La Hospitalidad de los Hermanos de S. Juan de Dios hacia el año 2000

Documento del P. Pierluigi Marchesi

INDICE

Renovación, fuente de satisfacción

 

1.      La primera reflexión nacía de la profun­da necesidad de cambio interior, advertida por to­dos como urgente para mantener orientada profé­ticamente nuestra vida espiritual.

En aquel documento estaba claramente expre­sada la finalidad de renovarse continuamente para no perder las conexiones con Dios, la Iglesia y San Juan de Dios. Nuestra renovación se convirtió así en algo tangible, fuente de auténtica satisfacción.

 

2.      En el segundo, con la preciosa aportación del Consejo, he tratado de llamar la atención de toda la Orden y de los colaboradores laicos sobre el fin último de nuestra acción: la relación, huma­na y humanizante, con el enfermo; relación basa­da sobre la conciencia de que el testimonio de nues­tro carisma no se realiza si se pierde de vista la fi­gura central de nuestro hacer cotidiano, a saber, el necesitado, el hombre que sufre, el pobre: nuestro «ser» y «hacer» para él, nuestra relación personal — además de profesional — con él representan de he­cho un factor terapéutico y al mismo tiempo un testimonio de amor misericordioso, una reedición viviente del amor de Cristo en nuestro tiempo y de su pasión por los más necesitados.

 

3.      El presente documento, que se inspira en los fermentos que expresan las Provincias de la Or­den, se coloca, pues, idealmente a mitad de cami­no entre los dos primeros, en cuanto trata de lle­nar el espacio existente entre nuestra dimensión in­terior de personas y de religiosos y la actitud de humanidad que el enfermo espera hoy de nosotros cada vez con mayor insistencia.

 

Abrirnos a nuestro futuro

no por miedo, sino por amor

 

 

4.      Estas son páginas escritas mirando al 2000, con el sentido de futuro que debemos cultivar pa­ra ofrecer a los necesitados de hoy y de mañana la esencia de nuestro carisma específico: la Hospita­lidad. Se trata, pues, de reforzar nuestra identidad de hombres, de religiosos, de agentes en el mun­do de la salud, no sólo para mantener viva nuestra Institución, sino sobre todo para proyectarla hacia el futuro, para responder adecuadamente a las exi­gencias de la sociedad en que estamos y estaremos llamados a actuar, teniendo la mirada puesta en el bien supremo de la vida humana, a la cual cada vez se atiende menos según principios de respeto, de atención, deferencia y consuelo. Además, estas páginas contienen más de una provocación a fin de que, con el apoyo de las nuevas Constituciones, cada uno de nosotros se sienta impulsado a asu­mir con coraje funciones y tareas más conformes a nuestra característica peculiar de religiosos «hospitalarios».

 

5.         Continuando el diálogo con los herma­nos, no pretendo fijar tales funciones sino estimu­lar (de modo radical, donde sea necesario) el análisis crítico de nuestros comportamientos, de nues­tros puestos profesionales, de nuestra relación con la comunidad donde la obediencia nos ha destinado, con las Comunidades de cada una de de las Pro­vincias y con el Gobierno central de la Orden; sin olvidar, obviamente, la relación con los colabora­dores laicos y con las complejas realidades en que estamos inmersos. Y esto con espíritu de confian­za, en una perspectiva de creatividad dictada por el amor al prójimo y no por el miedo al futuro.

 

6.      He tratado de dialogar con vosotros co­mo quien tiene necesidad de reciprocidad en la confrontación de opiniones, en una atmósfera de confianza. Con tal ánimo querría que nos prepa­rásemos a afrontar sincera y gozosamente la bús­queda, jamás agotada en nosotros mismos, del me­jor modo de ser y de actuar; búsqueda que no es fin en sí misma, sino orientada a la mejor valora­ción del voto de Hospitalidad que nos apremia a pensar, experimentar y comunicarnos entre noso­tros todo cuanto sirve para realizarlo del modo más perfecto.

 

 

Enfermarnos de la enfermedad

del hombre, nuestro hermano

 

7.      La pregunta de fondo es ésta: ¿cómo pue­de prepararse el hermano de San Juan de Dios a cumplir, a la vista del año 2000, la misión miste­riosa e histórica de acoger al hombre — en espe­cial al hombre necesitado — de esta sociedad?

Aquí acudimos a nuestros «yacimientos» in­teriores, a nuestras Constituciones, a nuestras ex­tasía para inventar, sacando del tesoro de nuestras tradiciones las soluciones adaptadas a los tiempos, para redescubrir aquellas tareas de «servicio» (no de poder, de prestigio o de pura y simple realiza­ción personal) sólo las cuales nos permiten llamar­nos «Fatebenefratelli», o sea, hermanos que se preo­cupan de hacer el bien al prójimo.

 

8.      El buen éxito de la búsqueda depende de nosotros, del empeño que pongamos en mirar ade­lante, sin negar el presente o el pasado, aceptando la pesada, pero exaltante, tarea de interrogarnos de modo escueto y sincero sobre lo que estamos haciendo y deberíamos hacer para ser coherentes con nuestra identidad de hombres y de religiosos.

Estoy firmemente convencido de que la con­secución de nuestro fin específico — testimoniar el amor misericordioso — requiere una serie de compromisos, que a menudo son pesados e incó­modos, pero que por otra parte nos dan la medida del espacio que se abre a los Hermanos de San Juan de Dios en el mundo contemporáneo, sobre todo en el industrializado y técnico. Un campo desme­surado — contrariamente a lo que algunos pien­san — que, si a veces incluso nos asusta, sin em­bargo nos hace tocar con la mano la actualidad, aún más, la urgencia de nuestro carisma y de nuestra Institución.

 

9.       Queridos hermanos, vuestro general per­cibe en ciertos momentos las incógnitas del pre­sente: no porque haya poco que hacer, sino por­que no siempre estamos preparados adecuadamen­te para dar las respuestas que la Iglesia espera de nosotros. Me preocupa nuestro estar parados, nues­tro replegarnos a veces sobre posiciones cómodas, de seguridad o de resignación malentendida. Sin embargo sabemos que el mensaje evangélico man­tiene almas generosas. Y nunca como hoy el hom­bre nos interpela, pidiéndonos que nos ocupemos de su persona, que estemos a su lado para testi­moniarle algo que es típico de nuestro ser religio­sos, a saber, la capacidad de «enfermarnos de su enfermedad», identificarnos no sólo con sus nece­sidades, sino sobre todo con sus motivaciones exis­tenciales, con su deseo insatisfecho de felicidad (y por consiguiente de Dios). Además del techo de un hospital y de nuestra profesionalidad — que no deben faltar en sus niveles más dignos — debemos saber dar esto al enfermo; si no lo hacemos, lo de­fraudaremos definitiva e irremediablemente.

 

 

 

 

 

Nuestras funciones, nuestras tareas,

nuestra pasión por el hombre, nuestras tentaciones.

 

10.       En el intento de iluminar las funciones y las tareas mediante las cuales realizar en el pró­ximo futuro la Hospitalidad de los hermanos de San Juan de Dios, podemos individuar dos tenta­ciones frecuentes. La primera es la de recortarnos un puesto, una hornacina, donde desarrollar un oficio o una profesión, quizá en competencia con los hermanos o (sobre todo) con los laicos. La segun­da, más sutil y maligna, nos impulsa a delegar al numeroso ejército de nuestros valiosos colaborado­res las tareas de asistencia al enfermo, es decir, a distanciarnos de las vicisitudes de nuestro asistido. Esta tentación es mucho más evidente allí donde los progresos de las ciencias y de la técnicas han alcanzado niveles elevados, o donde, por razón del buen funcionamiento del complejo sistema de nuestras obras, el proceso de delegación y de ra­cionalización dé funciones es indispensable. Pero donde delegar significara abandonar las estructu­ras a sí mismas o, es más, abandonar al enfermo, entonces deberíamos revisar con extrema claridad nuestros modelos de comportamiento, para impe­dir que los cambios organizativos y tecnológicos se trasformen para el enfermo en la trampa del ano­nimato, de la pura y simple eficiencia, condenándolo al aislamiento-abandono en ambientes racio­nales sí, pero fríos y distantes desde el punto de vista humano.

 

11.         No es ciertamente esto lo que nos pro­pusimos cumplir el día de nuestra profesión solem­ne, al emitir el voto de la Hospitalidad. Entonces no se nos garantizó un puesto de trabajo, ni el con­trol a distancia del enfermo y de nuestros colabo­radores. Prometimos fidelidad a nuestro carisma que nos obliga a cambiar las actividades, las fun­ciones, las actitudes, las estructuras, pero no a re­nunciar a la pasión hacia nuestros asistidos, hacia los familiares del enfermo, hacia los colaboradores, así como el empeño por las iniciativas culturales, formativas, religiosas y sociales apropiadas para fa­vorecer el crecimiento personal, religioso y profe­sional en nosotros, en nuestros colaboradores y en el mundo de la sanidad.

Yo — lo repito — no tengo la receta para de­finir las funciones presentes y futuras, entre otras razones porque éstas sólo se pueden precisar me­diante un examen atento de nosotros mismos, a la luz de los fines últimos del carisma hospitalario. No obstante, todos nosotros debemos dedicar tiem­po y empeño para una verificación de nuestros com­portamientos actuales.

 

12.         He hablado de dos tentaciones princi­pales. Pero hay otras. Por ejemplo, la de mantener o desear cargos para los cuales no tenemos compe­tencia; o la de apuntar hacia un alto nivel organi­zativo y tecnológico de nuestros hospitales no te­niendo siempre bien claros nuestros fines específi­cos. La gente nos mira con ojo atento, nos exami­na, quiere comprender por qué motivo nos hemos hecho religiosos. No siempre logramos darles una respuesta convincente. A veces no somos ejempla­res porque no cumplimos bien nuestras tareas, ha­cemos sólo las cosas que nos agradan, bloqueamos el crecimiento de nuestros colaboradores, o bien permanecemos lejanos del enfermo, nos cerramos en funciones rígidas y repetitivas, buscamos «fue­ra» espacios que deberíamos encontrar «dentro», o evitamos el arduo pero necesario trabajo de bús­queda de funciones más útiles aL enfermo. Somos más frecuentemente capaces de captar el mal del mundo (a veces lo encontramos incluso en el progreso, en cosas de por sí neutrales o buenas) que de individuarlo dentro de nosotros, no ya para de­primirnos o culpabilizarnos, sino para salir de la pereza y las costumbres perjudiciales.

 

13.    Obviamente ninguno nace santo. ¡El ca­mino de la perfección espiritual es entusiasmante pero largo, fatigoso, salpicado de desviaciones que afectan a nuestra realización humana, profesional y religiosa! Es necesario corregir tales desviaciones y reconocer los propios errores, como hombres fuertes, de coraje, abiertos con autenticidad al mis­terio. Esta actitud de sana autocrítica nos impulsa por un lado a beber en nuestros recursos, por otro a pedir ayuda a todos, a Dios y a los hombres que están cerca de nosotros, para devolver el equilibrio a la relación con el mundo que nosotros queremos y debemos servir, para crecer en nuestra verdadera identidad.


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

I

EL CAMBIO DEL MUNDO Y

NUESTRA CEGUERA


Una paradoja: no hacer nada

 

14.     Cito de un conocido volumen del Padre Bartolomé Sorge, «El futuro de la vida religiosa».

«La crisis actual de la vida religiosa — como por lo demás la crisis más general que atraviesa la Iglesia — no ha nacido desde dentro, como había sucedido otras veces, sino que ha sido inducida des­de el exterior, por el traspaso de cultura y de civili­zación que el mundo está viviendo...

La crisis llegó de improviso por una rápida transformación social y cultural... La nuestra, por tanto, no es una crisis de enfermedad, sino de de­sarrollo y crecimiento...

En estos últimos años se acabó una civiliza­ción, un cierto tipo de ideología, han cambiado to­talmente las relaciones de autoridad, se han tras­formado roles y estructuras consolidados desde hace ya decenios, modos de comunicación y de ejerci­cio del poder. El hombre mismo tiene una diversa actitud hacia el mundo, la historia, los semejan­tes, la organización del saber, hacia la vida misma. Nosotros hemos sido arrastrados por estos cambios, el mundo está resultando cada vez más pequeño, más dinámico, más socializado».

El diagnóstico es fiel. Y nosotros nos encon­tramos frecuentemente obligados a decidir en un clima de desilusión porque no hemos logrado unir lo viejo con lo nuevo, con las necesidades nacien­tes, con la sed de libertad, de conocimiento y de solidaridad de muchos estratos de nuestra pobla­ción.

 

15.      El mundo de hoy no es ni mejor ni peor que el de ayer: solamente ha cambiado, incluso se ha revuelto. Si queremos servirlo, éste es el mun­do que debemos conocer y asumir.

En el fondo la crisis es saludable, puesto que nos permite salvar lo que hay que salvar y desechar lo que se debe desechar. Pero abandonar vie­jas funciones es tanto más difícil cuanto más se han posesionado de nuestro ser, empobreciendo nues­tra personalidad y nuestra dimensión de religio­sos, es decir, las dos raíces de nuestros modos de actuar.

 

 

16.                       Desechar lo viejo, sin embargo, no sig­nifica correr tras de las modas. Se necesita discer­nimiento y equilibrio, porque puede nacer una si­tuación de incertidumbre: se nos pregunta, en efec­to, si debemos ir todos a misiones, lanzarnos a ini­ciativas que incidan sobre la sociedad, o convertir­nos todos en animadores, quizá sin saber de qué, de quién, cómo y por qué. Frecuentemente no en­contramos la respuesta a nuestros interrogantes. La primera cosa que se debe hacer cuando nos encon­tramos en esta condición de confusión, o peor aún de resignación o de apatía, paradójicamente es pre­cisamente «renunciar a hacer». Me explico: antes de actuar y de asumir nuevos roles, debemos detenernos para reflexionar largamente sobre nuestros mie­dos, nuestros deseos, nuestras posibilidades, sobre las enseñanzas de nuestro Fundador y de la Igle­sia, sobre las experiencias de los laicos creyentes. Detenernos para interiorizar, para «entrar en no­sotros mismos» según la indicación de S. Agustín.

