver en el laico que trabaja con nosotros un colaborador en el apostolado, lo sentimos y vivimos como quien nos hace la competencia y viene a desplazarnos. Es desplazado quien no se siente seguro, aunque nadie esté haciéndole la competencia. Y nadie puede desplazar de su puesto y de su misión, a quien se siente realmente identificado con ella, sin confundir la misión con el poder, el servicio al enfermo con una forma de afirmación de la propia inseguridad personal.

Hemos de reconocer que una de las causas que nos inducen a no ser capaces de influir con nuestra vida de forma positiva en la transmisión de los valores que encierra nuestra misión de caridad es “la falta de preparación humana, teológica y profesional, etc.” (DCGE. II.A., 2,5), pero creo que estaremos de acuerdo de que no vamos a conseguir la renovación en profundidad de nuestra vida, porque adquiramos más conocimientos teóricos, aunque no podemos prescindir de esto. Conseguiremos el cambio, la renovación, seremos capaces de comunicar nuestro espíritu y la filosofía que anima nuestra vida de personas consagradas a Dios en el servicio a los hombres que sufren, en la medida que vayamos creciendo en niveles humanos y de fe.

Es urgente que todos lleguemos al convencimiento de que no podemos seguir pensando que las realidades de nuestra vida se van a solucionar sólo con más madurez psicológica, afectiva, etc., o con más ratos de oración. Es, asimis­mo, urgente, que comprendamos que la humanización de nuestras Obras no se consigue a base de más organización técnica solamente. Necesitamos conjugar madurez humana y madurez en la fe, porque nuestra vida es una realidad vivida por hombres que han puesto a Cristo en el “centro” de su existencia.

Y necesitamos conjugar la técnica organizativa con auténticos contenidos humanos que transmitan vida a los edificios y a la técnica instrumental.

Si continuamos viviendo separados los aspectos de nuestra vida, no haremos más que fomentar, aumentar, el “desequilibrio” denunciado en el Capítulo General como la síntesis de todos los problemas que vivimos.

Os invito, apoyado en toda la esperanza que me comunica el conocimiento de todo el potencial humano y espiritual que poseemos como Instituto, a que intentemos y nos comprometamos para recuperar y vivir lo más genuino que nos transmitió nuestro Fundador: un profundo espíritu de servicio a los necesitados. A que en esta empresa empleemos lo mejor de nuestra vida, sin escatimar sacrifi­cios de ninguna clase.

Una vez más, me atrevo a invitaros a examinar nuestras actitudes y nuestras formas de comportamiento para con el personal laico colaborador; os invito a realizar el análisis a la luz de criterios evangélicos, a la luz de la vida de nuestro Padre San Juan de Dios. El no buscó puestos en los que ejercer el poder, no buscó privilegios para sí. El se comprometió, hasta dar la propia vida, con las personas más desheredadas de Granada. Os invito a ir viendo en el laico colabora­dor un compañero de camino, sin el cual ya no podemos continuar testimoniando genuinamente nuestra misión de Caridad. Estoy seguro de que si nos apoya­mos en el ejemplo de Cristo y de nuestro Fundador, descubriremos que el laico colaborador está llamado a vivir el servicio a los necesitados, lo mismo que nosotros, y a realizarlo promoviendo al hombre, mediante una dedicación huma­na y humanizante.


CAPITULO II.— BASES PARA CRECER EN HUMANIZACION

 

Para renovarnos en el sentido de la humanización de nuestra existencia personal y comunitaria, no es suficiente haber descubierto cuáles son los proble­mas y las principales causas de los mismos. Si nos detuviéramos aquí no habríamos hecho otra cosa que prepararnos al paso siguiente, con el peligro de que una más el haber analizado los puntos negativos de nuestra vida nos desalentara o culpabilizara.

Para conseguir renovarnos en profundidad y sentirnos capaces de ser auténti­cos testigos de humanización, es imprescindible que redescubramos los valores que existen en nosotros: valores personales, valores en nuestra comunidad, valores ­que se nos potencian al haber recibido el carisma de la Hospitalidad y la misión de Caridad a través del servicio a los pobres, los enfermos, etc.

Es consolador poder compartir con vosotros todas las riquezas que encierra nuestra vida. No pretendo ser exhaustivo, ni en la enumeración ni en la reflexión. No intento otra cosa que poner ante vuestra consideración una realidad que existe también en nosotros, que somos nosotros, para animarme y para reforzar vuestra Esperanza, pues hay momentos en los que si no descubrimos dentro de nosotros mismos motivaciones que nos estimulen a seguir caminando hacia la plenitud a que Dios nos llama, es fácil dejarse llevar del desaliento y abandonar el camino emprendido.

 

a)  Centralidad de la persona humana

 

Es imposible vivir gozosamente nuestra vida como hombres, si no estamos profundamente convencidos de que el hombre, la persona humana, considerada en si misma y desde el plan salvífico de Dios, es portadora de unos valores que la constituyen en una realidad inviolable, sagrada.

Que no es exagerada mi afirmación nos lo confirma el relato de la creación del hombre:

“Y dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza... Y creó Dios al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo creó”. (Gen 1,26-27).

Desde el principio de la aparición del hombre en la Tierra, la humanidad es portadora de las riquezas de la misma Vida de Dios... es morada de Dios, “ima­gen de Dios” que está llamada a hacerlo presente en el mundo ya continuar, en nombre del mismo Dios, el proceso de la creación. Y también desde el principio, ya antes de la misma creación, el Padre “nos eligió con Cristo antes de crear el mundo... destinándonos ya entonces a ser adoptados por hijos suyos por medio de Jesucristo”. (Ef. 1, 4-5).

Hermanos, desde Cristo, desde la persona de Jesús de Nazaret, “Dios con nosotros” (Mt. 1, 23), desde el “estilo” personal como vive Jesús su ser-hombre entre los hombres, es donde descubrimos, en toda su profundidad, la dignidad intrínseca de la persona humana y todas las potencialidades que está llamada a desarrollar. Es en Jesús donde somos y estamos llamados a descubrir lo que significa la auténtica humanización, lo que significa “encarnarse” y compartir la vida con nuestros hermanos. Es en EI donde estamos llamados a contemplar todo el amor que Dios profesa al hombre:

“Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que tenga vida eterna... Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por El”. (Jn 3, 16-17).

Hay quienes piensan que humanizarse es sinónimo de pérdida de la propia dignidad; casi como si se hablar de cierto olvido de Dios, de su presencia en nuestra vida. Para quienes tuvieran alguna duda sobre el modo en que entende­mos la humanización y los contenidos que encierra el humanizarse, a la luz y ejemplos de la Persona y de la vida de Jesús de Nazaret, pueden ahora ver con claridad qué significa y cómo es el mismo Dios quien, desde Jesús, nos está invitando a sentirnos rehabilitados y salvados en nuestra propia humanidad…a descubrir que nuestra vocación de Hospitalarios es una llamada de Dios para rehabilitar y enunciar al hombre que su vida humana tiene sentido, que su persona ha sido colocada por el mismo Dios en el centro de la historia del mundo, de la historia de la Salvación.

 

b)  Colaboradores de Dios en el proceso de humanización

 

 

Desde estas sencillas consideraciones, podernos ver que nuestra vocación de Hermanos de San Juan de Dios nos constituye en colaboradores de Dios en el proceso de humanización.

Podemos afirmar que ésta es la vocación que recibe no sólo todo religioso, sino todo creyente, todo hombre. Por eso, vamos a fijarnos en lo que Dios nos pide a nosotros en particular y cuáles son los medios que tenemos a nuestro alcance para realizar la misión que nos ha encomendado la Iglesia en Nombre del mismo Dios.

 

b. 1) Los destinatarios de nuestra misión

 

La parcela humana sobre la cual nos invita Dios a centrar nuestra vida, está formada por quienes viven en sí mismos la experiencia dolorosa de la enferme­dad, la soledad, la pobreza, el desamor. Es a estas personas a las que Dios nos encomienda. Y nos invita a vivir con ellas, a servirlas, a recibirlas en nosotros, dentro de nuestra propia existencia, para rehabilitarlas y ayudarles a conseguir su liberación y su salvación.

Para vivir desde esta actitud de entrega y servicio a personas que carecen de bienes de salud, física o mental, de medios de vida dignos del hombre; para vivir nuestro servicio no como simple altruismo sino como apóstoles, contamos con el ejemplo de Jesús de Nazaret y, más cercano a nosotros, con el ejemplo de nuestro Fundador, en cuya vida descubrimos un modo concreto de colaborar en el proceso de salvación del hombre, de su redención y rehabilitación.

Ciertamente, hoy no podemos expresar nuestra misión del mismo modo que lo hizo Jesús, ni como lo hizo Juan de Dios. El mundo y el hombre han evolucio­nado. Pero estamos llamados a “vivir desde las mismas actitudes de Cristo” (Fil. 2, 5) y las actitudes de nuestro Santo Fundador. Sin pretender más que colabo­rar sencillamente en el redescubrimiento de las actitudes fundamentales de nues­tra vida de Hermanos de San Juan de Dios, os ofrezco lo que yo entiendo que constituyen como las líneas de fuerza de nuestra vida.

 

1.               CENTRALIDAD DE DIOS EN NUESTRA VIDA

 

Es la actitud fundamental de Jesús: El se sabe y se siente uno con el Padre, se sabe y se siente amado profundamente por El.