 

 

Derribar las torres o comprender mejor su sentido

 

 

17.     El documento sobre la «Humanización» animaba a recuperar la «personalización» de la re­lación con el asistido, en un contexto social pro­fundamente cambiado

La historia de nuestra Orden se identifica con la imagen de S. Juan de Dios y sus seguidores que toman sobre sus espaldas al enfermo, al abando­nado, al necesitado. Durante siglos nuestros pre­decesores atendieron, y en primera persona, a quien se encontraba en el sufrimiento. Entonces no exis­tían otras estructuras de ayuda: el Hospital religioso era una «seguridad», porque allí encontraban un techo, alimento, cuidados y asistencia. Hoy nos en­contramos frente a una situación profundamente cambiada, que se caracteriza — como señalaba an­tes — por el debilitarse de la relación directa y ex­clusiva con el enfermo. Si pensamos cómo era un Hospital nuestro apenas hace 40 años, vienen con­seguida a la memoria los enfermos (tantos y agra­decidos) casi temerosos de pedir nuestra interven­ción; comunidades de religiosos de número hoy im­pensable, con los hermanos comprometidos en las más diversas tareas: farmacéutico, cocinero, enfer­mero, jardinero. Se parecían, nuestras obras, a las aldeas de un tiempo, autosuficientes gracias a las funciones bien distribuidas. Los médicos eran es­casos, pero la gente se fiaba de nosotros: salas en­teras estaban dirigidas por nosotros o por religio­sas. El mundo del hospital, digámoslo, estaba en nuestras manos. El personal externo tenía sí una función, pero subalterna y no interfería en nues­tra actividad. El mundo del sufrimiento y de la mi­seria estaba casi completamente separado de la co­munidad civil; y en este mundo muchos de noso­tros nos hemos formado desde jóvenes, trabajan­do duramente, en condiciones de extrema preca­riedad de medios, pero con la gran satisfacción de tocar, «oler», sentir cada día al enfermo, del que ninguna barrera nos separaba.

 

18.     Igualmente sucedía a otras clases profe­sionales. Pensemos en el médico de aquellos años.

Era un profesional de prestigio, dotado de un as­cendiente sobre las familias inimaginable en el día de hoy; tan es así que hay nostalgia de aquel tipo de médico, que ejercía su función sin filtros, con la ayuda si acaso de algún especialista

La alegría y el sufrimiento de la familia aten­dida eran las suyas, en un clima de profunda con­fianza y de recíproca comunicación. Así sucedía también con el párroco, cuya autoridad era indis­cutible: ostentaba el saber religioso, frecuentemente mayor cultura, y no era casi nunca puesta en dis­cusión en su ámbito de apostolado. La torre, al lado de la iglesia, llamaba a los fieles a las funciones sagradas, marcaba el ritmo de los acontecimientos gozosos y tristes de la aldea... hacía de pararrayos, de observatorio, de punto seguro de referencia en cualquier caso.

 

19.     Los tiempos hoy han cambiado. ¿Debe­mos, entonces, derribar las torres puesto que hoy la gente tiene el reloj en la muñeca? O bien ¿de­bemos tirar los relojes de pulsera para permitir a la torre que continúe cumpliendo sus antiguas funciones?

No es ésta la pregunta que debemos hacer­nos. Preguntémonos, más bien, cuál es la función auténtica de la torre, aquella para la cual el hom­bre de fe la ha levantado junto a la iglesia: hacerse ver desde lejos, más que hacerse sentir.

La torre expresa el deseo del hombre de unir la tierra al cielo, el hombre a Dio5, la naturaleza al Creador. Es para el hombre la atracción más pri­maria a su origen, a su destino, a Aquél que está en los cielos. Aun cuando ya no es el edificio más alto, sobrepasada tantas veces por orgullosos rasca­cielos, permanece y permanecerá siempre como símbolo de un anuncio, de una presencia que remite a la «Presencia»

 

Estar a la escucha del hombre

 

20.    Volviendo a nosotros, queridos hermanos, es cierto que hemos seguido paralelamente el destino del médico, del sacerdote y de la torre, per­diendo numerosas funciones que hace algunos años nos parecían indispensables. Pero esto no significa que debamos desaparecer. Nosotros podemos, es más, debemos vivir y dar testimonio de nuestro ca­risma, con modalidades diversas respecto al pasa­do. El médico, el sacerdote, la torre tienen aún mu­cho que decir y hacer, con tal de que expresen algo perenne y fundamental para la humanidad, a saber, el valor de la sacramentalidad del hombre. Dice Juan Pablo II: «Es la disponibilidad a servir al hombre lo que nos abre hacia Dios y hacia los hombres, hacia el Creador y las criaturas. El Con­cilio nos enseña precisamente esto, en el espíritu del Evangelio y, a la vez, en la dimensión de los tiempos en que vivimos» (21 octubre 1985).

 

21.    En nuestro tiempo, y más aún en el fu­turo, nuestras tareas serán sometidas a pruebas y cambios radicales. Pero quedará la esencia del ca­risma. Nuestra tarea más propia y más gratificante es la de estar cerca del enfermo y atenderlo, con un cuidado intenso y directo. Esto aún hoy se le debe asegurar al enfermo, en el espíritu de nues­tro Fundador: sólo que esta asistencia, que nosotros llamamos integrada, ya no puede ser realiza­da completamente por cada persona individual­mente, mediante el recurso a cada una de las pro­fesiones aisladamente. El concepto mismo de asis­tencia integral e integrada reclama una pluralidad de funciones porque, con el pasar de los siglos, de las necesidades elementales del hombre se ha pa­sado a necesidades mucho más ricas y articuladas, que implican un número extraordinario de respues­tas y, por consiguiente, de figuras profesionales. El resultado es que nosotros no tenemos ya la exclu­siva del enfermo, ni el derecho de imponerle des­de fuera nuestra concepción religiosa de la vida. Pero hay más: el enfermo de hoy tiene a su dispo­sición una gama de respuestas terapéuticas y asis­tenciales impensable hasta hace algún decenio. En algunos hermanos de San Juan de Dios este pro­greso ha generado frustraciones incluso la sensa­ción de sentirse inútiles. Es doloroso constatar có­mo algunos de nosotros juzgan que ya no es inte­resante trabajar con el hombre de hoy, como si es­te hombre estuviera menos angustiado, menos so­lo, menos necesitado, fuera menos merecedor de nuestra dedicación que el de ayer. Al contrario, me atrevo a decir que aunque el hermano de San Juan de Dios debiera renunciar a todas sus tareas profe­sionales, él cumpliría igualmente con su presen­cia, su bondad y alegría y con su estilo de vida, la propia misión dando testimonio de la sacralidad del hombre y del amor de Dios por el hombre, se­gún su carisma específico, en las formas adecuadas a los tiempos.

 

22.       Ha dicho recientemente Juan Pablo II:

«S. Tomás, comentando el tratado aristotélico acerca del alma, afirma netamente: el hombre es totali­dad del ser (De Anima, III, lec. 13), encierra en sí una infinita profundidad del ser, imagen del In­finito por esencia que es Dios mismo. Querría im­primir profundamente en el alma y en el corazón de todos esta grandiosa concepción del hombre, pensando en la cual desde el primer día de mi mi­nisterio pontificio he exclamado: con qué veneración debemos pronunciar esta palabra: hombre». Y ¿no es nuestro tiempo el de la atención, de la escucha, del respeto, de la promoción de la libertad de los hombres, de su identidad, de sus moti­vaciones?

 

23.      Estar cercano al enfermo de hoy requie­re comportamientos técnicos, morales, humanos, sociales, religiosos que ninguno de nosotros pue­de desarrollar por sí solo. Esto comporta en noso­tros un crecimiento, es decir una dilatación en nuestro modo de vivir, de actuar, de servir al mun­do: es el hombre quien se dirige a nosotros para pedirnos algo más, aquel algo que ha modificado totalmente no sólo nuestros hospitales, sino tam­bién el número y la calidad de los colaboradores laicos. Este mismo hombre nos apremia a delegar tareas, a trabajar en grupo, a estudiar, a profundi­zar, a salir de la rutina, de nuestros esquemas men­tales. El no nos pide ser mejores como enferme­ros, como administradores, sino que nos pide es­tar atentos, totalmente disponibles a «hospedar» su entera humanidad, la persona en su conjunto, a entender y saciar su sed de ser atendido, porque nunca como hoy el hombre — rico en dinero — es pobre de relaciones humanas sinceras y desinte­resadas.

 

Transmitir el perfume

de la sacralidad del hombre

 

24.        Mis queridos hermanos, cuando oigo a alguno de nosotros lamentarse por la pérdida de la relación directa y exclusiva con el enfermo me pregunto qué pensaría nuestro Fundador viendo al enfermo acompañado por más personas, provis­to de medicinas, de espacios decorosos, de estruc­turas acogedoras... Ciertamente estaría satisfecho constatando la presencia de todo lo que, en el fon­do, él mismo buscaba ya hace siglos, cuando toca­ba a las puertas de los ricos y de los poderosos para conseguir ayuda para distribuir a los enfermos de entonces, necesitados de todo y carentes de tantísimas cosas. Si acaso, Juan de Dios nos estimularía a identificar a los desheredados de hoy en los mi­nusválidos, en los ancianos, en los drogadictos y en los pobres. Y eventualmente nos reprocharía no por nuestro estar menos cercanos al enfermo, sino por­que junto a una «cercanía técnica» a veces no exis­te en nosotros y en nuestros colaboradores que gi­ran en torno al enfermo la «cercanía humana». S. Juan de Dios nos ha dejado en herencia la pasión por el necesitado, que se expresa no sólo estándole cercano físicamente, sino inspirando, sosteniendo, iluminando a cuantos (colaboradores laicos, fami­liares, etc.) actúan en torno a él, para que a su vez, con la inteligencia del corazón además de la men­te, sepan testimoniar la esperanza, la confianza, el amor hacia el prójimo.

 

25.       La Hospitalidad del futuro podrá cam­biar aún mucho en sus formas exteriores, pero no deberá nunca disminuir nuestra capacidad de tes­timoniar el mensaje evangélico del amor, definido como nuevo por el Señor Jesús (cf. Jn. 13, 34).

Su primera novedad es la unión de los dos mandamientos «La caridad hunde sus raíces en una entrega sin reservas a Dios: toda la persona con sus cualidades, sus proyectos, sus capacidades operati­vas debe confiarse a la voluntad de Dios, al pro­yecto de amor que Dios tiene sobre los hombres. La manifestación visible y dinámica de esta con­fianza es la entrega a todo hombre, considerado como un hermano, un prójimo, un otro sí mismo». (Card. Martini). No se pueden separar o reducir los diversos aspectos de aquel acto unitario que es la caridad. Si tuviéramos que privilegiar alguna perspectiva nuestra limitada, perderíamos de vista los inmensos horizontes abiertos por la mirada de Jesús.

 

26.      La segunda novedad del mensaje es la sorprendente y revolucionaria concepción del pró­jimo (cf. Lc 10, 29-37). Para Jesucristo el prójimo no es aquél que tiene ya conmigo relaciones de san­gre, de afinidad psicológica o de necesidades que yo puedo satisfacer. En prójimo nos convertimos no­sotros mismos en el acto en que ante un hombre — también ante el enfermo o el necesitado que no conozco — decidimos dar un paso que nos acer­ca, nos «aproxima» a El.

Los hombres, como los judíos y Salomón, y como los constructores de nuestras catedrales, han querido expresar simbólicamente todo el cosmos material y humano en sus templos. El Cuerpo de la comunión con Cristo tiene ciertamente su for­ma visible y señalable, la Iglesia; pero, como dice Pablo Evdokimov, si se puede decir dónde está la Iglesia, no se puede decir dónde no está. Los lími­tes y los modos de la Acción del Espíritu en el mun­do se nos escapan.

Por esto todo consiste en «hacerse prójimo», como afirma el Cardenal Martini en su bella carta pastoral (1985-1986). A nuestro Ricardo Pampuri no se le recuerda porque arrancaba muelas antes de curar minusválidos, sino porque — aun reali­zando trabajos simples y humildes — de su perso­na emanaba el perfume de Dios. Perfume que él había sabido cultivar dentro de sí con el estudio, con la oración, la capacidad de escucha del hom­bre de su tiempo, en el lugar donde vivía no olvidándose jamás de ser ante todo un testigo, un por­tador de luz, aparte de ser un trabajador, un téc­nico.

 

27.       Mis queridos hermanos, de Pampuri aprendamos la lección de que nuestra primera y auténtica función es la de encaminarnos hacia nues­tra santificación personal, independientemente del hecho de ejercer ésta o aquella profesión. La fun­ción profesional, si se da, manifestará y dará ple­nitud a la humanidad de nuestra persona. Si cul­tivamos en nosotros — a través de un largo trabajo de elaboración interior esta dimensión de lo di­vino, y la difundimos en torno a nosotros para la salud de nuestros enfermos, logrando «contagiar» del mismo espíritu a nuestros colaboradores, a los familiares y a la gente que vive en torno a nuestras obras, entonces habremos cumplido la tarea que nos compete, la de testigos y la de guías morales antes aún que técnicos.


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

II

NUESTRO TESTIMONIO SE FUNDA

SOBRE LA APERTURA AL ESPIRITU SANTO


28.    «Nuestra apertura al Espíritu, a los sig­nos de los tiempos y a las necesidades de los hom­bres nos indicará cómo debemos encarnarlo crea­tivamente en cada momento y situación». La cita, sacada de las Constituciones (art. 6a), nos ayuda no sólo a comprender sobre qué bases realizar nues­tras opciones de función, sino también a delinear sus consecuencias «prácticas» para estar abiertos al Tiempo, al Hombre.

 

 

Abrirse a la energía del Espíritu

 

29.       Durante una meditación, me ha impre­sionado el pensamiento expresado por un psicoa­nalista: «Cuando leo la Biblia, quedo impresiona­do siempre por la figura del Espíritu Santo». Este

impulso, esta fuerza vital — si queremos definirla así — es la herencia dejada por Cristo a los após­toles, es la vida transmitida a los hombres por la Vida misma. Antes de recibirla, los discípulos han debido recorrer numerosas etapas: una larga depen­dencia del Maestro, acompañada de toda la gama de sentimientos humanos (admiración, resenti­miento, celos, etc...); la caída de las ilusiones nar­cisistas a lo largo del camino, unida a la pérdida de la seguridad del poder; la separación final, vi­vida tanto en sus aspectos dolorosos (la muerte de Cristo) como en los gloriosos (la resurrección y la ascensión).

Sólo al final de semejante recorrido — me ur­ge subrayarlo — puede el hombre apropiarse de sí mismo, llega a ser en verdad persona y reconoce la divinidad «dentro» de sí desarrollando sin temor todos sus talentos. «Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas diferen­tes, según el Espíritu les concedía expresarse» (Hech. 2, 4).

 

30.       Si de la interesante aproximación psico­lógica pasamos a la bíblica y teológica, la medita­ción, sobre el Espíritu se enriquece desmesurada­mente. Me complace referir aquí un párrafo del eminente teólogo Y.M. J. Congar, que, ahora ya al término de su vida, parece dejarnos en herencia para nuestros tiempos la contemplación de Espíri­tu.

«Hoy abundan los testimonios de los Padres, de los teólogos, de los místicos, del Concilio Vati­cano II, que reconocen una presencia activa del Es­píritu en el mundo y en los afanes que lo atormen­tan. Esto no significa que todo en esta historia ven­ga del Espíritu Santo. El mal también se apropia su parte. El hombre permanece «incurvatus in se», tentado incesantemente a replegarse sobre sí mis­mo, a buscarse y hacerse autosuficiente en el olvi­do y el desprecio de Dios. El Espíritu Santo, abo­gado de Jesús y de los discípulos, es también aquel que “convence al mundo de pecado” (Jn. 16, 9) y que anima la lucha contra la “carne”».