Desde esta experiencia de unidad con Dios y de la presencia del Amor del Padre en su vida, es como Jesús realiza su misión y como se siente apoyado interiormente en todos los momentos de su vida mortal.

Es también la actitud fundamental de nuestro Padre, a partir de su conver­sión. Juan de Dios descubre que Dios le ama. Y tiene experiencia especial del Amor de Dios como Misericordia para con él.

Desde esta experiencia, Juan de Dios puede vivir la actitud de misericordia y caridad con todos los hombres, puede identificarse con ellos, consigue rehabilita­rlos y comunicarles amor.

La manifestación de Dios como Amor Misericordioso, con el cual nos comu­nica la presencia de Jesús, constituye la base de nuestra espiritualidad como Hermanos de San Juan de Dios. Cuando llegamos a hacer experiencia en nosotros este Amor Misericordioso de Dios, nos sentimos rehabilitados en nuestra propia vida y nos sabemos y aceptamos salvados por Dios. Esta salvación se va desarro­llando en mí a lo largo de toda mi existencia en la medida que la acepto cada día.

Esta experiencia de que Dios nos ama y nos comunica su misma capacidad de amar misericordiosamente a nuestros hermanos, potencia en nosotros los valores positivos de nuestra personalidad y nos ayuda a valorarnos y a aceptar­nos, incluso a aceptar nuestras debilidades.

 

 

2.     EXPERIENCIA CONCRETA DE LA PRESENCIA DE CRISTO

 

El modo concreto que nosotros estamos llamados a manifestar a Cristo es en su actitud de servicio a los necesitados, en su amor que cura, libera, hace el bien a todos (Act. 10, 38)... gestos mediante los cuales El hacía presente, transparen­taba, el Amor Misericordioso del Padre hacia los pobres, los enfermos, los ham­brientos, los pecadores.

Esto quiere decir que Jesús nos cualifica para poder vivir a su estilo. Y El, que está presente en todos los hombres, nos cualifica a través de su presencia en nosotros como Amor Misericordioso.

Y así como Jesús, con su vida y sus obras, fue Salvación para el hombre, se hace Salvación en nosotros y nos envía a que seamos salvación, testigos de esa misma salvación, que recibimos. Y nos pide que seamos testigos como El: aman­do al hombre, viendo en el hombre la presencia del mismo Jesús, recordándonos que “cuanto hicisteis a un hermano mío de esos humildes, lo hicisteis conmigo”. (Mt. 25, 40).

 

3.      A QUE NOS ESTIMULA ESTA REALIDAD

 

Lo primero que viene en mente al considerar esta necesidad de centrar nuestra vida en Dios y a descubrirlo en nosotros presente en Cristo como Amor Misericordioso, es a pensar, una vez más, en la importancia que tiene nuestra vida para Dios y en la confianza que ha depositado en nosotros. Me llama la atención especialmente esta actitud de confianza que Dios tiene en el hombre. El sabe y conoce nuestra pobreza, nuestra debilidad, pero se fía totalmente de nosotros.

Esta confianza de Dios en nosotros me estimula a invitaros a profundizar en los motivos que tenemos para amar nuestra vida, nuestra vocación; me urge a tomarme en serio lo que yo significo como persona y a tomar en serio, a valorar, lo que significa la persona de cada uno de mis hermanos los hombres, en particu­lar la persona de los Hermanos de mi Comunidad.

Este modo de actuar Dios, me está invitando a descubrir que cuando El me ha elegido para ser Hermano de San Juan de Dios, para seguir a Jesús al estilo de nuestro Fundador y nos ha reunido en Comunidad, me está pidiendo que me haga sensible a la riqueza de la vida de mis Hermanos y a compartir con ellos las riquezas de mi propia vida.

 

4.            IMPORTANCIA DE LA COMUNIDAD

 

La llamada de Dios la hemos recibido a través de la Comunidad, de la Orden, y realizamos nuestra misión apoyados y urgidos por la misma Comunidad. No hemos recibido un encargo individual; no hemos sido llamados para actuar aisladamente; hemos sido llamados para compartir nuestra vida en un grupo de­ personas que tienen su vida centrada en Dios, que viven su Amor y se dedican a servir a los hermanos necesitados en nombre del mismo Dios.

Estos pensamientos me traen a la mente estas palabras de nuestro Capítulo General Extraordinario:

“Somos comunidades fraternas de fe, amor y oración, abiertas al hombre que sufre, sirviéndole con simplicidad evangélica, de acuerdo con el don recibido, testimoniando así la presencia salvadora de Cristo y de la Iglesia” (DCGE. III, 1).

“El Hermano de San Juan de Dios, inmersos en Cristo, vive con sus Herma­nos los valores cristianos y socioculturales” (DCGE III, 2).

En estas palabras podemos encontrar los ejes en los que podemos apoyar nuestra vida. Podemos descubrir que sólo cuando en nuestras comunidades se vive la fraternidad, que se hace confesión de fe, comunicación de amor en la vida normal, podemos decir que somos Hermanos de San Juan de Dios. Y para vivir de esta manera, necesitamos descubrirnos, valorarnos, y aceptarnos en nuestra dignidad de personas. Para “poder abrirnos al hombre que sufre y servirle con simplicidad evangélica”, necesitamos cultivar nuestra vida, desarrollarla, crecer como hombres y como religiosos. Porque es imposible ofrecer un servicio de amor que ayude a vivir, que rehabilite, si nosotros no tenemos y vivimos una experiencia de amor. Amor que necesitamos experimentar como hombres y que debemos encontrar en nuestras comunidades, en la persona de nuestros Herma­nos.

Para poder llegar a esto, necesitamos conseguir un equilibrio personal, una madurez, que nos llevará a realizar los objetivos que el Capítulo General nos ha señalado para este trienio en el sector “estilo de Vida”. Objetivos que nos están hablando de personas que son capaces de vivir responsablemente, de ser autóno­mas, de colaborar al crecimiento de los miembros del grupo. Un crecimiento armónico e integral, que nos ayude a sentirnos felices y realizados como hom­bres, a sentirnos “centrados” en nuestra vida, porque sólo si llegamos a vivir felices y centrados nuestra vocación podremos realizar nuestra misión con gozo y comunicaremos esperanza, deseo de vivir. Necesitamos, además y al mismo tiempo, potenciar nuestra vida de Fe y confesarla en nuestros momentos de oración, tratando de que éstos no estén separados del resto de nuestra vida, sino que nuestra vida nos invite a orar y la oración se haga presente en cualquier momento de nuestra vida.

Nos ayudará a conseguir un ambiente comunitario en el que las personas se sientan realizadas, identificadas como religiosos y hospitalarios, el empeñarnos en superar el influjo del materialismo, los modos de vivir que tienden a los más cómodos, lo que no compromete... Nos ayudará mucho el ir viviendo desde las verdaderas actitudes de pobreza evangélica, que nos invita a la sencillez —no sólo en el uso de las cosas, sino principalmente a la sencillez interior, personal, a la disponibilidad, a la apertura a los demás, a no cerrarnos en nosotros mismos, a renunciar a cualquier tipo de seguridad, de privilegio, a toda forma de poder y dominio sobre las personas... pues todos estos modos de vivir son contrarios al espíritu de caridad que hemos sido llamados a vivir, precisamente a través del servicio.

Es una actitud, la del servicio, que en estos momentos deberíamos de poten­ciar especialmente en nosotros. Es un valor importantísimo en la vida de toda persona, pero lo es mucho más en la vida de quienes hemos sido llamados, justamente, a servir, para salvar a nuestros hermanos, como Jesús (Ct. Mt. 20, 28). Si todos nos comprometemos en vivir y actuar como verdaderos servidores, siervos de nuestros Hermanos, las comunidades llegarán a ser realmente ámbitos en los que podremos recuperarnos del desgaste que se sigue a nuestro trabajo y nos sentiremos renovados a la hora de volver a expresar nuestro servicio a los necesitados y a compartirlo con los laicos que trabajan unto a nosotros.

 

5.      LA COMUNIDAD COMO ESTIMULO Y APOVO

Si llegamos a vivir de esta manera nuestras relaciones interpersonales, nuestra Comunidad será para cada uno de los miembros ámbito de estímulo y apoyo:

 

a) Estímulo y apoyo personal

 

Todos nos encontramos, en momentos distintos de nuestra vida, ante situa­ciones íntimas o ambientales que no es posible superar desde uno mismo. Todos experimentamos que hay temporadas en las que parece que nuestra vida no tiene sentido, que Dios como que se ha ocultado, que está lejos... que ser religioso cuesta, es exigente. Si nuestra Comunidad vive desde los valores evangélicos de pobreza y fraternidad asentados en unos valores humanos sólidos, en estos mo­mentos vamos a encontrar, en el testimonio callado de los Hermanos a veces y en la proximidad de quienes viven con nosotros a un nivel de mayor confianza, el estímulo para no desalentarnos ante las dificultades y el apoyo que necesitamos para ir superándolas poco a poco. Vamos a encontrar, especialmente, que nues­tros Hermanos nos quieren y nos lo demuestran, ayudándonos así a superar los momentos normales en la vida de todo hombre, en los que nos sentimos más necesitados de afecto.

Si nuestra comunidad vive los valores evangélicos de pobreza y fraternidad, los miembros de ella no vamos a tener miedo cuando sintamos necesidad de afecto, ni nos vamos a cerrar en nosotros mismos, porque sabremos aceptarnos en nuestras necesidades normales (¡pobres de nosotros si llegamos a pensar que por ser religiosos ya no vamos a sentir las mismas necesidades que siente cual­quier personal!) y no nos avergonzaremos de manifestarnos pobres, débiles... Si somos maduros como hombres y hombres consagrados a Dios, vamos a sentirnos capaces de responder positivamente a esas necesidades de nuestros Hermanos sin represiones ni compensaciones.

 

b) Estímulo y apoyo en el apostolado

 

Si llegamos a vivir en nuestras comunidades las actitudes de servicio, de apertura y de acogida mutua, esto mismo nos va a ayudar y a apoyar en el momento de nuestro trabajo normal. Y nos encontraremos liberados a la hora de servir al enfermo, capaces de ofrecerle comprensión, acogida, compañía.

Si en nuestras comunidades se vive la actitud de servicio, iremos consiguien­do poco a poco descubrir que nuestro Hermano no nos hace la competencia, no nos desplaza, no nos infravalora Sentiremos la satisfacción de experimentarnos valorados y aceptados desde nosotros mismos y valoraremos y aceptaremos a los Hermanos desde ellos. Si llegamos a tener esta experiencia, nos resultará muy normal, a la hora de compartir el trabajo, la misión, con cualquier otra persona, no religioso, descubrir en ella un compañero, un amigo... una persona digna de ser valorada y aceptada desde ella. Veremos en nuestros colaboradores hombres dignos y necesitados, como nosotros, de ser valorados, aceptados, tratados desde ellos mismos, desde su dignidad de personas. Y no los trataremos desde el rol que desempeñan, ni nos sentiremos desplazados por ellos, ni en competencia con ellos.

Si en nuestras comunidades se viven las actitudes evangélicas de pobreza y fraternidad, en los momentos difíciles por los que a veces pasamos debido a la complicación de las estructuras en las que desempeñamos nuestra misión, sere­mos los unos apoyo para los otros. Sobre todo, existirá capacidad de discerni­miento, de autocrítica...

Cuando los miembros de nuestras comunidades se sienten maduros como personas y como religiosos, son capaces de sentarse a dialogar, a analizar en común las circunstancias y las dificultades normales que comporta la vida...Y se ayudarán mutuamente a revisar las actitudes personales, a progresar en común las actividades apostólicas, a ver cuál es la voluntad de Dios en cada momento y qué es lo que El nos invita a realizar en el ambiente en que vivimos.

Cuando las comunidades viven desde la actitud evangélica de pobreza, descu­bren que el religioso, que ha decidido imitar a Jesús, no tiene lugar fijo, que está llamado a caminar siempre anunciando la trascendencia de Dios y la propia trascendencia... y no se cerrarán en obras apostólicas que ya no son signo del Reino, o no lo son con la fuerza que están exigiendo las circunstancias... Y unos miembros apoyarán a los otros para abrirse hacia nuevas formas de manifestar nuestro apostolado hoy, a estar siempre en actitud de escucha y de discernimiento de los signos de los tiempos.

Estos son los puntos fuertes que estamos llamados a vivir y desarrollar desde una visión auténtica de la humanización de nuestra vida personal y comunitaria como Hermanos de San Juan de Dios. Estos valores son los que nos van a ayudar a ser verdaderos testigos de humanización en la asistencia a los necesitados, defendiendo y promoviendo sus derechos humanos; estos mismos valores de nuestra humanización nos van a ayudar a vivir unas relaciones humanas profun­das, auténticas, con nuestros colaboradores laicos y a promover también para ellos y ser defensores de sus derechos como personas, no limitándonos a conside­rarlos como simples trabajadores, sino como lo que son; nuestros compañeros, también comprometidos en el servicio humano y humanizante de los enfermos y necesitados. Si llegamos a ver así y acogemos desde estas actitudes a nuestros colaboradores, seremos testigos de lo que significamos cuando hablamos de humanización y nos sentiremos felices al ofrecerles la posibilidad de desarrollar sus cualidades; lo seremos, particularmente, porque en ellos hemos descubierto una persona, un hombre, en quien también esté presente Dios y espera que le amemos.


 

 

 

 

 

 

 

III            PARTE.— HACIA LA ALIANZA CON EL ENFERMO


 

CAPITULO I.— EL HOSPITAL HUMANIZADO

CARACTERISTICAS DE UN HOSPITAL HUMANIZADO

 

 

Este documento no quiere ser un análisis metodológico y técnico aplicativo sobre la humanización del Hospital como estructura sanitaria; esto, aunque apa­sionante, exige mucho espacio, por tanto después de haber intentado un análisis de nuestras actitudes humanas y espirituales en relación a nuestro ser hoy Her­manos de San Juan de Dios, en estas últimas páginas deseo hacerme y haceros una exhortación que nos oriente hacia el Hospital humanizado.

Humanizar el Hospital no consiste simplemente en pintar las paredes, es más bien entrar a fondo en las mismas paredes, en las estructuras del Centro. Dejando la metáfora, la humanización del Hospital no consiste en hacer algo más, en una añadidura. La humanización es una acción que expresa que las relaciones, la comunicación, la autoridad, la vida afectiva, los sentimientos, todo cuanto se vive en el Hospital, está orientado al enfermo, a su bienestar: el enfermo es el centro del Hospital humanizado, al fin el enfermo puede recibir respuestas no solo científicas y técnicas, sino también humanas

Un Hospital regido por religiosos que no es capaz de ofrecer todas estas respuestas, con sumo respeto a la libertad, a la verdad, al amor no tiene sentido, no tiene derecho a continuar existiendo.

El Hospital humanizado es un Hospital “distinto” que presenta las siguientes características:

El Hospital humanizado es abierto, transparente. Todos pueden frecuentar­lo, todos pueden ver, criticar su eficiencia; pueden ayudarle a ser más exacto en el servicio. Algunos hospitales de nuestra Orden ya se han orientado en este sentido. Un Hospital abierto, ciertamente, comporta dificultades, al menos al principio, en un Hospital de este tipo no es posible continuar ciertos juegos, enmascarar formas de pereza, injusticias, insuficiencia. En un Hospital abierto es imposible continuar afirmando que no se puede seguir atentamente al enfermo porque no se tiene tiempo, es peligroso afirmar que el religioso está muy ocupado.

­El Hospital abierto, se dirige al enfermo, a sus familiares, a los amigos, a los enfermeros, a los médicos, al ambiente, a la zona, a la Iglesia local, no sólo para recibir consenso y ayuda económica, sino, sobre todo, para recibir sugerencias, para conseguir un ambiente de humanidad que ofrezca al religioso la posibilidad de respirar esta humanidad, de contemplar el gozo y el dolor del mundo sin filtros o falsas percepciones. Esto no es posible si el hospital continúa cerrado; entonces aparece como ámbito de dolor de resignación, de puro y simple infier­no en la tierra.

El Hospital abierto permite descubrir el sentido humano que existe en él; facilita al religioso vivir centrado y orientado.

No es fácil abrir el Hospital cuando los corazones están cerrados, cuando se vive al familiar del enfermo como enemigo, como alguien que molesta; no es fácil abrirse porque se corre el peligro de descubrir que el laico a veces, es más rico que nosotros en humanidad, en amor, en entrega. Cierto que el familiar, el padre, tiene pocas personas de quien preocuparse, a quien ofrecer su amor; pero tam­bién es cierto que, padres, madres, parientes, amigos, tienen mucho que enseñar­nos sobre el modo de tratar a los enfermos.

El Hospital abierto exige coraje en el religioso, que sea capaz de acercarse a la realidad que vive el enfermo: antes de llegar al Hospital y en el mismo Hospi­tal. El Hospital humanizado exige al religioso amplitud mental y emotiva, capaci­dad de acercarse al familiar, además de acercarse al enfermo, una capacidad de educarse y renovarse continuamente. El religioso en un Hospital humanizado no puede vivir “alegremente” o cambia, renovándose, o permanece oprimido por la actividad, que no es capaz de orientar más que de modo estereotipado.

En el Hospital humanizado existen distinción de funciones y autoridad; función de autoridad bien precisa, conocida, transparente a todos los niveles (incluidos los religiosos).

En este Hospital la autoridad se concibe como un proceso particularmente importante que garantiza eficacia, satisfacción de las necesidades del enfermo. La Comunidad religiosa, en un Hospital que quiere ser humano, se rige por normas que prevén el modo, la finalidad con la que se coordina la autoridad, la autori­dad de todos, incluso la del enfermo (recordar derechos del enfermo), y no solo la de los trabajadores.

Una vez establecida la autoridad de todos, también la de la Comunidad, se da a conocer. La autoridad, cuando se usa de forma oculta, o cuando no corres­ponde a las exigencias de la función, es amenazante e improductiva. El religioso, cuando está en el Hospital, es el primero que debe respetar las reglas de juego; no aprovecha el hábito para ejercer una autoridad distinta a la establecida. El religio­so que respeta su propia autoridad y la autoridad de los otros, es un ejemplo a todos los trabajadores de que sin respeto de los roles y medios el Hospital no puede funcionar de modo adecuado. La autoridad de un religioso en un Hospital humanizado es la de hacer bien su propio trabajo y de mantener la autonomía, asumiendo el poder que le ha sido confiado.

La confianza en los colaboradores laicos caracteriza al religioso hospitalario humanizante:

él descubre personas en los colaboradores que, a su vez pueden ser agentes de humanización; por tanto les apoya y no les vive como opositores, como contrarios. El religioso en un Hospital humanizado y humanizante no realiza funciones para las que no está capacitado, no es obstáculo para que el laico asuma funciones de autoridad.