 

31.       La acción del Espíritu en la historia de nuestro mundo tiende a constituir un cuerpo de hijos de Dios y un templo de adoración «en espíri­tu y verdad» que no puede ser solamente el cuer­po de Cristo (cf. Jn. 2, 21).

 

32.    Tratando de precisar las razones que im­pulsan a la Iglesia a la actividad misionera, el de­creto conciliar «Ad Gentes» afirma que «finalmen­te se cumple el designio del Creador, quien creó el hombre a su imagen y semejanza, pues todos los que participan de la naturaleza humana, rege­nerados en Cristo por el Espíritu Santo, contem­plando unánimemente la gloria de Dios, podrán decir: “Padre nuestro”» (n. 7-3). Y esta idea viene documentada con abundantes citas de los Padres

de la Iglesia, entre las cuales, la siguiente de San Hipólito: «El no rechaza a ninguno de sus servido­res... queriendo y deseando salvar a todos, querien­do hacer a todos hijos de Dios y llamando a todos los santos a formar un solo hombre perfecto». Existe, efectivamente, un solo Hijo (Siervo) de Dios: por medio de él nosotros obtenemos también la rege­neración (el nuevo nacimiento) mediante el Espí­ritu Santo, aspirando a formar juntos un único hombre celeste y perfecto. «Es uno solo, en defini­tiva, el que dice “Padre nuestro”. Y nosotros, su Iglesia, formamos, dentro de la amplitud del mun­do, lo que San Pablo llama “las primicias”.

 

33.    Nosotros conocemos e invocamos a Cristo y al Espíritu. Tenemos la Palabra inspirada, los sa­cramentos, los ministerios instituidos. Si el Espíri­tu actúa más allá de los límites visibles de la Igle­sia, ésta es para el mundo el sacramento de Cristo y de su Espíritu. Nosotros asumimos este vasto mun­do en nuestra oración, rindiendo por él gloria al Padre mediante Cristo en el Espíritu.

 

34.       El Espíritu, en efecto, es Aquel que se­cretamente recoge y anota todo lo que, en el mun­do, trata de balbucir “Padre nuestro”. Este es el sen­tido que, personalmente, damos cada día a la do­xología que termina la Anáfora y introduce el “Pa­dre nuestro” «Sólo por su medio nosotros gritamos, o él grita por nosotros, ¡Abba, Padre! (Rom. 8, 15; Gal. 4, 6). (Cit. de La parola e il soffio, Borla, Ro­ma 1985, pp. 157-159).

 

35.       Estas rápidas referencias a la acción del Espíritu del Señor llegan a una conclusión que sien­to profundamente: debemos abrirnos al Espíritu. Incesantemente y con urgencia. Ser espirituales no es una opción facultativa entre otras, sino que es nuestro deber, nuestro destino.

 

 

Para una cultura de la atención

 

36.    Sólo en el Espíritu Santo tenemos la ca­pacidad de comprender y asimilar el Evangelio — fundamento perenne del Cristianismo — y su mensaje.

Pido excusa si recurro una vez más a una cita para aclarar el sentido de mis palabras. G. Prezzo­lini, escéptico, pero atormentado a la vez por la bús­queda de Dios hasta el punto de entablar una pre­ciosa correspondencia con Pablo VI, escribe: «El Evangelio no contiene un mensaje social o político.. El cristianismo busca la transformación del hombre en nuevo Adán: es, el del Evangelio, un mensaje puramente interior… Estos cristianos, es­tos viajeros de paso por el mundo, pero no perte­necientes a este mundo, deben ocuparse de las co­sas de este mundo siendo indiferentes a sus formas. Lo que temo hoy en los cambios que la Iglesia se propone justamente es que siga una línea políti­ca.., o sea, la tendencia a seguir a los más fuertes...» Y también: «Pero un campo le ha quedado a la Iglesia. Ni la ciencia ni el Estado han podido ja­más tocarlo: el corazón humano que está inquie­to... En este campo, que no mira ni a ricos ni a po­bres, jóvenes o viejos, hombres o mujeres, esclavos o amos, blancos o negros, de derecha o de izquier­da, la Iglesia tiene un poder absoluto sobre las con­ciencias de todos aquellos que sienten la insatis­facción de los bienes terrenos y no tienen el coraje desesperado de aceptar el mundo árido, indiferente al destino humano, puro choque de fuerzas sin nin­guna finalidad... La Iglesia debería... recordar... que vive para defender valores contrarios a los honores, a la riqueza, al poder, al lujo, al placer de los sen­tidos, a la apatía, a la conquista... Pero ningún Es­tado y ningún partido se propuso jamás ni tiene la posibilidad de elegir y hacer hombres buenos: he aquí el campo de la Iglesia...

Un santo, un religioso caritativo, un poeta ins­pirado por la conciencia religiosa son más impor­tantes que muchas afirmaciones, reducciones, mo­dificaciones del culto, del hábito, de la doctrina eclesiástica» (de la «Sombra de Dios»).

 

37.    Queridos hermanos: nuestra apertura al Espíritu comenzó cuando nosotros, inquietos, sen­timos insatisfacción de los bienes terrenos y juzga­mos la aridez del mundo y la indiferencia hacia el mal como situaciones a modificar ante todo den­tro de nosotros; así, tocados por el soplo del Espí­ritu, nos encontramos con S. Juan de Dios que nos ha invitado a ocuparnos del corazón humano con el corazón abierto a El. Nosotros estamos en línea con el Evangelio cuando testimoniamos el valor-caridad: no nos mueve otra cosa que el interés por cuantos, pobres en la carne y en los afectos, se di­rigen a nosotros. Nosotros, cuando estamos abier­tos al Espíritu, somos portadores, más que de la prestación técnica, de una cultura de la atención hacia el alma humana, hacia el Yo esencial e in­mortal, mediante la acogida de la persona en su integridad. Pero para mantener esta apertura in­tegral al hombre, debemos buscar nuestra conti­nua transformación interior. Esta es, por lo demás, la condición necesaria para otras transformaciones referentes a nuestras Comunidades, a las Provin­cias, a nuestras obras, a las relaciones con los cola­boradores laicos y con nuestros mismos enfermos.

 

 

El sonido de la Palabra se hace eco en el Espíritu

 

38.    Esta es, por consiguiente, la primera re­volución que debemos hacer. Ella nos impedirá embalsamar el Evangelio, nuestro Carisma, el Hom­bre que sufre, el Tiempo y el Mundo en que vivi­mos. Pero requiere un empeño nada ordinario, que tiene su centro en la escucha de la Palabra, unida a la contemplación total en el Espíritu. Uniendo entre ellos la Palabra y el Espíritu, encontraremos también el sentido unitario para nuestra vida. Cuando nos sentimos molestos porque quieren cambiar nuestras costumbres y nuestra seguridad operativa, nos preguntamos enseguida cuáles son las cosas prácticas que debemos hacer, olvidándo­nos el primum movens de todas nuestras acciones: el Espíritu, el soplo vital que debe inspirarlas.

 

39.    Mis queridos hermanos: lo que nosotros realicemos en el futuro en términos de obras, fun­ciones, direcciones, estará exactamente en relación al puesto y a la dimensión que demos al Espíritu, es decir, en definitiva, a nuestro crecimiento per­sonal, al cuidado con el que sepamos evitar per­dernos en actividades poco productivas y sin rela­ción al sentido que nosotros queremos dar a la vi­da. Nosotros hemos elegido estar de parte del que ama con amor sin medida y acoge al débil, al in­defenso, al olvidado; hemos elegido vivir largos mo­mentos de abandono, de desierto, de meditación, de oración no «rutinaria», para adquirir esa capa­cidad de amor incondicional. El secreto de la Pala­bra espera ser descubierto por nosotros: «Ella es la perla preciosa, el tesoro escondido, para cuya con­quista es necesario vender todo. En la escucha si­lenciosa, la Palabra... aflora a la conciencia y en­ciende allí el deseo irresistible de ordenar a su rit­mo, percibido como la armonía del destino perso­nal, la propia realidad. Sin el despertar de este de­seo, el hombre se priva de su paso, de su cualidad esencial, y termina por perderse en las confusio­nes del ambiente en que vive. La plegaria evangélica­ es el encuentro, en el silencio, de nuestro misterio ­personal con el misterio divino, el reencuen­tro nuestra verdad en Dios...

 

La crítica que la gente nos dirige es una sola: nos ocupamos demasiado del tiempo, del mundo, y poco del espíritu; y por esto ya no nos distingui­mos de cualquier colaborador laico, cuando no lo tenemos sujeto con nuestro freno. Nosotros que ser­vimos a la vida, la creación (tratando de liberarla de las deformaciones de la pobreza, de la enfer­medad, del escepticismo y de la soledad) debemos poseerla. Una vida completa que late, corpórea y espiritual, rica y disponible, capaz de prestaciones humanas y religiosas útiles al otro y no sólo a no­sotros mismos. Lo repetiré hasta la saciedad: la vida práctica, activa, nuestra función, son importan­tes, pero no salvarán nuestra alma ni a la Orden, si nosotros no dedicamos mucho de nuestro tiempo a enriquecer la vida interior, a cultivar nuestras capacidades de amor, en la búsqueda de la unión personal con el principio de la vida» (Vannucci).

 

40.    Nuestra Orden ha recibido en herencia una grande y preciosa cultura del trabajo: conoce­mos todos el valor y la utilidad del trabajo para nuestro equilibrio biopersonal. Hoy nuestra acti­vidad nos está apartando hacia funciones más di­rectivas, de guía: nos pone, si somos capaces, en condiciones de establecer relaciones humanas, ade­más de profesionales, que son una gran ayuda psí­quica para nosotros y para los enfermos.

 

A veces es escaso en nosotros el trabajo inte­lectual y el espiritual: si los olvidamos, acabaremos por vaciar de significado nuestras actividades ma­nuales y profesionales.

 

 

No mentir, no traicionar

 

41.    La mía os parecerá una provocación; pe­ro debemos centrar más nuestra jornada sobre el cultivo del espíritu y de la persona, revisando sin prejuicios nuestras actuales tareas, de modo que se garantice a través de ellas la realización de nuestro carisma. En efecto, como hombres, a través del tra­bajo, damos al mundo nuestra humanidad y de­mostramos nuestra capacidad de amar. Como reli­giosos debemos expresar al mundo indicaciones y también criticas, si es necesario; pero para hacer esto debemos conocer «los impulsos de la humanidad actual, para afirmarlos y purificarlos». Y debemos reavivar en nosotros la oración, llevándola a un ni­vel de madurez. Esto es posible si a la cultura del trabajo manual y profesional sabemos juntar la del hombre y la de nuestra civilización, además de aquella fundamental del Espíritu.

Sólo con esta condición nuestras comunida­des se animarán y cada religioso, según las propias experiencias y actitudes, podrá comprender el mun­do en su autenticidad, interpretar el profundo an­helo humano de dar un sentido a la vida, recha­zando todo modelo, según el famoso dicho: apren­der de todos, no imitar a ninguno. También noso­tros, por consiguiente, en espíritu de búsqueda, de verdad y amor, de autenticidad y libertad, debe­mos reinventar nuestros modelos de vida religio­sa, operativa, comunitaria, social. Hagamos juntos este trabajo evitando las tentaciones de repetir mo­delos ya superados (que es mentir) o de imitar es­ta o aquella Orden (que es traicionar la coheren­cia con nuestros orígenes).

 

La apertura al Espíritu en nuestras comunidades

 

42.    Nuestro abrirnos al Espíritu — se ha di­cho — presupone un trabajo individual de creci­miento humano, intelectual, religioso y una acción coherente con la realidad específica de nuestras obras. Nuestro crecimiento comienza desde los años del noviciado junto a nuestros hermanos, nuestros colaboradores y junto a los enfermos, con los cua­les nosotros estamos (o deberíamos estar) en pe­renne comunión. Comienza, por consiguiente, en la comunidad religiosa, que hoy nos da quizá más angustias que satisfacciones. Esto era menos cierto en un tiempo cuando la comunidad, como un gran regazo materno, nos protegía, nos daba seguridad, aun mostrándose muy severa en términos de pres­cripciones, prohibiciones e incluso obstáculos a nuestra realización personal. Hoy algo ha cambiado: la comunidad de religiosos ya no es una enti­dad totalizante, hay más espacio para las liberta­des personales, la función jerárquica se vive de mo­do menos opresivo. Sin embargo, persiste una cierta desilusión en todos nosotros; de vez en cuando es­peramos que la comunidad debe corresponder me­jor a nuestras necesidades; quizá cultivamos el de­seo infantil de ser amados por los otros, tal vez sin merecerlo; quizá nuestra idea de la comunidad re­ligiosa ha quedado bloqueada a mitad de camino entre la nostalgia del pasado (o su total rechazo) y el impulso de abrirla al Espíritu, además de a ca­da uno de los hermanos.

 

43.            Creo que nos toca a nosotros reinventar nuestras comunidades, que no se nos regalan en esta o aquella Casa. Nosotros hemos sido víctimas de un error: el de pretender que el amor sea un don y no una conquista. Es bien cierto que en los primeros años de nuestra vida, en la familia y en

el colegio, nuestros padres, igual que nuestros su­periores, nos han mostrado frecuentemente un ros­tro sonriente, benévolo, acogedor: en el fondo, ca­da niño debe recibir el amor gratuito de los adul­tos. Pero con el pasar de los años hemos experimen­tado que amar y ser amados es una cosa increíblemente  compleja, comprometida, cada vez menos espontánea, siempre en suspenso, rica en experien­cias contradictorias, cuando no portadora de ver­daderos y auténticos sufrimientos. La comunidad ha llegado a ser antes o después para cada uno de nosotros, de algún modo, fuente de sufrimiento.

Podemos sentirnos en apuros para admitir la pesadez, la casi imposibilidad de crear una comu­nidad rica en comprensión, en actividad, en con­fianza. Pero tenemos el deber de buscar solucio­nes. En la comunidad de hoy son más evidentes los signos de desgaste, de desconfianza, de incom­prensión, también porque más que en el pasado es posible la huída de la comunidad-comunión, de diversas formas: trabajando más, frecuentando es­tudios, emprendiendo actividades sociales, viajan­do, reuniéndose para discutir, etc.