Cuando las funciones son claras, es fácil superar los momentos de duda, de intromisión. Cuando el nivel de autoridad es transparente, adecuado a las necesi­dades, se convierte en un medio estupendo (nunca en fin) para conseguir que cuantos trabajan en el Hospital realicen su función de modo ordenado y conver­gente, en una atmósfera de lucidez, de responsabilidad, de aceptación del poder de todos.

 

EL HOSPITAL HUMANIZAD0 CREE EN EL TRABAJO DE GRUPO

 

Una característica que distingue al hospital humanizado es la del trabajo de grupo. Del prior al enfermo, del médico al administrativo, todos cuantos trabajan en el Hospital se sirven de esta técnica para hacer más rica la actividad, para mantener el nivel de preparación profesional. En el Hospital humanizado no se tiene miedo a las reuniones de grupo, más bien se hace cuanto se puede para favorecer y mejorar el trabajo en equipo.

El grupo no se reúne para eludir responsabilidades, para perder tiempo, sino para intercambiar, enriquecerse, para tomar decisiones acertadas.

En el Hospital humanizado, el prior no tiene miedo de recibir informaciones que contrastan con su punto de vista, no tiene miedo de “quedar mal” si en el grupo emergen orientaciones distintas pero mejores de las que el había propues­to. El prior y la Comunidad de un Hospital humanizado creen en las personas que trabajan con ellos, y hacen cuanto está de su parte para aumentar la confianza, el espíritu de colaboración, el trabajo en común. Puesto que existe el profundo convencimiento de que todos los trabajadores son agentes de humanización, el religioso no piensa que tiene el monopolio de la misma, sino que favorece al máximo las iniciativas que se orientan y potencian el fin terapéutico del Hospi­tal, que ofrecen a cuantos trabajan en él un ambiente adecuado para reunirse, salas de descanso, de lectura, donde encontrarse.

 

EN EL HOSPITAL HUMANIZADO EXISTE FORMACION PERMANENTE

 

Formación permanente que se orienta a todos cuantos trabajan en el Hospi­tal, de manera especial a los religiosos. “No se puede entrar en los tiempos nuevos sin formación permanente”. Es imposible crear un Hospital humanizado si la formación permanente no se garantiza a cuantos trabajan en él, no les ofrece un punto de referencia al que dirigirse, para permanecer no sólo actualizados, sino dispuestos, siempre dispuestos al encuentro con el enfermo, con los compañeros, con los hermanos. El empobrecimiento que comporta la estructura hospi­talaria de altísimo: según expertos si no existe formación permanente, el enveje­cimiento técnico y humano afecta al noventa por ciento de cuantos trabajan en el Hospital, en el plazo de cinco años. No es mi intención profundizar aquí ni ofrecer siquiera modelos de formación permanente, que existen en los distintos países. Cada Hospital debe aprovechar aquellos que existen, tratando de mante­nerse en coordinación con las obras de la Orden que ya están actuando positi­vamente la formación permanente.

Lo que sí debo recordar tanto a los jóvenes como a los mayores, es que todos nos encontramos en constante devenir, todos, teniendo en cuenta los ritmos y el tiempo personal, podemos hacer algo para retrasar nuestro enve­jecimiento humano, profesional y religioso. Para nosotros, que estamos llamados a vivir junto al enfermo, al necesitado, es importantísimo no caer en rutina, necesitamos permanecer frescos incluso a los noventa años. Si no nos preocupa­mos de estar atentos y solícitos, faltamos a nuestro deber.

Hoy la ciencia y la técnica nos pueden ayudar incluso a aprender a aprender, a evitar la esclerosis cultural y relacional.

La formación permanente al principio nos resultará difícil, pero con el tiempo nos ayudará a ser más humanos, más atentos, más cristianos.

 

EL HOSPITAL HUMANIZADO ES UN HOGAR

 

Es una comunidad que afronta con seriedad el dolor, que no teme la derro­ta, que vive y comunica esperanza. Es un lugar que se convierte en quicio sobre el que gira la vida profesional, afectiva, intelectual de los trabajadores, de los enfermos, de sus parientes. El Hospital humanizado es la “domus” en la que el hombre se encuentra como en su casa, es decir, aceptado tal y como es, compren­dido, y ayudado en sus necesidades fundamentales.

En el antiguo prefacio de San Juan de Dios se decía que en nuestra Orden los enfermos no deben encontrar sólo una casa (domum), sino un hospicium pietatis, una casa de amor misericordioso. Si en nuestro Hospital el enfermo encuentra sólo una casa, es decir un techo, alimento, terapia, pero no encuentra amor misericordioso, continúa siendo un extraño, un desconocido por el amor humano, por la fraternidad y e mensaje cristiano.

Cuando algunos religiosos dicen que ya no hay nada que hacer en los hospi­tales llamados modernos, respondo: el día que hayáis garantizado a los enfermos no sólo una casa sino un hospicium pietatis, dejad el Hospital. Id a otros sitios a evangelizar. Pero estoy seguro que no es suficiente nuestra vida, la que el Señor quiera concedernos, para transformar nuestras obras en hospicium pietatis. No será suficiente nuestra vida ni la de nuestros Hermanos de las futuras generacio­nes. “Ospes eram, et collegistis me”, “era forastero y me recibisteis”.

Pero si nos limitamos a ofrecer sólo técnica, sólo casa, y no ofrecemos amor misericordioso, no habremos acogido al hombre que se encuentra enfermo, en necesidad, en peligro, a Cristo, para ofrecerle pan, curación y salvación.

Un libro francés sobre el Hospital dice: “el objetivo primario del Hospital es el de ofrecer bienestar a los enfermos pero no sólo esto... tiene también la misión de ofrecer a cuantos trabajan en él la posibilidad de realizarse... las personas no sólo son productoras de bienes o de servicio, sino que necesitan realizarse a sí mismas. La ausencia de cierta unidad, solidaridad, no afecta únicamente al fin del Hospital: implica el deterioro del ambiente profesional”.

Queridos Hermanos, ¿cómo podremos garantizar al enfermo un hospicium pietatis si no nos unimos, si no apoyamos, si no acogemos al otro prójimo de nuestro Hospital que es nuestro colaborador? ¿Cómo podremos garantizar bien­estar (biológico, psicológico, social, espiritual) si no nos amamos entre nosotros y no amamos a nuestros colaboradores? ¿Cómo podremos mantener elevado el nivel terapéutico y humano del Hospital si nos encontramos luchando continua­mente con el personal, si lo oprimimos o si lo ignoramos en sus necesidades de realización, de desarrollo? Tenemos necesidad de su colaboración, de su humani­dad. ¿Y quién, si no el religioso, debe ocuparse de ofrecer a los colaboradores la asistencia, la ayuda para que ayuden mejor a los enfermos?

El colaborador no es sólo un profesional, es una persona con su humanidad y su espiritualidad y con frecuencia puede superarnos tanto en humanidad como en espiritualidad. Y nosotros en lugar de utilizar tales medios para enriquecernos rechazamos el encuentro: a veces aislamos precisamente a las personas más vali­das por miedo a aceptar nuestra incapacidad. La persona madura es capaz de admitir sus propias incapacidades y sólo quien es fuerte admite la propia debili­dad.

Es necesario recordar que estamos obligados a ofrecer estructuras y personas (colaboradores) eficaces, eficientes, humanizantes. ¿Cuánto tiempo dedicamos a la asistencia de nuestros colaboradores para que renueven su formación, para que vivan en condiciones de “salud” su actividad? También el colaborador es nues­tro prójimo: por eso debemos ofrecerle atenciones, acogida, estimulo, ejemplo, amor y apoyo. Debemos mirarlo como a nuestro hermano que colabora en la obra de reintegración del hombre. No es necesario que el laico sea creyente o se declare tal. Es suficiente que respete nuestra misión y se una con todas sus energías para garantizar el derecho a la salud y el respeto al enfermo. Si nosotros estamos atentos para con él y para con el enfermo, si nuestro estilo de vida es realmente cristiano, el colaborador seguro que adopta comportamientos cada vez más cercanos a nuestra ética. Nuestra misión es unirnos con cuantos colaboran con nosotros, aunque no faltan recelos y hostilidades. ¿Quizá el cristiano ha elegido carecer de dolor, de incomprensión? ¿Acaso ha olvidado que su misión comporta dolor, incomodidades, contradicciones?

Es imposible humanizar el Hospital si a nuestra humanización y conversión personal no se suma la búsqueda de una relación adulta, cordial, con nuestros colaboradores. Si el colaborador es considerado como intruso o como extraño, debemos salirle al encuentro para acogerle y orientarle hacia el centro de nuestro actuar diario: la salud de los enfermos. Porque no debemos olvidar que para garantizar bienestar al enfermo es necesario que los trabajadores posean bienestar cultural, humano, ambiental.

Cuantas veces en mis encuentros con los Hermanos he oído hablar de proble­mas, de conflictos con éste o aquél trabajador laico. ¡Pero qué pocas he oído hablar del enfermo y de la necesidad de hacer siempre más por él! Nuestra primera obligación es ser para el enfermo. Es personalizar todos los aconteci­mientos significativos. Es escribir en nuestro corazón, antes que sobre el papel, los derechos fundamentales del enfermo. El acto de comprensión, de persona­lización de relaciones paciente—trabajador, además de terapéutico es humano. En nuestras comunidades, en nuestros hospitales, hemos profundizado poco en las necesidades del enfermo.

 

 

 

LA HUMANIZACION DEL HOSPITAL: ¿ACTO DE JUSTICIA O DE CARIDAD?

 

Jesús nos presenta al Samaritano como ejemplo de amor hacia el prójimo. El Samaritano actúa humanamente y responde a un compromiso filantrópico, pero no se queda en esto solo. El Samaritano, siguiendo un cierto espíritu, actúa gratuitamente no obligado por la ley. Los grandes santos, comprometidos en obras sociales, no han esperado a que la ley sancionara y reconociera los dere­chos de la persona, sino que movidos por la caridad, impulsados por el corazón, se han regido apoyándose en profundos principios espirituales, morales y cristia­nos (principios que la humanidad necesitará siempre para no retornar a la jun­gla), precediendo con su actuación a la legislación social y política. San Juan de Dios, con su amor misericordioso, no sólo ha colmado grandes vacíos a nivel de asistencia, dejados de lado por países comprometidos más que nada en hacerse la guerra, sino que ha impulsado a países y pueblos a que se ocupen y atiendan al hombre en su enfermedad y pobreza.

La caridad precede y orienta a la justicia; supera las normas, exige una actitud interior, no se conforma con simples actos externos, es gratuita, no odia a los privilegiados sino actúa con amor hacia los desheredados.

El Samaritano actúa con amor hacia el hombre que descendía de Jerusalén, ignorado por los otros, de modo desinteresado. El amor ni se compra ni se vende: es un valor incorruptible.

Los estados se afanan actualmente para garantizar la salud del hombre. Más, a pesar de los grandes adelantos científicos, técnicos, económicos y organizativos en todas partes se lamentan de que la finalidad de los Centros Sanitarios en lugar de centrarse en la persona, se orienta a lo periférico: a la parte física, biológica del hombre. Hoy la antigua pietas, la relación de amistad entre el huésped y al persona acogida, está en crisis y se recuerda nostálgicamente en todas partes. Es paradójico, pero cierto, que mientras se atiende mejor la enfermedad, se atiende menos a la persona. Y no sólo esto, la sociedad actual es fuente de nuevas enfermedades, formas nuevas de dependencia humana (droga, cosas, medicina, etc.).

Somos testigos de un hecho que llama la atención: mientras las conquistas técnicas se suceden siglo tras siglo, la ciencia y el poder se desarrollan, adverti­mos que el comportamiento humano no sigue una línea ascendente. Podría parecer normal que las conquistas morales espirituales realizadas por el hombre que nos ha precedido, fueran heredadas y aceptadas por las generaciones actua­les; sin embargo el comportamiento humano no es cuestión de simple herencia sino que se apoya en su libertad y en el modo de actuar su voluntad. La verdad, la libertad, el amor, la capacidad de obrar bien no se heredan: son siempre una conquista.

Sabemos que la realidad dista mucho del ideal y que el amor no tiene fin; de ahí que no podamos pretender superar el mandamiento del amor, pero debemos orientar siempre nuestra vida en su dirección.

Cuando hablamos de humanización no podemos entender que a nuestra hospitalidad debemos sumar el amor, la humanidad; debemos recordar que nues­tra hospitalidad comprende y abarca cuanto implica nuestra misión y, por tanto no sólo se orienta a quien esté sufriendo, sino a quien vive cualquier necesidad. Es decir, la humanización es inseparable del carisma de a hospitalidad y, por tanto está comprendida en aquello que distingue nuestros Hospitales, llamados a ser no sólo una clínica, a ofrecer techo y alimento, sino un lugar cálido donde las necesidades morales espirituales, sobrenaturales, psicológicas, sociales y físicas reciben una respuesta cargada de afecto.

Humanizar el Hospital es hacerlo más “hospitalario”, acercarle más al espíri­tu de nuestro Fundador; es una realidad que afecta a nuestro ser y a nuestras obras; no es algo añadido. Si nuestros centros no ofrecen la ciencia y técnica adecuadas, además de lesionar el derecho de la persona, somos injustos. Si en el Hospital falta la “hospitalidad”, si no existe “humanitas” pecamos contra la justicia y la caridad.

Es decir, si en nuestras obras, en las que la asistencia corporal y técnica está garantizada económicamente por la sociedad, nos limitamos a vigilar al enfermo (función de cárcel) o a prestarle una asistencia eficiente (función de empresa), no vivimos de acuerdo con nuestra misión, que comporta ofrecer al enfermo un tratamiento competente y completo (acto de justicia) y, trascendiendo nos exige solidarizarnos con el hombre que sufre. A ejemplo de San Juan de estamos llamados a respetar, comprender, entregarnos al hombre; en síntesis, a vivir el amor con autenticidad. Si no lo hacemos pecamos contra la justicia contra la caridad. Hoy estamos llamados a comprometernos en la defensa de los derechos del hombre, superando el concepto de que lo importante es mantener las obras; éstas tienen sentido cuando realmente sirven al hombre y tienen en cuenta sus derechos. Más importante que ofrecer cobijo y alimento a los enfer­mos y necesitados, es vivir en actitud de entrega personal.

A la pregunta: “la humanización, ¿acto de justicia o de caridad? “, la res­puesta inmediata es hoy por hoy lo uno y lo otro.

Es un acto de justicia porque, como cualquier ciudadano, estamos obligados a respetar los derechos de la persona; es un acto de caridad porque, superando lo que está legislado, ofrecemos un servicio humano al hombre. La caridad, esté llamada a completar las leyes, a realizar lo que el derecho humano y social, no ha llegado a ofrecer al hombre que se encuentra en necesidad, y a ser la pauta que indique y favorezca la legislación social. De esta forma, la caridad aparece como un instrumento que potencia la justicia; es mucho más eficaz que cualquier reforma o revolución social. El mandamiento de amor a Dios y al prójimo, sensibiliza y orienta a la justicia.

San Juan de Dios fue capaz de asimilar el mensaje de San Pablo sobre el amor y descubrir que cumplir la ley no es suficiente para el cristiano; principal­mente de vivir en la práctica que la caridad no puede aceptar la injusticia. El, con su amor, se adelantó a las leyes sociales. La revolución que estamos llamados a realizar, desde nuestra condición de seguidores de Cristo, es la revolución del amor. Nuestra opción por los pobres, los marginados, los que sufren debemos interpretarla a la luz del Evangelio, “sin dejarnos llevar por el radicalismo socio­político que, antes o después, se muestra ineficaz, produce efectos contrarios a los deseados y genera nuevas formas de injusticia” (Juan Pablo II).

Queridos Hermanos, ¡cuánta injusticia advertimos en el tercer mundo, en América Latina! Somos testigos de la opresión que el hombre ejerce contra el hombre, perpetrada siglo tras siglo. Ante esto nos parece que en nuestras obras hacemos poco, que nuestro apostolado es limitado, y sentimos la urgente necesi­dad de cambiar, de actuar directamente y con fuerza, por no decir con violencia. En ocasiones, sentimos la tentación de ponernos junto al pobre para luchar contra el rico, contra la injusticia. En el fondo, hay una actitud negativa que debemos mantener; pero sin olvidar que, cuando nos consagramos a Dios en el servicio al hombre, escogimos luchar contra el mal desde el bien; ser testigos y comunicar a nuestros enfermos, a cuántos se acercan a nosotros, de que la persona es sagrada, que en sí misma es un valor; que el hombre está llamado a la libertad, la verdad, el amor. Si somos capaces de ofrecer a quienes sufren a causa de la injusticia el sentido de su dignidad, de sus derechos humanos, del valor sagrado de su persona, estamos contribuyendo a que el pobre, el oprimido, llegue a ser consciente de su valor personal, a que no acepte ningún tipo de opresión, y con el correr del tiempo el mismo será protagonista de su propia liberación.

Porque no existe auténtica liberación personal, cuando se delega en manos ajenas la consecución de la misma. Somos auténticos revolucionarios cuando, con amor y por amor, presentamos ante el hombre que llega a nuestros Centros el valor sagrado de la persona. Jesús no organizó revoluciones armadas contra la esclavi­tud; pero, en su aparente inactividad, los cristianos dieron el golpe más violento de la historia del hombre contra la misma esclavitud.

Nuestra misión en los países donde el hombre sufre la injusticia, es contribuir desde nuestra acción caritativa a que el proceso de liberación, de justicia, no se retrase sino a anticiparla, precederla, estimularla. Cuando un hombre pobre y débil experimenta qué significa ser tratado como persona, en adelante exigirá que se le trate como persona.

A veces, ante situaciones de necesidad, originadas principalmente por la injusticia, sentimos que lo más urgente es solucionar los problemas de los pobres, satisfacer sus necesidades. Ciertamente debemos de ofrecer respuestas concretas. Pero sin olvidar que, bajo apariencia de caridad, a veces contribuimos a que la injusticia continúe. Podemos incidir, además en formas larvadas de sadismo, si pensamos que los otros son tan débiles tan pequeños, que no pueden llegar a defenderse por si mismos, esclavizándolos de esta manera a la “potencia” de nuestra bondad. Cuando no ayudamos a que la persona asuma su propia dignidad y capacidad de superación, la hacemos esclava de nuestra falsa caridad. En situa­ciones de injusticia, nuestra misión es colaborar activamente a que la persona descubra su dignidad, no como una limosna, sino como derecho y obligación de ser y vivir personalmente como persona, con capacidad de mirar a cada hombre si sentirse inferior a él. Tenemos que ser profetas y, si es necesario, mártires como nuestro Santo, pero nuestro testimonio no se apoya en las armas. Nuestra vida tiene que ser signo, un indicador en esos países, y no sólo en ellos, del sentido que hay que dar a la existencia humana.