 

44.            En términos humanos, la comunidad podría ser comparada a un grupo que se constitu­ye para alcanzar cierta meta. Es típico el equipo profesional que — una vez logrado el objetivo — se disuelve y cada uno vuelve a sus ocupaciones. Nosotros somos un grupo también en este sentido, pero no solamente en éste. También nosotros nos reunimos para orar, para trabajar, para estu­diar; pero esto aún no hace la comunidad-comu­nión: frecuentemente, en efecto, nosotros desea­mos la comunidad, pero al mismo tiempo la huí­mos, quizá para evitar riesgos. Creo que sucede esto no por maldad, miedo o escaso sentido de la reli­giosidad, sino más bien por el deseo de impedir el aplastamiento del Yo personal en la vida comu­nitaria, de evitar la exploración afectiva por parte de algunos hermanos no suficientemente madu­ros como personas y como religiosos; en otras pa­labras, se tiene la convicción de que en comuni­dad no es posible desarrollarse a sí mismos, crecer como personas y como religiosos, y que en comu­nidad sobreviene solamente el empobrecimiento del Yo y su explotación.

 

45.            Queridos hermanos, todo esto en parte es cierto; cuando en comunidad no se tiene la sen­sación de ser respetados, de caminar juntos aún en la diversidad de las personas, entonces se conside­ra inútil participar en ella.

Pero la comunidad religiosa es algo más que un grupo, en cuanto que sus miembros están jun­tos en el nombre de Alguien que les ha hecho en­contrarse para realizar el ideal de dar testimonio de su amor hacia el prójimo. Este ideal unas perso­nas con una fuerte identidad personal y religiosa, interesadas no en mendigar adulaciones o recono­cimientos, sino en ofrecer su persona al diálogo real con el otro. Nosotros como hombres, como cristia­nos y como religiosos, estamos llamados a la co­munión. Como afirma el Vaticano II, «la razón más alta de la dignidad del hombre consiste en su vo­cación a la comunión con Dios» (GS, 19). No se trata de una simple actitud humana hacia el diálogo y la disponibilidad, sino de un don que se nos ha desvelado y comunicado en la palabra de Dios. La comunión es misterio, cuya participación es ofre­cida al hombre; es «el proyecto de Dios que se ac­túa en la historia con el anuncio de la fe, fundado sobre la comunión trinitaria» (CEI, Comunión y comunidad, documento 1981, n. 16). De ello se si­gue que tanto la Iglesia en su ser comunidad, co­mo las comunidades de Iglesia — como es nuestra comunidad religiosa — son siempre un «icono» de la Santísima Trinidad, una manifestación del Pa­dre, del Hijo y del Espíritu Santo. La comunión tes­timonia el amor mismo de Dios, un amor puro y exigente.

 

46.            Queridos hermanos, debemos reconocer­nos por lo que somos, con nuestras luces y nues­tras sombras, por lo que queremos conseguir a tra­vés de nuestra vida, y después interrogarnos si so­mos «auténticos», además de con nosotros mismos, también con nuestros hermanos. De otro modo, la comunidad no llega a ser comunión, lugar de cre­cimiento y de intercambio, donde se encuentran personas vivas, de carne y hueso, unidas en la diversidad de caracteres, de carismas y de formación, para dialogar respetándose siempre, caminando juntas, aunque sea con misiones y tareas diferen­ciadas. La comunidad no es el paraíso terrestre, si­no un lugar necesario para el crecimiento de todos a través del encuentro realmente fraterno en las in­tenciones y en las formas, no cegado por las ilusio­nes o por nuestros deseos narcisistas.

 

47.       La incomprensión y el conflicto en las comunidades muy frecuentemente manifiestan el deseo de salir de la inmadurez, del conformismo, de la hipocresía de ciertas reuniones celebradas sólo por deber y no porque son funcionales para nues­tra vida. Pero ¿cómo podemos hablar de amor si no poseemos la conciencia de nuestros límites y de los de los otros, si no nos respetamos y si no respe­tamos al otro?

 

Seamos seres humanos, vivamos en comuni­dad no para replegarnos sobre nosotros mismos, si­no para crecer con cuantos tienden a nuestros mis­mos objetivos.

 

48.      Nuestra principal preocupación, por consiguiente, debe estar dirigida a esta ya no más eludible situación de malestar de la comunidad re­ligiosa; situación que se afronta no reforzando me­canismos ilusorios, sino redescubriendo la pasión originaria y original del crecer juntos mediante el amor con que nos ha amado Cristo (Jn. 12, 14).

Nosotros podemos dar a cambio nuestro em­peño por ser cristianos y religiosos cada vez más auténticos, independientemente de las desviacio­nes y de los errores inevitables; vigilándonos, pues, a nosotros mismos, y sin juzgar a los demás. Dice un poeta: «Juzgar a una persona por su acción mez­quina es como calcular la potencia del océano por su ligera espuma». Mucho más autorizados el Evan­gelio y San Pablo, de los cuales os invito a leer las citas concernientes. (cfr. Lc. 6, 37-38; Gal 5, 13-15).

 

49.      De cuanto he dicho, resalta la importan­cia que asume para la identidad y eficacia de nues­tro carisma la formación de comunidades en las que actúen personas auténticas, conscientes del hecho de que tales comunidades se construyen día a día entrando en ellas con las propias energías y con las propias debilidades, con la propia experiencia y con el deseo de permanecer unidos en el nombre de Jesús, porque en tal caso El está presente (Mateo, 18, 20).

Nuestra hospitalidad podrá cambiar, surgirán nuevas obras, otras podrán y deberán extinguirse. No es esto lo que preocupa, sino más bien el he­cho de que sean protagonistas del futuro comuni­dades verdaderamente renovadas.


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

III

NUESTBA APERTURA AL TIEMPO

Y AL HOMBRE


50.       Si tuviera que expresaros completamente mi pensamiento sobre este tema, necesitaría otro espacio bien distinto. Los cambios sucedidos en es­tos últimos decenios en el campo de la salud y, más en general, en los de las necesidades y sufrimien­tos de la humanidad, con innegables progresos pero también con imprevisibles paradas y cambios de dirección, son tan numerosos y desconcertantes que requerirían una reflexión de por sí. Aquí pueden ser suficientes algunas notas, unidas a alguna pro­puesta, que nos estimulen a las necesarias aperturas al Tiempo y al Hombre sin abandonar nunca la apertura (central) al Espíritu.

 

 

Un Tiempo diverso, un Hombre diverso

 

51.       Una primera reflexión concierne a la hu­manidad de hoy: somos todos conscientes de que ella ha sido sorprendida por la rapidez de las trans­formaciones y estímulos que han interesado las ideologías, la economía y la política, provocando auténticas «revoluciones» dentro del alma huma­na. «Un mundo diverso invade el mundo conoci­do, y este mundo es tan imprevisible que hace del todo insignificantes las previsiones de la vida ordi­naria. En este mundo diverso existe el misterio de todos los fundamentos de la vida». (W.B. Kristen­sen).

En este mundo diverso nace el hombre diver­so de nuestro tiempo, que una vez más se bate en­tre las exigencias divinas y las del mal, como nos enseña la historia. En este mundo diverso nosotros debemos-queremos vivir, nosotros debemos-pode­mos actuar. Pero nuestra acción resultará eficaz sólo si poseemos la fuerza interior y la conciencia de que la humanidad tiene necesidad de testigos de la verdad, de guías morales además de operativos, de anticipadores con coraje. Nos lo recuerda Pablo VI con fuerza inigualable: «El hombre contempo­ráneo escucha más gustosamente a los testigos que a los maestros, o si escucha a los maestros lo hace porque son testigos. S. Pedro expresaba bien esto cuando describía (1 Ped. 3, 1) el espectáculo de una vida recatada que conquistaba sin necesidad de pa­labras a los rebeldes a la Palabra» (Evangelii Nun­tiandi, n. 41).

 

52.           Este empeño personal que hace avanzar a la humanidad pone al hombre de nuestro tiem­po en una condición nueva, quizá la más nueva y perturbadora desde su aparición cotidianamente enfrentado con realidades que lo manipulan y lo alejan del «centro» vital del espíritu, de aquel Dios por quien él ha sido creado «a imagen y semejan­za». Quien no es capaz de recoger el desafío de es­ta soledad, resulta presa de las modas del tiempo, se arroja a actividades frenéticas, se retuerce, se dis­persa, ofuscando su identidad, perdiendo en defi­nitiva su libertad.

 

 

Guardianes y artífices del bienestar de la gente

 

53.           Hoy más que ayer son, por consiguien­te, necesarias al hombre la libertad de pensamien­to personal, la riqueza del corazón y una nueva y más coherente operatividad.

Y todo esto ¿qué relación tiene con nuestra vida de religiosos hospitalarios? Una relación muy estrecha en cuanto que nosotros debemos asirnos mucho más a nuestro Yo interior, a nuestra liber­tad, a la fuerza de nuestros sentimientos si quere­mos actuar de modo coherente en favor de la hu­manidad de nuestro tiempo.

Frecuentemente se ha alimentado en nosotros un vicio mental, anticristiano: el hábito de vivir con la enfermedad, la incomodidad, el sufrimiento de nuestros pacientes nos ha hecho olvidar el ver­dadero objetivo, que es el de garantizarles, tam­bién a través de la actividad sanitaria en sentido estricto, el máximo de bienestar posible. Nosotros no somos solamente distribuidores de medicinas, o reparadores de cuerpos, sino también y sobre in­do guardianes y, por nuestra parte, artífices en mu­chos casos del bienestar de la gente que se dirige a nosotros cargada de necesidades y motivaciones nuevas e incluso conmovedoras para nosotros, ha­bituados a una visión esquemática y reductiva en nuestra acción.

 

54.             Nuestra apertura al Tiempo y al Hom­bre nos debe comprometer no sólo profesionalmen­te, sino también personalmente y culturalmente en la búsqueda de este hombre de hoy, diverso del de ayer. Es precisamente de este hombre de quien nosotros queremos huir cuando decimos que en la rica sociedad capitalista no hay ya lugar para los hermanos de San Juan de Dios. Como si ser ricos equivaliese a tenerla llave de la felicidad, de la sa­lud, del bienestar. El bienestar no se confunde con el «bien-tener». Advertimos la gran tentación de abandonar a sí mismo a este hombre occidental que con gran esfuerzo trata de emanciparse de la po­breza, de la superstición, de tradiciones absurda­mente obligatorias, para encontrar un propio equi­librio nuevo para proponerlo al resto de la huma­nidad; y abandonarlo precisamente mientras vive la vulnerabilidad de su condición de buscador de nuevos caminos. ¿Acaso no es también hijo de Dios, llamado a la salvación, y comprometido frecuen­temente en ayudar a los hermanos que sufren por la carencia de alimento, medicinas, viviendas?

 

55.    Ciertamente el hombre técnico actual no ha resuelto del todo sus problemas: es más libre, más responsable, más activo, pero paga todo esto con una mayor fragilidad de los lazos afectivos, mientras la misma innovación tecnológica lo expone más a los riesgos de la desocupación, de la movili­dad en el trabajo, de la pérdida del rango social, de la soledad y del anonimato, sobre todo dentro de los grandes aglomerados urbanos. Paga, en de­finitiva, este progreso con un difuso malestar de la persona que se manifiesta en la búsqueda frené­tica de diversión, de evasión, de psicofármacos, para encontrar un mínimo de serenidad.

 

56.       Una de las aspiraciones prevalentes del hombre, al menos en la cultura occidental e indus­trial, es la aspiración a la autonomía, es decir, a una condición en la que, cada vez menos condiciona­do por la tradición, pueda experimentarse a sí mis­mo, vivir en plenitud sus dimensiones, ser cada vez más libre. Esta sed de autonomía, de verdad sobre sí mismo y sobre los demás, en otras palabras, de autenticidad, representa, sobre todo para nosotros los religiosos, el aspecto más traumatizante, más duro de aceptar. Efectivamente, nos inclinamos a condenarlo, también porque su comportamiento va acompañado a veces de impulsos amorales, de sed de placeres, de negación de lo trascendente, de perturbaciones en las relaciones familiares y so­ciales. Sin embargo, el impulso a la emancipación, a la búsqueda y a la asunción de responsabilida­des personales por parte del hombre de nuestro tiempo no es sólo expresión de rebelión, sino tam­bién de autenticidad, de compromiso. Después de siglos en los que pocos hombres poderosos han do­minado las conciencias y las expresiones de las ma­sas, la humanidad trata de configurarse el propio destino según modelos internos más que externos: y esto de por sí es un bien, no un mal. El hombre que quiere hacerse libre, auténtico, responsable, busca dentro de sí, además de fuera, los recursos principales para realizarse en estas direcciones. Y no tolera muy fácilmente las imposiciones, los códigos morales abstractos y no suficientemente moti­vados, la esclavitud de la costumbre y de la tradi­ción.

Al mismo tiempo, el ejercicio de la propia autonomía lo expone inevitablemente a errores y desviaciones, a momentos de angustia a pesar de las conquistas obtenidas en el plano material. Y esto porque e] hombre no es sólo lo que tiene, si­no sobre todo, lo que es.

 

57.       Dice un proverbio chino que «el hom­bre rico siempre tiene miedo». Y lo tiene sobre to­do cuando se enferma. Quizás el hombre más en crisis hoy es el que entra en nuestros hospitales. De esta crisis, con nuestra ayuda y la de Dios, el pue­de renacer a una vida nueva, más integrada, más orientada al bien de la familia y de los hermanos, más cristiana y humana. Me viene a la mente este pensamiento de un conocido sacerdote escritor, A. Pronzato, a propósito de la parábola del sembra­dor: «El sembrador no escoge el terreno, no decide cuál es el terreno bueno y cuál el desfavorable, el apropiado y el menos apropiado, aquél del que se puede esperar algo y aquél por el cual no merece la pena trabajar. El terreno se manifiesta por lo que es después de la siembra, no antes. Si todos los que anuncian la Palabra recordasen esto... Nuestra ta­rea no está en clasificar los diversos tipos de terre­no, ni en trazar el mapa de las posibilidades (una tentación siempre presente). Nosotros debemos probar todos los terrenos. Debemos arriesgar la Pa­labra por todas partes. Quisiera decir que debemos aprender a gastar la semilla. Aprender a realizar numerosos gestos inútiles». Sin olvidar que la se­milla puede transformar el terreno.

 

 

Entrar en el templo del tiempo

y del hombre contemporáneo

 

58.            Dedicarse a nuestros hermanos y al Hombre contemporáneo no es perder tiempo si te­nemos la cultura y la fuerza necesarias. Ayudar a los hambrientos y vestir a los desnudos son obras meritorias, igual que asistir a quien — encerrado en su egoísmo — es incapaz de compartir con los demás los bienes materiales y morales. Pobre es to­do hombre que ha perdido el equilibrio psico-físico y la esperanza en una vida más rica en todos los sentidos; quien se acerca al misterio de la muerte o, aunque sólo sea temporalmente, se ve obligado a separarse de los afectos familiares, de los deberes laborales, de las relaciones sociales. Si es noble la opción misionera, no lo es menos la de quien se decide a estar con el Hombre del «progreso» y con sus obras, en estas realidades avanzadas donde es­tán más difundidas la indiferencia y la insensibili­dad, humana y espiritual, hacia el hombre. Un hambriento, un desnudo, un minusválido es mu­cho más visible que quien, acomodado, no tiene necesidad tanto de alimento, vestido o custodia, cuanto de esperanza, de atención, de respeto, de identificación. El pan psíquico y espiritual es un pan menos visible, pero igualmente útil al enfer­mo, aunque sea más difícil de suministrar.