Este es el programa de vida inspirado en San Juan de Dios: no luchó contra los poderosos, no eliminó a los injustos de su tiempo, no se apoyó en el odio, sino que realizó la salvación física y moral del oprimido, recordando y obligando a los poderosos a reconocer como sagrado el derecho a la salud, debido como justicia a cualquier hombre, pobre o rico.

¡Ojalá que cuantos pobres y enfermos son acogidos por nuestros Hermanos, al contemplar nuestra actitud, al ser testigos de que nuestro amor al hombre y a su dignidad ha transfigurado nuestra existencia y transfigura nuestras obras! ¡Ojalá puedan pronunciar las palabras de Exequias, salvado de la muerte: “me has curado, me has hecho revivir. La amargura se me volvió paz”. (Isaías, 38, 16-17)! ¡Ojalá puedan pronunciarlas aunque no obtengan la salud del cuerpo, porque el Hermano de San Juan de Dios que le ha servido con su eficiencia y amor, les ha comunicado serenidad y esperanza!


CAPITULO II.

NUEVO ESTILO DE PRESENCIA COMO RELIGIOSOS

 

 

 

En estas últimas páginas deseo compartir mi pensar y sentir sobre el modo expresar hoy nuestro carisma hospitalario.

Me he referido ampliamente acerca de tantas cosas como olvidamos en nuestra relación con el enfermo, con sus familiares, con nuestros colaboradores laicos, para con nosotros mismos.

Son muchas las cosas relacionadas con la persona que la medicina no tiene en consideración. Casi nadie se preocupa de los problemas existenciales, morales y espirituales aunque con frecuencia determinan la misma enfermedad y el sufri­miento físico; tampoco importa que el ambiente hospitalario acentúe el sufri­miento o que esas realidades retrasen el proceso curativo. Puede ocurrir incluso que los problemas vitales del enfermo sean ignorados en nuestros Centros hospi­talarios. Los problemas de la vida del enfermo en el sentido más amplio, pueden no recibir respuesta en la Orden Hospitalaria de San Juan de Dios. Como puede ser marginado todo problema relacionado con la muerte, y a nosotros no nos encuentre abiertos para ofrecer alguna respuesta. (Este problema de la muerte es en sí mismo apasionante y está contribuyendo a realizar un cambio en el Hospi­tal y debería encontrarnos muy dispuestos y comprometidos a afrontarlo).

La sociedad industrializada, al tiempo que responde a algunas de las necesi­dades de la persona, contribuye a crear nuevas formas de marginación. En con­creto, y en éste punto estamos comprometidos como Hermanos de San Juan de Dios, el enfermo, la persona que ha perdido su bienestar, su salud está expuesta a la marginación. Esto porque la comprensión y el amor son valores raros en nuestra sociedad industrializada. Mas para ofrecer comprensión y amor al que sufre, al necesitado, es necesario creer en el amor no tener miedo de amar y ser amado, de ser incomprendidos; es necesario ser creativos. Sin creatividad no se ama, no se puede amar. Es una verdad que debemos repetirnos con fuerza a lo largo de la vida.

No existe verdadera salud, verdadero bienestar, si un enfermo no encuentra un ambiente en el que desarrollar sus relaciones personales, un ambiente que ofrezca actitudes de empatía y de amor. Y es imposible que nosotros, religiosos, ofrezcamos un ambiente de acogida de amor si, por nuestra parte nos sentimos marginados, si nuestra Comunidad se siente marginada, si nuestros colaboradores son marginados, tal vez, por nosotros mismos. Y vivimos como marginados cuan­do ya no creemos en la fuerza de la caridad, cuando ya no creemos en el Evangelio, en el Fundador, en nosotros mismos.

Si nuestros Hospitales no consiguen el fin de ofrecer “humanitas” al enfer­mo no es porque carezcan de medios, sino porque también nosotros hemos perdido nuestro ideal. Es necesario vivir resaltando constantemente nuestros ideales; ideales que no pasan jamás. Es necesario estar abiertos a la historia llenos de humanidad. Es necesario participar en la esperanza y en la desilusión del hombre.

El mundo necesita y necesitará siempre la presencia del religioso, pero del religioso comprometido, que no se asusta, que no se opone a la marcha de la historia, porque viven el compromiso de la libertad que se funda en la fe. La libertad que no ata a una función, sino que capacita para vivir proféticamente la libertad que nos abre a la vida y al hombre con actitud de sorpresa. Dice un sabio que quien no se siente capaz de sorprenderse ante la vida puede decir que está muerto, que está ciego.

Queridos hermanos, ¡qué cierta es esta afirmación!, ¡qué verdad es que nosotros actuamos deshumanamente cuando nos identificamos totalmente con la función que realizamos y vivimos acostumbrados a estar con las personas, con el enfermo, con los colaboradores, a vivir en a Iglesia local! el religioso se deshu­maniza cuando se ata a una función; todos nosotros corremos este riesgo mortal. En lugar de desarrollar una actividad que favorezca relaciones más profundas, más auténticas con el enfermo, con los colaboradores, nos apoyamos en nuestra función para esconder nuestra personalidad, que no es pobre sino que reprimi­mos, que dejamos de lado. Atarse a una función significa convertirse en prisione­ros.

Cuantos religiosos se esfuerzan por defender éste o aquel puesto en lugar de desarrollar su personalidad, de profundizar en la propia existencia, para poder ofrecer al enfermo un servicio humano, atento, de amor. ¡Cuántos religiosos sienten la impresión de que todo termina porque deben abandonar un puesto!, cuando esto sucede se demuestra que no habían descubierto su verdadero pues­to, que es el de estar al servicio del hombre y no al servicio del poder, del deber, de la autoridad.

No nos cansemos de repetirnos que el enfermo, ciertamente, necesita de personas capacitadas, competentes, que le atiendan; pero de nosotros espera, principalmente, una presencia viva, llena de esperanza sobre todo en los casos en los que parece imposible la curación. Quién viene a nuestros Centros y no en­cuentra un ambiente humano, se siente traicionado.

Carece de sentido nuestra misión si al llegar a un servicio del Hospital hablamos de enfermos en términos cuantitativos; cuando decimos que hay tantos enfermos, que el número tal ha sido dado de alta, que ha llegado uno nuevo, que debemos hacer tantos tratamientos. Si descubrimos que nuestra actuación es ésta, debemos de ser valientes para no volver al servicio, porque nos hemos convertido en robots. Ya no somos capaces de compadecernos, no tenemos ya capacidad para alegrarnos, para bromear, para identificarnos con el enfermo. Nos hemos acostumbrado; hemos perdido la parte más rica de nosotros mismos, nuestra personalidad, nuestros sentimientos. Y tal vez creemos que por haber conse­guido esto, hemos logrado un alto grado de madurez personal-profesional: ya todo nos es indiferente, incluso la muerte, somos superiores, y pretendemos qué los enfermos no sean caprichosos no se sobrepasen en sus exigencias, no lleguen a creerse y pretender el ser considerados en sí mismos, diferentes, como únicos. Si llegamos a creer que en el servicio del Hospital todos tienen que ser iguales, sin darnos cuenta, hemos impuesto una dictadura despiadada y sutil, porque el dictador (conocido o desconocido, pequeño o grande) está convencido que todos cuantos tienen necesidades necesitan las mismas cosas; por tanto una vez que las tienen, ¿qué pretenden? ¿qué pretende el enfermo? tiene una cama, tratamien­tos comida ¿de qué se queja? cierto que sufre pero que soporte el dolor... también nosotros tenemos que sufrir con frecuencia. ¡Si supiéramos como contri­buimos al dolor del enfermo cuando nos acostumbramos a él!

Es lógico que los religiosos que viven atados a un puesto y se habitúan al trato con el enfermo se preguntan: “¿tiene aún sentido mantener nuestros Cen­tros? ¿no seria mejor ir a otra parte, a realizar otro tipo de apostolado, donde podamos ser más nosotros mismos? “aparte de que nuestra casa, nuestra obra, somos nosotros mismos, es cierto que no se consigue la santidad sino realizando un cambio en nuestra vida, no sólo cambiando de Nación o de enfermos. Y todos nos damos cuenta que si estamos en el Hospital para “luchar con Dios contra el mal” (Teilhard de Chardin), debemos luchar contra el mal allí donde se encuen­tre, y sea cual sea: físico, psíquico, moral, existencial, espiritual. El verdadero mal está en no luchar para mejorar nosotros mismos, nuestras Comunidades. Si centráramos nuestros esfuerzos en conseguir este cambio, mejorarían la organiza­ción de trabajo, la eficiencia y la eficacia de nuestros Centros.

El religioso es hospitalario cuando está con la persona enferma, cuando la reconoce, la defiende de los peligros que sufre cuando llega al Hospital; cuando le ofrece no sólo alimento, medicinas, cama y techo sino su propio tiempo.

¿Quién es la persona que nos quiere bien? responde un autor: “aquella que nos dedica su tiempo”. Añadimos: Y aquella que nos dedica su tiempo con una actitud cordial, atenta, disponible.