 

59.            Queridos hermanos, cuidémonos de los complejos de superioridad o de inferioridad pro­ducidos en nosotros por el color de la piel o el ta­maño del portafolio de nuestros asistidos. Cuidé­monos del prejuicio según el cual las necesidades del hombre son solamente de carácter económico-­material-científico, afrontables de modo técnico y basta. Así no se hace justicia a la complejidad y a la riqueza del Hombre contemporáneo, ni a la esencia de nuestra vocación; es más, puede ser un pretexto para sustraernos a la asunción de nuevas y comprometidas actitudes orientadas no a nues­tras necesidades (de poder, de prestigio, de rápida respuesta del enfermo a nuestras intervenciones ma­teriales) sino a las de la persona a nosotros confia­da. A esta persona más libre, más emancipada, más despierta y más sola debe dirigírsele una atención diversa, si queremos responder realmente a sus ne­cesidades y respetar los significados más profundos de su estilo de vida. Nuestro carisma, que tiene una riqueza increíble, no sufre ni sufrirá jamás la falta de destinatarios: puede ser ejercido en todo lugar habitado por el hombre, el cual tendrá siempre en el alma el deseo de un alimento no sólo biológico. Nuestro Carisma nos invita, pues, a entrar en el Templo del Hombre concreto de hoy. Nos advier­te también que debemos cambiar a medida del Tiempo y del Hombre, sin garantizarnos que tal cambio sea sin dolor. Quizás es más fácil afrontar los riesgos de la sabana o del desierto que anun­ciar nuestro Carisma a gente instruida, con facul­tades críticas notables, pero con necesidades nue­vas que se han de satisfacer.

 

60.       «En el ambiente tecnificado y consumista de la sociedad moderna en la cual se descubren cada día nuevas formas de marginación y de sufrimien­to nuestro apostolado hospitalario es plenamente actual». Lo leemos en nuestras Constituciones. So­mos nosotros, queridos hermanos, los que corremos el riesgo de no ser actuales si no fijamos la mirada sobre las marginaciones y sobre los sufrimien­tos del hombre contemporáneo. Aliémonos, por consiguiente, con cuantos — también colaborado­res laicos — quieren crecer junto a nosotros y a menudo caminan delante de nosotros. Juntos respon­deremos mejor a nuestra llamada, a nuestra mi­sión, conscientes de que ella exige hoy una nueva cultura del Hombre, del Tiempo y de la Vida, un esfuerzo de búsqueda y de experimentación que quizá jamás nuestra Orden ha debido afrontar tan urgentemente.

Esta visión del Hombre puede parecer dema­siado espiritual y poco técnica, pero seguramente está línea con las Constituciones y con el Espíri­tu que las anima. En ellas encontramos, efectiva­mente, el impulso para realizar nuestro apostola­do como religiosos «nuevos», actuales, genuinos, en favor del hombre al que siempre debemos mirar. «Himalaya está en todas partes, nuestro verdadero maestro es cada hombre y cada mujer que sufre» (Gandhi).

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

IV

NUESTRA FUNCION EN LA ORDEN

    


61.       Lo que he dicho a propósito del religio­so en particular y de la comunidad, se puede apli­car también a nuestra Orden. La búsqueda de las necesidades del hombre contemporáneo, la ubica­ción de nuestras Obras, la capacidad de proyectar actividades que respondan cada vez más a las exi­gencias de la sociedad afectan a la trama conexiva de la Institución. También ella debe cambiar para vivir en la actualidad y en el futuro. Y debe cam­biar — como en parte ya está sucediendo — en di­rección a una unión cada vez mayor entre casas y Provincias, entre Provincias y Gobierno Central, en­tre este último y la periferia.

 

 

Unidad en la autonomía

 

62.    Frecuentemente, a nivel individual y de comunidad, vivimos con cierto desagrado las invi­taciones que, desde hace ya tiempo, viene hacien­do el Consejo General a establecer una relación, cada vez más estrecha, entre las diversas componen­tes de nuestra Institución. La falta o la insuficien­cia de tal conexión, contraproducente para noso­tros y para las relaciones con los colaboradores lai­cos, no depende de la distancia geográfica entre ca­da una de las Casas y la Provincia, o entre ésta y el Centro, sino más bien de una escasa percepción de la complejidad y de la riqueza de nuestra misma Institución. Extraño: en una época en que se viaja con extrema facilidad de un continente a otro y se dispone de informaciones en tiempos rapidísimos, nos cuesta aún comportarnos como un cuer­po único, bien articulado en sus estructuras.

No podemos, no debemos recibir con sospe­cha las iniciativas que tienden a favorecer nuestra unión. Al contrario, es absurdo pensar resolver nuestros problemas de gobierno, de vida interior, de respuesta a las necesidades del enfermo, de ges­tión económica y de programación sin un fuerte espíritu de comunión tanto a nivel horizontal co­mo vertical.

 

63.           En estos últimos años la Orden ha hecho un esfuerzo notable en esta dirección: pero aún no bas­ta, no hemos llegado aún a un nivel satisfactorio. Todos nosotros debemos sentirnos obligados a pen­sar soluciones nuevas al problema en un clima de mayor confianza recíproca y de colaboración por parte de todos. La distancia y las diferencias socia­les y culturales que nos caracterizan no deben con­vertirse en una excusa de nuestro desinterés, ¡co­mo si el Centro no formase parte de la Orden! Queridos hermanos, cuando el Prior General os in­vita a vivir intensamente vuestra función, cuando insiste en la necesidad de la sintonía entre cada uno de vosotros y la Provincia, entre cada una de las Provincias — también entre vosotros — y el Cen­tro, no pretende quitaros autonomía, tiempo, re­cursos, sino realizar aquel intercambio, por otra par­te previsto por las nuevas Constituciones, que nos permite a nosotros y a vosotros crecer a todas los niveles, favorecer decisiones más sabias. La auto­nomía no debe convertirse en autarquía, por nin­gún motivo; la unidad en la autonomía es, por con­siguiente, un proyecto que no podemos olvidar. La tarea más desagradable para un Superior General es la de tener que obligar a uno de sus hermanos a hacer lo que se hace. Es verdaderamente doloro­so constatar la pereza de ciertas Provincias no sólo frente a las indicaciones del Gobierno Central, si­no también frente a resoluciones tomadas en la propia Casa: de palabra nos manifestamos disponibles y después, de hecho, o no trabajamos o trabaja­mos desunidos, cuando no incluso enfrentados. Al Prior General no le molesta la diversidad de opi­niones: surge una inestimable riqueza al conside­rar un problema de modo diverso. Lo que, en cam­bio, empobrece es la falta de discusión, la falsa obe­diencia, el espíritu de prevaricación, el miedo de perder autonomía.

 

64.            Si queremos prepararnos al 2000 en ple­na coherencia con nuestro carisma de la Hospitali­dad, no podemos renunciar a un mayor acercamien­to, humano y espiritual, entre nosotros, entre Pe­riferia y Centro, entre cercanos y lejanos. Ninguno de nosotros puede considerarse superior a otro, nin­guno puede sentirse más situado que otro. En el ejercicio de nuestras funciones todos somos impor­tantes, todos somos útiles, independientemente de la función actual, de la edad, de la nacionalidad de proveniencia o de aquella donde trabajamos. Y seremos aún más útiles, más testigos, más concien­cia crítica, más guía, más innovadores si nuestros recursos, nuestros corazones, nuestras inteligencias, nuestra espiritualidad confluyen hacia proyectos de vida compartidos, transparentes, participados.

 

65.            Nuestra Orden debe caracterizarse por una visión verdaderamente comunitaria, por lazos más sinceros y leales, por programas inspirados por un genuino sentido de pertenencia. El mundo se asombra cuando ve hermanos desunidos, bloquea­dos en la auténtica comunión por celos y envidias infantiles, porque se espera de nosotros, además del testimonio auténtico del amor cristiano, una disposición para el perdón, la tolerancia, la alian­za entre nosotros. Uno de los grandes miedos de nuestro tiempo, el miedo atómico, está producido por la astucia, por la prepotencia, por la convic­ción de estar de la parte justa, por la discordia con­tinuamente alimentada y jamás resuelta en un es­píritu de diá1ogo. Somos nosotros mismos quienes, desde nuestro interior, todos juntos, debemos en­contrar, la manera de testimoniar al Mundo la ca­pacidad de encontrar el entendimiento, de sopor­tar las diferencias, de echar un velo sobre las ofen­sas recibidas. Saber perdonar es indispensable pa­ra construir la unidad, para dar lugar a la crítica no destructiva, en el respeto y en el amor recípro­co. Vuestro Prior General os pide ser generosos hacia las inevitables debilidades humanas, para contri­buir a la construcción de una Orden más unida y abierta.

 

 

Testigos y guías morales para nuestros colaboradores

 

66.             Sobre este aspecto de nuestra vida reli­giosa he dicho ya mucho en estos últimos años. Sin embargo, prefiero repetirme, porque nuestro fu­turo dependerá mucho de lo que logremos hacer frente a nuestros cada vez más numerosos colabo­radores. Nuestra función ha sufrido y sufrirá ulte­riores cambios radicales: está en nosotros el antici­parlos, inventarlos a la luz de nuestro carisma y de los signos de los tiempos.

Sobre un punto quiero ser rápidamente cla­ro: quien entra en los Hermanos de San Juan de Dios no lo hace por una elección profesional, sino por una vocación interior. Y aun cuando nuestras Obras preven, dentro de la elección espiritual, un puesto de trabajo profesional, para nuestros futu­ros religiosos la formación directiva es secundaria: ellos no han entrado en la Orden para dirigir. Aun­que se adquiere el conocimiento del arte de diri­gir, la preparación cultural, religiosa y profesional no debe ser la de quien ocupará puestos de man­do, porque tenemos la fortuna de tener colabora­dores laicos especializados en esta tareas específi­cas, que han empleado en ello más tiempo e inte­ligencia. Algún religioso, en determinados momen­tos y lugares, podrá también asumir funciones di­rectivas y de gestión, pero ésta no es nuestra meta final, es una fase transitoria y contingente. Hemos perdido demasiado tiempo en impedir el creci­miento y la inserción en funciones directivas de nuestros colaboradores laicos: ¡ha llegado el mo­mento de cambiar!

 

67.           Estoy convencido de que San Juan de Dios hoy no crearía nuevos Hospitales, ni se pon­dría a dirigirlos, sino que dedicaría su esfuerzo a formar hombres, a crear en el laicado mentes y co­razones capaces de asegurar a nuestras Obras aquel clima profesional, humano y administrativo que frecuentemente falta. Lo repito: nosotros no llega­mos a ser religiosos, Priores, Provinciales, Genera­les para ser ‘managers’, sino para testimoniar, para orientar, para formar a nuestros colaboradores pa­ra la misión de atender de forma integral al enfer­mo, al necesitado. Ya en algunas Provincias de la Orden la función de coordinador de la comunidad ha sido separada de la de director administrativo del Hospital.

Debemos continuar en este camino, cambian­do ante todo nuestro ánimo. Ciertamente es más gratificante, en una óptica puramente humana, ad­ministrar el poder por el poder que no dirigir un servicio en una posición de guía moral, dejando la dirección técnica a colaboradores laicos — que casi siempre lo saben hacer mejor — oportunamen­te elegidos y formados permanentemente. Pero la gran tarea que nos espera en el futuro próximo es precisamente ésta: ser, dentro de nuestras Obras, guía moral, es decir, conciencia vigilante y, si es necesario, crítica, a fin de que nuestros colaborado­res se alíen con nosotros en el servicio al enfermo. Es una opción decisiva que no podemos postergar más, que nos costará notable esfuerzo, quizás in­cluso la pérdida de prestigio en algún caso, pero permitirá que nuestras Obras funcionen mejor in­cluso bajo el aspecto administrativo. Más concre­tamente, nuestro colaborador debe convertirse en objeto-sujeto de nuestras atenciones, como lo es el enfermo; debemos identificar y comprender sus ne­cesidades y sufrimientos, provocados quizá por no­sotros. De este modo creamos en el Hospital aquella «ecclesia» que de palabra todos queremos, pero que en realidad tememos.

 

68.        Sin embargo, la función de guía moral no se improvisa. Se proyecta, programa y actúa según criterios de honestidad moral, en armonía con las características de nuestros Obras.

Para comunicar nuestra humanidad y nuestra pasión por el enfermo a los colaboradores debemos poseer esta pasión, no la de la silla de mando. Asu­mir una función de guía comporta una crisis de identidad para muchos de nosotros, habituados so­bre todo a actuar en primera persona. El tiempo de los «fac-totum» se acabó, es necesario concen­trarse en tareas primarias que nuestra opción vo­cacional nos impone. De aquí la necesidad de un estudio y una búsqueda continuos para traducir en orientaciones concretas los ámbitos de comporta­miento donde desarrollar las funciones de guía mo­ral, de animación y de conciencia crítica frente a nosotros mismos, los colaboradores y el mundo. Esto nos permitirá valorar mejor nuestra relación con los demás, llegar a una alianza auténtica, eliminar toda sombra de contraposición, de sospecha y des­confianza.

 

69.     Nuestros colaboradores son en la gran mayoría laicos. Desde el Vaticano II hasta hoy se

ha descubierto y valorado la función singular de los laicos en la Iglesia y lo «específico» que los dis­tingue, la secularidad.

Del documento preparatorio para el Sínodo de los Obispos de 1987, sobre el tema: «Identidad y misión de los laicos en la Iglesia», señalaré algu­na referencia particularmente útil para nuestra co­rrecta relación con los colaboradores. Según el Con­cilio Vaticano II, la función eclesial de los laicos está inseparablemente ligada a su vocación bautismal y a su condición secular.

En cuanto bautizados, son a título pleno fie­les incorporados a Cristo y a la Iglesia. Y su inser­ción en las realidades temporales y terrenas, o sea su «secularidad», es un dato teológico, es la moda­lidad característica según la cual ellos viven la vo­cación cristiana.

 

70.           Los laicos poseen una única e indivisa «identidad», en cuanto son a la vez miembros de la Iglesia y miembros de la sociedad. De su pecu­liar condición se deriva coherentemente su parti­cipación en la misión salvífica de la Iglesia: en cuan­to bautizados, pueden y deben vivir su responsa­bilidad apostólica no sólo en las realidades tem­porales y terrenas, sino también en las propiamente eclesiales; en virtud de su específica condición se­cular están habilitados y comprometidos como cris­tianos no sólo en el ámbito de la Iglesia, sino tam­bién y propiamente en el del mundo y el de sus estructuras y realidades. Lo afirma claramente el Concilio Vaticano II en la «Apostolicam Actuosi­tatem»: «La obra redentora de Cristo, aunque de suyo se refiere a la salvación de los hombres, se pro­pone también la restauración de todo el orden tem­poral. Por ello, la misión de la Iglesia no es sólo ofre­cer a los hombres el mensaje y la gracia de Cristo, sino también el impregnar y perfeccionar todo el orden temporal con el espíritu evangélico. Los lai­cos, por tanto, al realizar esta misión de la Iglesia, ejercen su propio apostolado tanto en la Iglesia co­mo en el mundo, lo mismo en el orden espiritual que en el temporal; órdenes ambos que, aunque distintos, están íntimamente relacionados en el úni­co propósito de Dios, que lo que Dios quiere es hacer de todo el mundo una nueva creación en Cris­to, incoativamente aquí en la tierra, plenamente en el último día. El laico, que es al mismo tiempo fiel y ciudadano, debe guiarse, en uno y otro or­den, siempre y solamente por su conciencia cris­tiana» (AA, 5).

 

71.           En la misión salvífica de la iglesia fren­te a las realidades temporales y terrenas — que es misión de toda la iglesia y, por consiguiente, tam­bién de los pastores — los laicos en virtud de su típica secularidad tienen un puesto original e insustituible: «A los laicos corresponde asumir como tarea propia la instauración del orden temporal y trabajar directamente y de modo concreto en ello, guiados por la luz del Evangelio y por el pensamien­to de la Iglesia y movidos por la caridad cristiana; como ciudadanos cooperar con los demás ciudada­nos según su competencia específica y bajo la propia responsabilidad; buscar en todas partes y en to­do la justicia del reino de Dios».

Pablo VI en la exhortación apostólica «Evan­gelii nuntiandi» escribe de los laicos: «El campo propio de su actividad evangelizadora es el amplio y complicado mundo de la política, de la realidad social, de la economía; igualmente el de la cultu­ra, de las ciencias y las artes, de la vida internacio­nal, de los medios de comunicación social; y tam­bién de otras realidades particularmente abiertas a la evangelización, como el amor, la familia, la educación de los niños y adolescentes, el trabajo profesional, el sufrimiento. Cuantos más laicos haya penetrados de espíritu evangélico, responsables de estas realidades y explícitamente comprometidos en ellas, competentes, en su promoción y conscientes de tener que desarrollar toda su capacidad cristia­na frecuentemente mantenida oculta y sofocada, tanto más estas realidades, sin perder ni sacrificar nada de su coeficiente humano, sino manifestan­do una dimensión trascendente frecuentemente desconocida, se pondrán al servicio de la edifica­ción del reino de Dios y, por consiguiente, de la salvación en Jesucristo (EN, 70).

 

72.           La presencia de los laicos cristianos en el mundo debe ser valiente y profética y podrá asu­mir diversas formas de testimonio acompañado siempre por el discernimiento evangélico. En efec­to, como advierten S. Juan y S. Pablo, el mundo es una realidad en la que coexisten el bien y el mal, y que requiere un trabajo de discernimiento y de libre opción.

Debe ser reconocida, entonces, y promovida dentro de y para el pueblo de Dios la responsabi­lidad de todos y cada uno, por consiguiente, tam­bién la de los fieles laicos. Para definir de modo preciso tanto la legitimidad como la determinación concreta de los ministerios confiados a los laicos, Pablo VI invitaba a releer la historia de la Iglesia y a estar atentos a las necesidades actuales: «Una mirada a los origines de la Iglesia es muy esclarecedora y aporta el beneficio de una experiencia en materia de ministerios, experiencia tanto más vá­lida en cuanto que ha permitido a la Iglesia con­solidarse, crecer y extenderse. No obstante, esta atención a las fuentes debe ser completada con otra: la atención a las necesidades actuales de la huma­nidad y de la Iglesia. Beber en estas fuentes siem­pre inspiradoras, no sacrificar nada de estos valo­res y saber adaptarse a las exigencias y a las necesi­dades actuales, tales son los ejes que permitirán buscar con sabiduría y poner en claro los ministe­rios que necesita la Iglesia y que muchos de sus miembros querrán abrazar para la mayor vitalidad de la comunidad eclesial» (EN, 73).

 

73.                  Cada subrayado merecería un comenta­rio y una puntualización en relación a nuestra fun­ción de guío moral y de compañeros de trabajo en el edificar la Iglesia y, en ella, el reino de Dios.

En seguida es evidente que los laicos, con los que tenemos una relación de colaboración, no sólo son profesionalmente cualificados, sino que tie­nen una valía apostólica: también ellos son «edifi­cadores de la Iglesia», en el sentido de que la Igle­sia crece cada día gracias a nuestro carisma de reli­giosos y gracias a los dones-ministerios propios de los laicos.

La meta ideal para nosotros sería ver a nues­tros 40.000 colaboradores sintonizados en nuestra longitud de onda, aun en la diversidad de la tarea profesional. Nuestros Hospitales cambiarían como por encanto: no habría ya más cargos o “poltronas” que defender con los dientes, ni serían ya necesa­rios ciertos controles penosos y pedantes, sustitui­dos por el autocontrol. Debemos también recono­cer que, en muchas Obras, nuestros colaboradores van mucho más por delante que nosotros, y no sólo profesionalmente. Por lo tanto, debemos abrir­les nuestro corazón, presentarles nuestras dificul­tades, nuestros problemas y nuestras esperanzas.

Con ellos podemos-debemos aliarnos: muchos de ellos esperan sólo una señal nuestra para dar­nos una mano, para ayudarnos, para aliarse con no­sotros y no por interés personal o para obtener fa­vores, sino porque se dan cuenta de que juntos se puede hacer más y mejor.

 

74.           Aprendamos, pues, de los colaborado­res más cercanos a nuestro carisma, dialoguemos con ellos, intercambiemos con ellos la experiencia de las vicisitudes profesionales y personales: sólo así juntos podremos trabajar por el interés exclusi­vo de los enfermos. En el esfuerzo de formación para esta nueva función de apoyo y de guía os apo­yarán y os iluminarán el Consejo General y los Pro­vinciales; pero dejaos inspirar y ayudar también por los colaboradores laicos «puros de corazón», inte­resados en la creación del «Hospitium pietatis» del que se ha hablado. Mis queridos hermanos, sé que a alguno de vosotros os estoy pidiendo un gran sa­crificio. No siendo contemplativos, en un cierto sen­tido estamos obligados a dividirnos en el mismo día en funciones activas y contemplativas. Si que­remos no solamente permanecer en los Hospita­les, sino llevar la luz de lo divino al enfermo, de­bemos preocuparnos de hacer encender otras lu­ces, aquellas que poseen nuestros colaboradores, quizás opacas por un velo de pereza, de costum­bre y de fatalismo. Saber quitar estos velos, con dis­creción pero con confianza en los colaboradores y en nosotros mismos, entra en la función de guío moral, que debemos asumir para permanecer en línea con nuestra opción de vida.

 

 

Cuestión ética y función de conciencia crítica de los Hermanos de San Juan de Dios

 

75.           El fin del siglo XX nos sorprende con una exigencia de ética que proviene precisamente de los ambientes culturales que parecían ya irre­mediablemente desenganchados de la referencia a valores y normas. Se abre camino una fuerte con­ciencia de que la técnica no basta. Precisamente

el éxito de esta última, poniendo en mano del hom­bre posibilidades antes impensables (división del átomo e intervención sobre la estructura genética de la célula viviente), ha abierto el nuevo frente de demanda.

La estructura íntima de la exigencia contem­poránea de ética es familiar al creyente, porque tie­ne un ritmo idéntico al de la moral que se deriva de la Palabra revelada. Esta última converge estruc­turalmente sobre dos polos: el de la fidelidad y el de la responsabilidad. El cristiano, en su acción mo­ral, quiere esencialmente ser fiel a Cristo, en cuanto reconoce en su persona al Hijo de Dios y al Her­mano universal, y responsable frente a las exigen­cias concretas que la historia dirige a su vocación. También la ética, de la que se siente hoy una nos­talgia difusa, nace en torno a la fidelidad y a la responsabilidad. Se pregunta, en efecto, bajo qué condiciones el hombre continúa aún siendo hom­bre.

Los interrogantes antropológicos son particu­larmente fuertes en el campo bio-médico; en la pro­longación artificial de la vida, en las tecnologías aplicadas a la reproducción, en la manipulación far­macológica del comportamiento y en la praxis psi­quiátrica, en el uso de los individuos para la inves­tigación y la experimentación, en las manipulacio­nes genéticas. Se advierte un sentido del límite, más allá del cual se traiciona al hombre.

 

76.       Bajo el aspecto de la responsabilidad, la cuestión ética exige que se interrogue sobre la calidad moral de la acción, refiriéndola no sólo al modelo del hombre al que se quiere permanecer fieles, sino también al proyecto de un futuro. La primera exigencia, obviamente, es, por cuanto depende del hombre, que exista futuro. El filósofo Hans Jonas ha reformulado el imperativo kantiano para la acción moral en estos términos: «Obra de tal modo que las consecuencias de tu acción sean compatibles con la supervivencia de una vida ver­daderamente humana sobre la tierra». Hoy estamos en capacidad de destruir tanto la vida, como la ca­lidad humana de la vida. La exigencia ética se iden­tifica con la asunción de la propia responsabilidad, renunciando a las delegaciones y al papel de es­pectadores marginales del proceso histórico. Ser su­jeto y ser protagonista son dos exigencias equivalentes.

La doble exigencia de fidelidad y de respon­sabilidad hace afín la exigencia ética del hombre contemporáneo, aun en la diversidad, a aquella de quien en su acción moral se inspira en la fe en Je­sús de Nazaret.

 

77.           La fe no proporciona al cristiano o al re­ligioso un territorio privilegiado o protegido, al abrigo de las agresiones que todos los hombres su­fren por el hecho de vivir en el tiempo y en el es­pacio. Lo experimentamos en el campo de la sani­dad, en el cual se desarrolla de modo privilegiado nuestro compromiso evangélico y humanitario. Nos alegramos ciertamente por la exigencia de ética, que pone en crisis el modelo de medicina «científica», es decir, positivista, que pretendía estar dispensada de la tarea de plantearse problemas de orden antropológico y ético. Sobre todo allí donde está en juego la salud, como coágulo de valores que afec­tan al hombre en su totalidad, el simple respeto de las reglas de procedimiento no basta (se podría, a modo de ilustración, recurrir al ejemplo, propues­to por Kant, del médico y del envenenador: las prescripciones del médico, para curar al paciente, y del envenenador, para matar a un hombre, son las mismas... El saber cómo hacer — to know how —  no responde a la exigencia de la ética, que tie­ne que ver con el «reino de los fines».

 

78.             Mientras nuestros contemporáneos reva­lorizan la ética en el ámbito de las ciencias de la vida y de la salud, nos damos cuenta de que noso­tros, en cuanto creyentes y religiosos, no estamos en capacidad de dar «la» respuesta. Somos orgu­llosamente conscientes de que la fe en Cristo nos ofrece un estímulo creativo para buscar, junto a los demás hombres, creyentes o no, reglas de conduc­ta fiel y responsable. Pero, precisamente por la trascendencia de la fe, no tenemos un modelo his­tórico concreto que proponer (¡tanto menos impo­nerlo!). El pasado puede depositarse sobre noso­tros como polvo, o quizá también como una cos­tra. Para el Vaticano II, los creyentes tienen una cier­ta responsabilidad en el ateísmo, causado por una presentación inadecuada de la doctrina y por los defectos de la propia vida religiosa, moral y social. (cfr. Gaudium et spes, 19). Algo análogo puede ve­rificarse respecto al «contratestimonio» en el plano de la ética (falta de respeto por la conciencia aje­na, instrumentalización de los cuidados del cuer­po en vista de las preocupaciones espirituales, pre­ferencia dada a la “ley del sábado” — reglas mo­rales — más que al hombre concreto.

Una nueva situación de diálogo se ha creado en el campo de la ética: el humanista está llamado a participar en él con su «fe» (que es por lo menos fe en el hombre; fe en que el hombre es la medicina para al hombre...); el religioso está llamado a participar en é1 con la «buena voluntad». Esta in­versión de los papeles tradicionalmente atribuidos al uno y al otro es índice de la revolución operada en la ética, pero también del camino en el interior de la conciencia cristiana, sobre todo después de la reflexión conciliar sobre la teología de la Iglesia y de la Historia.

 

79.           Ya he señalado al comienzo del docu­mento que además de ser testigos y guías morales, debemos también intervenir críticamente en el mundo de la Sanidad. No basta, en efecto, traba­jar duramente en nuestros Hospitales, es necesa­rio dedicar tiempo al estudio de los fenómenos li­gados al progreso sanitario, para orientarlos hacia el máximo bienestar de la persona. En el anterior documento sobre la Humanización he tratado de expresar algunos conceptos al respecto. Aquí qui­siera insistir más bien sobre el hecho de que hoy se tiende a tener una excesiva confianza en los re­cursos técnicos que (y no siempre por motivos hu­manitarios) se ponen a disposición del mundo sa­nitario. Esto explica también la facilidad con la cual por parte de algunos gobiernos y parlamentos han sido aprobadas leyes en materia de aborto, euta­nasia, intervenciones manipuladoras sobre estruc­turas genéticas. Estas tendencias van siendo com­batidas. Pero para hacerlo de manera eficaz es necesario estar al tanto, conocer a fondo los diversos problemas, evitando estériles acusaciones o posi­ciones defensivas abstractamente rígidas.

Para cumplir seriamente una función no sólo crítica, sino también prepositiva, debemos unirnos más con nuestros colaboradores laicos, con el mun­do de la Iglesia, con la ciencia. Frecuentemente, faltándonos esta conciencia, nos limitamos a cons­tatar, sin intervenir, mientras deberíamos ser capa­ces de ofrecer al mundo sanitario ideas y proyectos abiertos a cuanto de positivo nos viene de la cien­cia y de la técnica.

 

80.            Y, sobre todo, cuando vemos amenaza­da la sacralidad del hombre, de cualquier parte que venga la amenaza, debemos tener el coraje huma­no y religioso de intervenir. No podemos callar fren­te a injusticias, traiciones, perezas, soluciones di­ferentes a lo que la humanidad y la fe nos sugie­ren. Está de por medio nuestra vocación, nuestro compromiso de aliados de la humanidad que su­fre. Callar en semejantes casos equivale a consen­tir. Pero, una vez más, para hablar, para señalar ca­minos nuevos y justos, debemos poseer una pre­paración adecuada, estar a la altura de la tarea. Des­graciadamente no siempre es así. Y volvemos a la indispensable colaboración de los laicos. Para re­coger victoriosamente los retos del tiempo, nos sirve una conexión, un intercambio constante con exper­tos de las diversas materias: profesionales de las ciencias médicas, biológicas, humanas, capaces de garantizarnos aquella preparación, sin la cual hoy no se puede pasar.