El religioso hospitalario ejercita su hospitalidad también cuando, y esto forma parte de su misión, cuando facilita estructuras y colaboradores capaces de ofrecer lo mejor en humanización, en técnica, en espacios. Pero para promover una asistencia digna es necesario, repito que nosotros vivamos unidos, con Dios, con los Hermanos, cada uno consigo mismo.

La renovación, que nos compromete a todos, debe conducirnos a este pro­fundo cambio que se refiere no sólo, sino sobre todo, a nuestro corazón. “Valéis tanto cuanto vale vuestro corazón”. Es una afirmación del Papa en su viaje a Paris. “Toda la historia de la humanidad se resume en la necesidad de amar y de ser amados”. ¿Cuánto valemos? no podemos responder a la pregunta, pero podemos afirmar que todos debemos insistir para reeducar nuestro corazón. No pensemos, como podría deducirse de una mirada superficial al mundo juvenil, que el hombre ha aprendido a amar y que el corazón ha vencido el egoísmo, está por encima del poder, ha superado el frío cálculo.

Cuánta violencia, tanto más grave cuanto más refinada; cuánta marginación, cuánta enfermedad social, cuántos millones de personas que mueren de hambre porque no ha vencido el corazón. Nuestro corazón que tiene miedo de amar, necesita una larga rehabilitación, porque ya no está acostumbrado a amar: tiene miedo de Dios. Nuestro corazón, por tanto tiene miedo de orientarse al otro, hacia el prójimo. Tener un corazón capaz de amar es un don de Dios y un compromiso que debemos emprender quienes nos hemos consagrado al servicio en el amor. Es una empresa, como he dicho, peligrosa y larga; no se puede amar al otro si antes no nos amamos a nosotros mismos, y no podemos amarnos a nosotros mismos sin amar a los demás. Nuestro corazón puede estar protegido por una coraza más o menos gruesa pero debemos superarla, si queremos llamar­nos cristianos y si queremos servir de verdad al enfermo.

“Arrancaré vuestro corazón de piedra y os daré un corazón de carne”, decía Ezequiel. Sólo Dios puede arrancarnos el corazón de piedra, pero si nosotros se lo permitimos. Pensad bien; podemos decir a Dios que no. Si decimos que sí, necesitamos reeducarnos para mantener siempre un corazón nuevo, joven; un corazón que sea el centro de nuestra vida espiritual Un religioso, un Hermano cuando se renueva renueva ante todo su corazón.

¿Estamos convencidos o no de que en el Hospital vivimos expuestos a habituarnos al endurecimiento del corazón? todos lo estamos. Entonces, ¿qué hacer para evitar el monstruo de la costumbre? el religioso que se renueva para humanizar, para ser hospitalario de verdad, se para a reflexionar, sólo o con la Comunidad, con los amigos y con los colaboradores, sobre la razón del endureci­miento. Se dirige a Dios, a San Juan de Dios, a otros Hermanos; acude a cursos, se renueva por medio de la lectura o del intercambio; organiza vacaciones inteli­gentes, visita Centros en proceso de humanización, sean o no de la Orden. El religioso en proceso de humanización aprende a escuchar al enfermo, está atento al enfermo, además de prestar atención a las ciencias humanas. El religioso que desea humanizarse para humanizar no tiene miedo ante el cambio, teme las modas, tiene un gran respeto por sí mismo, por su persona. No se puede amar al otro más que a sí mismo.

 

La plenitud de humanidad se convierte en plenitud de divinidad: en analogía a la persona de Cristo.

Para amarse a sí mismo es necesario superar el narcisismo egoísta, el maso­quismo espiritual (que es otro modo de narcisismo); necesitamos vivir abiertos a crecer como personas con nuestra ayuda, con la ayuda de los otros, con la ayuda de Dios.

Cada uno tenemos la responsabilidad de decidir si queremos ser personas y no simples fantasmas. Crecer como personas significa revisar nuestros deseos, nuestros sueños, admitir nuestra grandeza y nuestros límites, temiendo sólo una cosa: hacer el mal.

Toda persona tiene el derecho y el deber de crecer como tal, con un corazón de carne que late por el prójimo. Esto no tiene nada que ver con el sentimentalis­mo. A cualquier edad podemos reemprender el camino para ser reconocidos y para reconocernos. El religioso que se renueva tiene ante sí un proyecto estupen­do, que supera el miedo y la culpa, pero acepta el riesgo y la responsabilidad: su crecimiento, su desarrollo, la amplitud de corazón y de mente. El religioso que se renueva, en un cierto momento, es consciente de que no necesita hacer ostenta­ción de su nueva riqueza interior: se manifestará sin palabras, sin ruido, sin imponerse a nadie. El prójimo, sobre todo el enfermo, descubrirá claramente nuestro cambio. Deseará íntimamente y expresará su deseo de gozar de nuestra presencia.

El religioso que no realiza un camino de interiorización puede construir obras hermosas, puede desenvolver cargos de responsabilidad, pero como ha evitado el fatigoso ascenso hacia la propia humanización, a realizarse como per­sona, no podrá contemplar el horizonte que sólo desde esa altura se puede descubrir.

Evidentemente no se sentirá en grado de describir estos horizontes al enfermo, al prójimo, porque nunca los ha contemplado. La empresa más importante del religioso es llegar a ser persona. Nuestra misión que consiste en abrir nuestra casa a las necesidades del hombre pasa inevitablemente a través de la apertura, por medio de la educación y de la experiencia de nuestro corazón, de nuestro ser, y de nuestro saber.

Es así, Hermanos, como tendremos la certeza de vivir nuestra fe “creemos en el amor” (I de Juan 4, 16).

El religioso hospitalario que se sitúa ante el dolor tratando de disipar la angustia y de asegurar bases sólidas a la vida física y psíquica, se convierte gracias a su competencia y convicción en instrumento del espíritu: continúa la acción evangelizadora de Jesús que pasaba “haciendo el bien” y curando.

No se trata, por tanto, de mayor eficacia de actividad nueva, sino de un estilo nuevo de presencia posible sólo a partir de la fe. En realidad se trata de una cuestión de fe y de un significado nuevo que la fe confiere a nuestra actividad.

Sólo a partir de la fe es posible distinguir la actividad profesional más altruista caracterizada por el don más completo de sí, según el contenido de la primera carta de Juan, realizada por un religioso de la que pueden desempeñar otras personas, incluso no creyentes. Porque de hecho, existen ateos que dedican todas sus energías al servicio de los enfermos, hasta entregar la propia vide en la defensa de los pobres, corriendo cualquier riesgo para hacer prevalecer los dere­chos del hombre. La actividad del religioso tiene esta calificación: por un lado está vinculada a la misma acción del misterio de Cristo en cuyo nombre actúan; por otro están proyectados al reino de Dios, cuya realización plena se realiza más allá de este mundo. Y es la fe quien inspira estas actitudes.

Si la fe tiene tal importancia en el seguimiento de Cristo, es fundamental garantizar su vitalidad. Tradicionalmente esta misión se ha referido a la Comuni­dad como tal. Antes que Comunidad que comparte los bienes y los dones espiri­tuales, la fraternidad religiosa es una comunidad de fe. Este es un hecho que hemos olvidado un poco en nuestro diálogo sobre la vida de grupo. Subrayamos antes que el mundo sanitario se encuentra en la encrucijada de la incredulidad; las dudas pueden afectar la fe de los mismos religiosos comprometidos en este ambiente. Podemos añadir que no podemos superar estas dificultades sino conse­guimos ámbitos en los que confesar la propia fe y alimentarla de un modo profundo que supere al pietismo. Si existe una parte de la Iglesia que tiene especial necesidad de profundizar la fe con inteligencia y no sólo sentimental­mente, esta parte está constituida por quienes trabajan y se realizan en contacto directo con la vida, la enfermedad y la muerte. En definitiva se trata de salvaguardar la fidelidad de la Iglesia al mismo Jesús.              

Asociados misteriosamente con Dios para luchar contra la muerte y defen­der la vida, redescubrimos la presencia del amor en un corazón humano capaz de ofrecer gestos humanos (el corazón de Cristo); de su actitud de compasión hacia el hombre brota el evangelio. Necesitamos, naturalmente creer, y creer en verdad.

“El hombre está llamado a sufrir con Dios el dolor que el mundo causa al mismo Dios... éste es el sentido de la conversión: no creer que lo principal sea enrolarse con Cristo en su evento mesiánico...; cuando renunciamos a sobresa­lir... cuando nos ponemos sencillamente en las manos de Dios y tomamos en serio no el propio dolor sino el dolor de Dios en el mundo, velamos con Cristo en Jetsemaní; esta es, a mi entender la fe, la conversión; es así como un cristiano se transforma en hombre”. (D. Bonhoeffer, Resistencia y sumisión).

Es así como se vive en verdad el “soy yo por el camino de mi evangelio”.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CONCLUSION

 

 

LA NUEVA ALIANZA CON EL ENFERMO


Mi reflexión sobre la humanización tenía como fin principal llamar la atención del religioso sobre su misión exacta: la de situarse valientemente ante la renovación personal, profesional y de las estructuras para conseguir vivir una nueva alianza con el hombre que sufre.

Permitidme repetir dos cosas:

1) Que son necesarias profundas transformaciones a nivel comunitario.

2) Que la humanización del Hospital es un acto de caridad, de justicia, un acto debido al enfermo, sea pobre o rico.