Vuestro Prior General ha practicado siempre este intercambio, recibiendo por ello frecuentemente críticas, como si el Carisma de la Orden se con­taminase o desnaturalizase por el hecho mismo de que hubiesen sido consultados por mí colaboradores laicos, dentro y fuera de la Orden. Más que nun­ca estoy convencido de lo contrario: nuestro caris­ma liberará toda su fuerza cuando estemos abier­tos al carisma, humano y científico, de los colabo­radores laicos.

 

81.                 Nadie posee todo el saber sanitario, co­mo no existe casi nunca un acercamiento exclusivo hacia el enfermo. Por esto, es necesaria la contri­bución de personas que trabajan en el mundo de la salud; muchas de ellas tienen un gran respeto, a veces admiración, por nuestra Orden. Ello no po­drá traer más que ventajas si, con determinación, nosotros somos capaces de construir relaciones de estima, de amistad, de mutuo apoyo con nuestros colaboradores y con cuantos, fuera de la Orden, pueden ofrecernos su ayuda. Con ello ganarán en eficacia y en incisividad nuestra acción y nuestra función de conciencia crítica hacia los atentados co­metidos, quizá en nombre de la ciencia, contra el débil, el enfermo y el necesitado.

 

 

Nuestra función de anticipadores

 

82.                 Además de la tarea de testigos, de guías morales y de conciencia crítica, nos espera la de an­ticipadores, innovadores. El primer gran anticipa­dor fue nuestro Santo Fundador, y después de El cuantos, a pesar de la indiferencia y el desprecio de la mayoría, han sabido recorrer nuevos caminos en el campo de nuestro Carisma. ¡Quedan otros por descubrir, mis queridos hermanos! No es ver­dad que todo haya sido ya descubierto y realizado: las necesidades materiales y espirituales del hom­bre están amenazadas también en nuestras Obras, cuando ciertas necesidades son ignoradas, despre­ciadas o incluso manipuladas a nuestra convenien­cia.

Para convencerse de que existen muchas nece­sidades no satisfechas en el campo de la asistencia al enfermo de nuestro tiempo, basta recorrer la lis­ta de las Asociaciones de Voluntarios que pululan en todo el mundo. Ellas se ocupan de los minus­válidos, cardiopáticos, drogadictos, alcoholizados, de los enfermos de cáncer, de los espasmódicos, de los diabéticos, de los afectados de laringotomía, de los psicóticos, de los epilépticos y así sucesivamen­te. Es impresionante advertir el ingente número de personas que se dedican con pasión y de modo gra­tuito a la satisfacción de necesidades materiales, sanitarias, psicológicas que nuestro triunfante mun­do de la Sanidad no logra a veces ni siquiera rozar.

 

83.           ¡A veces creemos haber agotado nuestra tarea, convencidos de que no existan más necesi­dades que descubrir y satisfacer! ¡Cuánta suposi­ción e ingenuidad en esta actitud nuestra! El mun­do del voluntariado, espléndida realidad de nues­tro tiempo que atestigua cuántas personas generosas trabajan fuera de las órdenes religiosas, nos de­muestra que en nuestra sociedad llamada avanzada hay para nosotros tanto que hacer, en los próxi­mos años, fuera de nuestro mundo hospitalario. Quienes fundan estas asociaciones de Voluntaria­do son frecuentemente personas que han vivido la enfermedad en carne propia o en sus familiares; y después de haber comprendido que las estructu­ras sociales y sanitarias no son capaces de sostener patologías tan llamativas y tan poco gratificantes desde el punto de vista del prestigio profesional, han decidido actuar por si mismos, consiguiendo una tal cadena de solidaridad que hace enrojecer de vergüenza a alguno de nosotros, en cuanto a es­píritu de entrega, de sacrificio, de gratuidad. Mis queridos hermanos, estas personas cumplen una función de primerísimo orden, son ejemplo tam­bién para nosotros y sobre todo están anticipando en la sociedad del bienestar, a precio de enormes esfuerzos, las nuevas fronteras de la salud

 

84.           El hombre del próximo futuro no po­drá afrontar solo los desafíos e incomodidades que 1levará consigo, paradójicamente, el progreso cien­tífico. ¡Este progreso ha alargado la duración de nuestra vida y esto es muy positivo; pero no ha he­cho mucho por la calidad de la vida del anciano, del enfermo crónico, del incapacitado! Y es de prever que aumentarán cada vez más las variedades de patologías crónicas y el malestar de los jóvenes que, frente a las seducciones de la sociedad del con­sumo y del bienestar, buscan vías opuestas — dro­ga, violencia, indiferencia para afirmarse o pa­ra dar de algún modo un sentido a su existencia. Por consiguiente, nosotros debemos buscar a este hombre de nuestro tiempo, estudiarlo, amarlo, es­forzarnos en comprender las necesidades y sufri­mientos y, sobre todo, las motivaciones vitales. No­sotros que tenemos la tarea de restituir la salud, no podemos limitarnos a ser simples reparadores de cuerpos.

Debemos seguir a este hombre que, una vez dejado el hospital, se encuentra a veces sin traba­jo, sin un apoyo, con muchos problemas también de orden psíquico. Debemos tener para él una auténtica capacidad de comprensión, utilizando no sólo la tarjeta clínica, sino también la ficha invisi­ble del malestar emotivo de nuestro paciente hos­pitalizado. El miedo que percibe el  enfermo (de morir, de perder el trabajo, afectos y vida de rela­ción) es en muchos casos tremendo y nunca desa­percibido. Al contrario, nosotros devolvemos al mundo a un hombre herido e incomprendido, y esto ofende a Dios, al hombre, a nuestra fe, a la caridad. Nuestra función de anticipación pasa a tra­vés del reconocimiento de estas necesidades: cuántas iniciativas nuevas y meritorias pueden nacer, con el resultado de eliminar la antigua escisión entre alma y cuerpo, entre naturaleza y cultura, entre ne­cesidad corporal y necesidad espiritual; una esci­sión que por comodidad hemos hecho nosotros, la medicina llamada científica, el Hospital transfor­mado en oficina de reparación, separando lo que está íntimamente unido en la persona humana.

 

85.        En el Hospital, por consiguiente, se abre un campo inédito a nuestra actividad futura, que requiere la implicación de muchas personas, incluido el mismo enfermo; una actividad que compromete en mucha mayor medida nuestra profesiona­lidad y nuestra humanidad Ya he tenido ocasión de decirlo, pero lo repito aquí aún con una pro­funda convicción que quisiera comunicar a todos vosotros: el enfermo es nuestra Universidad el que nos proporciona el trabajo, aquél que nos guía  en nuestras opciones profesionales. Debemos captar e interpretar sus mensajes, sus protestas, sus dra­mas, sus exigencias. Escuchando al enfermo, podre­mos modificar radicalmente nuestro modo de ser hombres y religiosos, nuestras estructuras y nues­tros organismos. Quien de nosotros estuviese ten­tado de abandonar nuestras Obras para dar testi­monio de la buena nueva en otras partes, queda invitado a permanecer aunque sólo sea media ho­ra al día al lado de un enfermo: cambiará pronto de idea. ¡También el hospital es tierra de misión, quizás incluso más que el Tercer Mundo, donde hay miseria pero aún hay tanta humanidad!

 

86.       Este ejercicio de escuchar a un enfermo al día os lo recomiendo a cada uno de vosotros. Des­pués de poco tiempo descubriréis que ser antici­padores, hoy, en nuestras Obras significa saber es­cuchar al enfermo y actuar en consecuencia.

De la escucha brotarán proyectos de estudio, de investigación, de experimentación, de cambio de nuestras viejas e inútiles costumbres.

Al principio esto podrá ser particularmente costoso para quien ha perdido la capacidad de sin­tonizar la longitud de onda de los otros o ha le­vantado barreras protectoras que impiden al enfer­mo abrirse a nosotros. Pero si tenemos el valor de continuar, los resultados no se harán esperar. Mien­tras tanto, preparémonos a sacudir nuestro Yo in­terior: si «sabemos enfermarnos» con el enfermo, nuestra Orden no sólo se renovará, sino que irá mu­cho más allá del 2000.

 

 

Nuestra relación con la Iglesia

 

87.       La Iglesia, finalmente, ha afirmado de modo concreto su interés por las Obras hospitala­rias de los religiosos, por medio de la institución de la Comisión Pontificia para los problemas Sa­nitarios. Es un reconocimiento importante que si­túa nuestra vocación y nuestra acción en el puesto justo. Por lo que nos afecta, debemos sentirnos or­gullosos por este acontecimiento y, a la vez, esti­mulados a compartir cada vez más la misión de la Iglesia, es decir, la evangelización que está siem­pre en conexión con la promoción humana.

 

88.             Debemos encontrar en ello motivos de impulso para el crecimiento de nuestra fe, para la práctica evangélica en nuestra vida cotidiana y pa­ra una presencia más incisiva en el mundo eclesial. Es decir, se trata, no sólo de saber hacer sino tam­bién de hacer saber a la Iglesia lo que nosotros es­tamos realizando y pretendemos realizar para el bienestar del hombre y su alma. Quizás, alguna vez nos acompaña aún un antiguo sentimiento de inferioridad, una actitud de modestia que, sin em­bargo, no tiene sentido: nosotros somos, a pleno titulo, testigos y agentes concretos de aquel men­saje evangélico que la parábola del buen Samari­tano resume de modo tan significativo. Nuestra búsqueda, nuestro actualizarnos, nuestros proyec­tos para el futuro no pueden permanecer sólo en el ámbito de nuestras casas, sino que deben llegar también para obtener respuestas y confirmaciones, a todos los hombres de Iglesia, clero y comunidades eclesiales.        

 

89.                   La Iglesia tiene necesidad de nosotros co­mo nosotros tenemos necesidad de Ella, y esto se­rá cada vez más cierto en los próximos años. Es in­dispensable la comunicación dentro de la Iglesia. Nuestra vocación y el carisma de nuestra Orden, en su identidad y en sus programas, deben estar bien presentes en el mundo de los creyentes, con­vertirse para ellos en un estímulo y un modelo, un camino para realizar la común vocación bautismal a la santidad. Las beatificaciones de fray Ricardo Pampuri (1981) y del Padre Benito Menni (1984) nos confirman todo esto; también nuestro carisma forma parte del patrimonio de la Iglesia.

Contribuyamos, pues, a crear una verdadera Comunidad eclesial, manifestando el significado profundo de nuestras actividades y haciéndonos co­nocer por lo que somos. Los creyentes, sobre todo los jóvenes, deben comprender que nuestra activi­dad es meritoria no sólo a los ojos del mundo, sino también y sobre todo a los ojos de Dios; esto puede lograr que hombres valientes elijan unirse a nosotros y a nuestra Orden para continuar dan­do testimonio de la sacralidad del hombre necesi­tado.

 

90.       En estos últimos años se ha notado un confortante despertar de vocaciones; esto debe

com­prometernos aún más y responsabilizarnos hacia una mayor y mejor divulgación, en el mundo de la Iglesia y de los creyentes, de nuestra imagen y de nuestra actividad. Abramos las puertas de nues­tra casa, utilizando los medios más apropiados, para que la Orden de S. Juan de Dios muestre al mun­do toda su carga actual y moderna de amor al prójimo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

V

LA COMPRENSION DE LAS NUEVAS

CATEGORIAS DE NECESITADOS


En el espíritu de las nuevas Constituciones

 

91.           En esta parte trataré de ilustrar, acudien­do a la tradición de S. Juan de Dios, a los signos de los tiempos y a las Nuevas Constituciones, las categorías de los nuevos necesitados para una bús­queda que comprometa a las Comunidades y a las Provincias a una constante revisión de nuestro pro­ceder, confrontado con la evolución de los proble­mas y de las situaciones particulares, como nos in­vitan a hacer las Novísimas Constituciones. Cier­tamente no podemos agotar las respuestas indican­do el camino verdaderamente difícil de la rotura de las costumbres y del cambio de las funciones profesionales.

Es necesario proponer la alternativa de una auténtica experiencia religiosa en defensa de los va­lores humanos como modelo y orientación de nues­tras Obras. Además, es oportuno ampliar nuestro concepto de necesitado proyectándonos en nues­tro tiempo y sus problemas.

Ya en los capítulos precedentes, este concep­to ha sido redefinido para evitar los peligros de con­fusión; el espíritu en necesidad — se ha dicho — se encuentra en todas partes, también en el hom­bre de apariencia poderosa y rico en medios mate­riales. La humanidad es ofendida de diversas formas.

Increíblemente, como monstruo invencible, el mal se transforma con diversos semblantes, se presenta en las más variadas situaciones aun cuando parece casi derrotado. Está en nosotros el identificar las nuevas necesidades del enfermo y, sobre todo, las nuevas categorías de necesitados.

 

92.           En ciertas regiones de la tierra aún en­contramos, como en los tiempos de S. Juan de Dios, enfermos y pobres inermes, expuestos crudamen­te a la intemperie, sin atención, por las calles de la ciudad; pero en otras áreas estas situaciones de dolor han desaparecido casi totalmente: en los paí­ses económicamente avanzados el mal no se manifiesta de modo tan evidente; es más engañoso, li­gado a veces a las ideologías y modas culturales. Ahí existe, por consiguiente, la necesidad de un juicio sagaz y una atenta revisión de actitudes que no se resuelvan en pura y simple imitación, sino que estén constantemente referidas a los valores mo­rales. Es tarea de nuestras comunidades afrontar se­riamente estos problemas; nuestras Provincias deben identificar, en su territorio, las nuevas situa­ciones de necesidad y diversificar las intervencio­nes, con los medios terapéuticos oportunos. En las páginas siguientes tocaremos algunos temas fun­damentales de la experiencia terrena del hombre: de modo particular la vejez y la muerte, momen­tos de la existencia que hoy van asumiendo valen­cias diversas y han sido redefinidos cultural y so­cialmente. Trataremos también de ilustrar mayor­mente con ejemplos el tema de las «nuevas categorías» de necesitados, entendiendo con este tér­mino no sólo el pobre y el enfermo, sino cualquie­ra que lucha por recuperar su identidad de persona.

 

El planeta de los jóvenes

 

93.           Una casuística muy variada y abundan­te, que confirma una vez más una realidad: el hom­bre necesitado, sin asistencia, existe todavía y se pre­senta, bajo diversos aspectos, en todas las socieda­des contemporáneas. En su amplia gama adverti­mos hoy la triste y cada vez más sólida presencia de los jóvenes. No podemos permanecer indiferen­tes frente a tantísimos drogadictos, enfermos en el alma, golpeados en la edad más vulnerable y más ingenua. Frente a ellos resulta imperativa una res­puesta nuestra que recoja el desafío del mal, aun superando la normal estructura de nuestros cen­tros de atención, organizando ayudas terapéuticas de nueva concepción capaces de afrontar y comba­tir con intervenciones eficaces, reduciéndola, la pro­gresión del fenómeno.

Si observamos más atentamente, los podremos ver, a estos nuevos necesitados, como los veía S. Juan de Dios por las calles de Granada: hoy son los an­cianos, los drogadictos, los hombres espiritualmente frágiles.