Si aprendemos día a día a estar de parte del enfermo, de parte del hombre concreto, el Hospital será una gran comunidad hospitalaria en el verdadero sentido de la palabra a pesar de las numerosas figuras profesionales que caminan por él.

Ciertamente, humanizar el Hospital implica modificar las estructuras. Pero principalmente comporta cambiar nuestro modo de relacionarlos con los colabo­radores, con los familiares y, finalmente, con el enfermo.

Debemos aprender a asumir nuestra humanidad para ofrecerla al enfermo y a identificar nuestros modos de ser deshumanos para superarlos, para disminuir­los, apoyados en una vida de oración, de estudio, de formación permanente que, repito, tenga en cuenta no sólo el saber sino principalmente nuestro ser.

El punto focal es intentar decididamente aproximarnos al enfermo con un estilo nuevo, situándolo en el centro del Hospital y de las atenciones de cuantos trabajan en él. Puede parecer poco afirmar y mantener en la práctica la centrali­dad del enfermo, pero estoy convencido de que en muchos de nuestros Hospita­les esta centralidad está oscurecida. Si esto es así, no deberíamos dormir tranqui­los hasta que el enfermo recuperase su puesto, el puesto que San Juan de Dios definió con exactitud. Y nosotros, que tratamos de seguir animosamente a Juan de Dios, dispuestos a superar viejas costumbres, modos de comportarnos que ya no sirven, podemos, debemos renovar diariamente nuestra antigua alianza con el hombre que se vuelve a nosotros, convencido de que en nosotros puede recibir el puesto central que difícilmente podrá encontrar en otro sitio.

No es posible humanizar el Hospital si antes no nos humanizamos nosotros. Los laboratorios no han conseguido aún el producto capaz de humanizar el Hospital. Sí es cierto que el Hospital humanizado es un Hospital distinto, radical­mente distinto a nivel de comunicaciones, de poder, de decisión, de vida activa, etc…no es menos cierto que para conseguir este nivel de cambio, se necesitan personas que han sido capaces de cambiar. Se necesita principalmente religiosos maduros, o que se comprometan en serio; se necesita una Comunidad rica, siempre dispuesta a crecer humana y espiritualmente.

¿Qué hacer para crecer en madurez afectiva, puesto que sin desarrollarnos en humanidad, en equilibrio, en afectividad, no podemos llegar a ser más huma­nos y humanizantes?

Puesto que no existe un camino que todos puedan recorrer de la misma manera, esta pregunta admite diversas respuestas si deseamos recorrer el camino de la humanización desde la riqueza personal que caracteriza a cada uno. Sin embargo, a mi modo de ver, una exigencia común es la de abrirnos con toda transparencia al mundo, a los laicos que viven con nosotros en el Hospital, a sus familias, sin sustituir nunca con esta amistad nuestra amistad entre nosotros, en la Comunidad, con Dios.

Debemos abrirnos también a los otros Institutos religiosos, a nuestros fami­liares, al enfermo, sin utilizarle y sin dejarnos utilizar más que en vista al fin que pretendemos con nuestra vida.

Otra exigencia, no tan sencilla como puede parecer a simple vista y que es indispensable a quien desea crecer en humanidad, es amar a nuestro prójimo, a quien está junto a nosotros y dejarnos amar por él.

“Los cristianos comprometidos en el mundo de la salud, especialmente los religiosos y las religiosas, se encuentran entre los agentes principales de evangeli­zación. A titulo particular son quienes mantienen la Iglesia de Dios en constante coherencia con el camino evangelizador iniciado por Jesús y continuado por la comunidad apostólica primitiva”.

Gracias a ellos, de hecho, la buena noticia se anuncia en medio de la miseria y de las esperanzas humanas, es decir en su “lugar” privilegiado. Sin ellos y sin la presencia de quienes afrontan directamente la miseria, el Evangelio correría el riesgo de aparecer maravilloso pero sin contenido para el hombre de hoy, como una religión abstracta que adora a un Dios lejano pero que ya no es Salvador.

Es interesante recordar que a los hombres y mujeres que intentan sembrar el Evangelio en medio del dolor y de la angustia humana, la Iglesia los ha distingui­do con un título especial (diáconos y diaconisas pertenecientes a los Institutos fundados con esta finalidad) y como insiste constantemente al obispo para que se preocupe de ellos. Si el término diaconía, empleado aquí genéricamente, no pierde su valor, podemos decir que los cristianos comprometidos en el mundo de la salud en nombre del Evangelio aseguran el núcleo de “praxis” sin el cual la buena noticia se reduciría a pura teoría. También aquí movidos por un instinto proveniente del espíritu de Dios, la tradición cristiana, con interpretaciones di­versas de acuerdo con la época, ha contenido siempre un puesto de honor al servicio llamado (con expresión preciosa) “servicio corporal”. La Iglesia es cons­ciente de que la misericordia es el sacramento de la salvación de Dios”. (JMR Tillard O.P.).

 

Y Jesús le dijo:

“Ve y haz tú lo mismo” (Lucas 10, 37).


ACUERDO FINAL DE LA ASAMBLEA DE ROMA

DE LOS H.H. PROVINCIALES

 

Los Hnos. Provinciales y Viceprovinciales de la Orden, que hemos comparti­do con  el P. General y su Consejo unos días de reflexión, trabajo y plegaria en común, somos conscientes de que el proceso de renovación que vive la Orden se encuentra en un momento importante, en el que es necesario conjuntar todos los esfuerzos y ilusiones para conseguir los objetivos que la Iglesia y el Capítulo General Extraordinario, más concretamente, nos ha señalado.

Sintiéndonos urgidos por el Espíritu a expresar nuestra misión de servicio a los Hermanos a través de un signo tangible, hemos iniciado un camino de coparti­cipación en la problemática de nuestra Orden y en as líneas fundamentales que deben animar a expresión de nuestro carisma y fin específico —superando los límites de cada una de las Provincias—, a través de una primera toma de concienc­ia práctica en la corresponsabilidad que tenemos de animar y orientar a la Orden en comunión con el P. General y su Consejo.

Somos conscientes de que esto no es más que una primera aproximación al sentido de colegialidad a que nos urge el objetivo IX del Capítulo General Extraordinario. Sabemos que no es fácil superar costumbres, formas particulares de vivir y actuar la autoridad. No obstante, estamos convencidos de que la unidad de la Orden está necesitando que todos cuantos la integramos sumemos nuestros esfuerzos para llegar a ofrecer un testimonio auténtico de fraternidad, manifestada directamente con actitudes y expresiones de solidaridad y corres­onsabilidad entre las Provincias, las Comunidades y los Hermanos con el Gob­ierno central de la Orden.

Los centros de interés que han ocupado más directamente nuestras reflexio­nes han sido: la revisión del Piano del Capitulo General Extraordinario y el estudio del anteproyecto de un documento sobre la humanización, presentado por el P. General en vista a dirigirlo a los Hermanos de la Orden.

 

LA HUMANIZACION, VINCULO UNIFICANTE

 

Nuestra Asamblea reafirma su esperanza y compromiso en la continua reno­vación de la Orden. Estamos convencidos que esta sólo se puede conseguir si todos los miembros del Instituto vivimos en constante actitud de conversión a las exigencias que implica nuestra consagración a Dios como religiosos hospitalarios nos esforzamos en traducir las actitudes en respuestas concretas a las esperan­zas que han puesto en nosotros la Iglesia y la sociedad.

Teniendo en cuenta que el mundo está viviendo un momento importante de su historia, en el que los valores fundamentales de la personal se reivindican y son violados, a un tiempo, asumimos el compromiso particular que comporta la expresión concreta del carisma de la Orden, como urgencia a defender y promo­ver el respeto de la dignidad humana.

Esto nos ha llevado a la convicción de que la Humanización, entendida en el sentido que adquiere en la persona de Jesús de Nazaret, constituye, en este momento histórico que vivimos, el vínculo unificante e integrador que puede ayudarnos a traducir en hechos de vida el proceso de renovación.

 

DOCUMENTO SOBRE LA HUMANIZACION

 

Convencidos de la importancia del tema sobre la Humanización y la necesi­dad de llegar a entenderla y vivirla en toda la Orden con unos criterios unánimes, los Hnos. participantes en el Encuentro, hemos acogido con esperanza el ante­proyecto que el P. General ha puesto a nuestra consideración. Después de refle­xionar personalmente y en grupos sobre el contenido del mismo, invitamos a los Hnos. de la Orden:

a)  a acogerlo como expresión de nuestro sentir común y de nuestra adhe­sión al P. General y su Consejo;

b) a recibirlo, después de su reelaboración, como una expresión práctica del proceso de renovación de la Orden;

c)  a estudiarlo personalmente y en las comunidades, para poder llegar a comprender su contenido y a vivir comprometidamente cuanto significa.

Terminamos nuestro comunicado declarándonos en plena solidaridad con todos y cada uno de nuestros Hermanos, son cuantas personas trabajan y colabo­ran en nuestra misión de caridad y, particularmente, con los enfermos y necesi­tados que sufren y esperan, a quienes dedicamos nuestro servicio en nombre de la Iglesia y de Cristo, animados por el mismo espíritu de nuestro Padre San Juan de Dios.

         

          Fr. Narciso Petrillo              Fr. Fierluigi Marchesi

               Secretario                  Prior General

 

 

Roma, 4 de febrero de 1981

 

 
 

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