San Juan de Dios dio ejemplo, indicó el ca­mino a seguir cuando aún pocos entendían: con­fortó a los pobres, a los marginados de todo tipo, llevó alivio a los enfermos sin ninguna distinción. Su ejemplo, hoy como ayer, está cargado de frutos por todas partes: su intuición se ha traducido en realidad concreta, en una verdadera conquista civil.

A nosotros, enriquecidos por su enseñanza, nos corresponde imitarlo no sólo recorriendo el ca­mino ya conocido, sino sobre todo interpretando su perenne novedad: buscar al necesitado allí donde se encuentre, incluso en los edificios de la gran ciu­dad, confortarlo, ayudarlo, respetarlo en el contexto de nuestros tiempos. En este sentido entendemos hoy la tarea fundamental, en continuidad con nues­tra tradición carismática, sabiendo discernir entre los aspectos contingentes y los valores inmutables.

 

94.            He hablado de continuidad: pero ella no reside en el mantenimiento de funciones, sino en el ejercer verdaderamente nuestro carisma, en el identificar los nuevos campos en los que interve­nir con renovado impulso.

La diversidad de nuestros tiempos, si por un lado nos aconseja adecuarnos a los nuevos méto­dos y al uso de aquellos instrumentos que la inte­ligencia humana ha sabido ofrecer para rescatar al hombre de las miserias y males de la vida, por otra, sobre todo, nos impone redescubrir en su frescura el mensaje imperecedero del Evangelio y el de S. Juan de Dios, que ha sabido ser un intérprete for­midable de las necesidades de su época.

Aún más: una continuidad que no es conservación del «status quo», sino atención a lo esencial más allá de las modas efímeras y los lugares comu­nes, que se propone como valor innovador, verda­deramente revolucionario en una sociedad que re­compensa la masificación, el consumo, el éxito, la

eficiencia productiva y el poder, olvidando al hombre en su irreductible individualidad y soledad tal como se manifiesta problemáticamente en la dimensión de la enfermedad.

 

95.                      Finalmente, debemos recordar que una auténtica misión de guía espiritual no se agota en el ámbito de nuestras estructuras, sino que se ex­tiende en un radio más amplio alimentado por el eco que suscitan nuestras acciones, que se presen­tan como modelos de intervención auténticamen­te humanos, innovadores, expresión de una cultu­ra «del hombre» y «para el hombre». No de otro modo en su tiempo San Juan de Dios, con su hu­milde magisterio, reclamó la atención del sobera­no, al que convenció de tal modo con su ejemplo que financió la construcción de nuevos hospicios para los pobres en una dimensión completamente diversa del pasado.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

VI

LA BUSQUEDA COMO MOMENTO DE

RENOVACION DE NUESTRA HOSPITALIDAD
El ejemplo del Fundador

 

96.             Corría el año 1495. Hacía poco que Cris­tóbal Colón había visitado algunas islas del conti­nente americano. Aún no se podían prever las grandiosas consecuencias culturales y humanas de aquellos descubrimientos, porque ni siquiera Co­lón sabía, cuando emprendió su viaje, que no ha­bía alcanzado el Oriente, sino que había encon­trado en su ruta, inesperadamente, tierras desco­nocidas, un desconocido y grandioso continente. El, sin embargo, deseaba ampliar los conocimien­tos, probar nuevos caminos, que sustituyeran o flan­quearan los viejos.

Colón, partícipe de aquel espíritu de búsque­da y de aventura tan frecuente en los talentos de la civilización humanística, que creían firmemen­te en la centralidad del hombre y entendían la in­teligencia como don divino para conocer, compren­der y gobernar la naturaleza circundante, se dejó guiar por este espíritu de búsqueda y, confiándose a la protección de Dios, se atrevió a desafiar el Océa­no desconocido. No fue un temerario irresponsa­ble. Antes de afrontar los peligros de la navega­ción en alta mar había estudiado, analizado, dis­cutido y sufrido su proyecto.

 

97.           Pues bien, en aquel año de 1495 mien­tras Europa aún se asombraba de las narraciones maravillosas de los navegantes, Juan Ciudad nacía en la provincia de Evora, en Portugal, en una loca­lidad no muy distante del puerto de donde había zarpado Colón. Juan, impulsado por la inquietud interior y por la sed de aventura, recorrió diversos lugares, hasta que viendo cómo eran tratados los enfermos, sobre todo los mentales, y los pobres en­fermos abandonados a lo largo de las entradas de las calles de la ciudad, intuyó el camino a seguir y se atrevió a dedicarse con todas sus fuerzas a la construcción de un hospicio para ayudarlos, pero con otros métodos y espíritu bien distintos a los comunes de su tiempo.

Y cuando, saliendo de la Catedral de Grana­da, vio en la calle Lucena un edificio apropiado a sus exigencias, no dudó en seguir la voz del cora­zón poniendo en práctica el plan por largo tiempo meditado, aun consciente de los limitados medios de que disponía. Era el año 1537. El, en aquel mo­mento, ni siquiera pensaba que su gesto de cari­dad, de entrega a la causa de la humanidad do­liente — un gesto que en aquel momento podía parecer temerario, aislado e insostenible económi­camente, impulsaría a los espíritus más generosos a ayudarlo en las fatigas cotidianas y a compartir su pasión de caridad; él tampoco sabía que su ejem­plo sería recogido y perpetuado por tantos seres ge­nerosos que gastarían la vida para mantener vivo el mismo espíritu de caridad cristiana.

 

98.                       Juan de Dios se atrevió a pensar y pro­yectar. Inventó de la nada — si nos referimos a los criterios de asistencia a los enfermos usados en aquellos tiempos — su modelo, subdividiendo de modo racional los locales, distinguiendo grupos de enfermedades por departamentos, diversificando las terapias, transformando también, y sobre todo es­piritualmente, el acercamiento a los enfermos. San Juan de Dios, sin embargo, no improvisaba sin lógica: traducía a la práctica la lección del Evange­lio, sus experiencias interiores de conversión y su meditación religiosa, que le hacía intuir la ruta lu­minosa que señalaría a los demás. Así nuestra Or­den ha llevado aquel modelo de espiritualidad a tantos países del mundo.

 

 

Viaje de búsqueda

 

99.            Si he acercado a Juan de Dios a Colón, ha sido no para compararlo, sino más bien para pre­sentarlos a la luz de la metáfora. Frecuentemente las metáforas son más útiles que el microscopio para ver lo infinitamente pequeño, y más potentes que el telescopio para observar los astros. Ellas, más que los razonamientos mentales, pueden estimular nuestra fantasía y nuestro espíritu, ayudándonos a ver de modo diverso lo que quizá ya está frente a nosotros, pero que no logramos enfocar. Por esto quisiera profundizar algunos conceptos.

El viaje de búsqueda no es un motivo nuevo para nosotros los cristianos. Es, al contrario, una exigen­cia vinal. No podemos continuar recorriendo cami­nos ya trillados, a veces insatisfactorios, tortuosos; caminos que, si en el pasado han tenido el valor de intuiciones pioneras, hoy aparecen unívocos y limitantes.

La inercia es enemiga de la fe. Cristo se en­carnó para revelarnos el camino del Reino de los Cielos, en el que quiso precedernos con Su ejem­plo y Su muerte redentora.

¿Podemos nosotros religiosos permanecer an­clados en nuestros tranquilos puertos, temerosos de emprender un nuevo viaje hacia el hombre, cuan­do nuestra misma existencia es un viaje, atormen­tado y fatigoso, hacia la salvación? Nuestro deber es buscar al hombre, al necesitado.

 

100.          No encontraremos en nuestra ruta con­tinentes desconocidos; San Juan de Dios ya señaló a la conciencia individual y social el universo de los pobres y su humanidad ofendida.

Durante nuestra navegación descubriremos ca­si con certeza otras almas atormentadas por nue­vas formas de necesidad.

Hoy los Estados civiles reconocen el derecho insuprimible de todo individuo a la salud; la en­fermedad no es sólo un malestar personal, sino un hecho social colectivo del que se hace cargo el Es­tado garantizando también a los pobres la asisten­cia necesaria.

Cuando San Juan de Dios inicié su empresa con la temeridad de los justos, las cosas no suce­dían de este modo. Pero él había asimilado bien la lección evangélica, y de ella arrancó el proyecto de rescate del que sufre marginado. Un proyecto que, a lo largo de los siglos, encontraría solidaria a toda la Iglesia.

 

101.     Nuestro Santo Padre, Juan Pablo II, en el discurso de clausura del Sínodo, recordó efecti­vamente que la Iglesia desea con todas sus fuerzas servir a la humanidad, a fin de que la vida del hom­bre sea cada vez más digna, y desea también de­fender los derechos inalienables de la persona, fiel al Espíritu Santo engendrador de vida y a la ense­ñanza de Jesucristo, que se sacrificó por nosotros para persuadirnos a buscar en el bien y en el amor la verdadera vida, revolucionando la jerarquía de valores.

Debemos recoger esta invitación apremiante a trabajar al servicio de la humanidad, luchando para asegurar el respeto del hombre y rechazando — o revolucionando donde sea posible — ciertos modelos culturales que no tienen en cuenta la auténtica dignidad humana.

 

102.                  Todo cristiano, todo religioso debe ser como un pionero en camino hacia la Tierra Pro­metida. Debemos, por consiguiente, comportarnos como intrépidos navegantes que creen posible llegar a la comunicación con las almas, y por esto no se cansan de rastrear el alma humana, de revelar su grandeza, de conocer sus necesidades para ali­viarlas. Estas son nuestras metas.

En la primera parte del documento se han es­pecificado algunas funciones particulares de nues­tro ministerio. En primer lugar la de testigos, lue­go la de guía moral y de conciencia crítica, final­mente la función de anticipadores. Sucesivamen­te he llamado vuestra atención sobre la necesidad de comprender las nuevas clases de necesitados, mientras en el apéndice he indicado algunas de es­tas clases, que forman parte del Océano que es el «hombre que sufre». Pero para dar claridad de mo­tivos y eficacia concreta a nuestras intervenciones es necesario que nos encaminemos hacia una autén­tica búsqueda religiosa, profesional, humana, in­dividual y colectiva. Ayudado sobre todo por las Constituciones, me he esforzado en infundiros y alimentar a través de este documento precisamen­te este espíritu de búsqueda, para realizarlo y potenciarlo en todas las comunidades.

 

Al paso con los tiempos

 

103.        Me excusaréis si insisto sobre el tema, pero me parece necesario: no permanezcamos insensibles a los progresos del conocimiento médi­co; y por ejemplares que sean el empeño y el espíritu de solidaridad de nuestros hermanos, corremos el riesgo de encontrarnos faltos de preparación cul­tural, profesional y espiritualmente frente a las exi­gencias del Hombre y de la Iglesia de nuestro Tiem­po, frente a las instancias de la tecnología avanzada que tocan de cerca las posibilidades de supervi­vencia y desarrollo de nuestra Orden.

 

104.        Nosotros estamos llamados a trabajar sobre esta tierra por nuestra salud-salvación y la del

enfermo. Nuestra fe y nuestra conciencia de reli­giosos deben impulsarnos a intervenir en todas aquellas situaciones en las que, a causa de pere­zas, costumbres, incultura y escasas relaciones, la salud y la salvación del enfermo (y, por consiguien­te, también nuestra) están en peligro.

Todo esto nos obliga a escuchar, a compren­der, a tratar de aprender, a coordinar, a prevenir, a reflexionar en último análisis, siempre abiertos y prontos a poner en discusión nuestras actitudes. Sin dejarnos arrastrar por el desaliento si — por ejemplo — en algunas Provincias los hermanos dis­minuyen o si los colaboradores están mejor prepa­rados que nosotros. De nuestra crisis podemos obtener un fruto mayor porque nuestros esfuerzos, en vez de agotarse en intervenciones particulares y limitadas, tendrán una amplitud mayor, inser­tándose en un programa de trabajo mucho más am­plio y constructivo.

 

105.                  Seguramente hace falta energía y sacri­ficio, pero nosotros, queridos hermanos, hemos ele­gido precisamente servir a Dios y al hombre, con paciencia y devoción, cuando decidimos entrar en la Orden.

La cerrada dimensión de especialistas no es pa­ra nosotros, aun cuando podría aparecer gratificante a primera vista e inmediatamente válida y operan­te; acabaría por encerrarnos en una jaula, impidién­donos la visión de los hechos en su dimensión es­piritual y universal, arideciéndonos con una técni­ca llevada a la exasperación. Por lo demás, si deci­diéramos seguir este camino, dispersaríamos ener­gías, robaríamos un tiempo precioso a nuestro tra­bajo perdiéndonos en el laberinto de conocimien­tos técnicos particularmente sofisticados. Nosotros no podemos limitarnos al papel de técnicos ads­critos a máquinas y monitor; no es para esto para lo que hemos emitido los votos. En estas funcio­nes — lo repito una vez más — pueden actuar me­jor que nosotros y con mayor eficacia nuestros co­laboradores laicos. No nos privemos, pues, de un tiempo precioso que podemos dedicar a la salva­ción de las almas y a la salud del hombre. Nuestro bagaje de conocimientos se orienta a un ámbito mucho más amplio, para orientar nuestra acción hacia un plan de conjunto en el que prevalezca una cultura de dimensión humana, dirigida a la salva­ción espiritual, a la recuperación de la armonía psi­cofísica y del bienestar, como testimonio del servi­cio humilde y desinteresado hacia el necesitado.

 

106.          De este modo, abiertos al mundo, in­telectualmente curiosos, atentos a los cambios, fuer­tes en la fe y generosos en el esfuerzo, como reli­giosos individualmente y como comunidad conti­nuaremos el carisma de nuestra tradición adecuan­do nuestra acción a las nuevas necesidades humanas.


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

APENDICE


INTRODUCCION

 

En la parte que sigue, he pensado descender a lo concreto, especificando tres clases de necesita­dos de nuestro tiempo, entre los cuales podemos poner a prueba nuestra «madera» de religiosos en las funciones de testigos, de guías morales, de con­ciencia crítica y de anticipadores. Ciertamente, hu­biera podido ampliar el abanico de las situaciones, pero comprendéis lo que quiero decir. Más aún, estoy abierto a toda sugerencia o integración, a la aportación de experiencias nuevas y singulares que cada Provincia o cada Comunidad pueda ya haber afrontado en esta misma óptica. Lo que me inte­resaba era comunicaros el espíritu que ha dictado estas páginas, y que se inspira en las nuevas Cons­tituciones, es decir, en el texto sobre el que he reflexionado y orado largamente antes de ponerme a trabajar.

El anciano, el moribundo, el drogado: tres gru­pos de personas humanas que se resienten más que otras de la marginación, de la soledad y del aban­dono. En un mundo donde sólo cuenta producir y consumir, el que no es joven ni está sano pierde totalmente en relieve social. He aquí, pues, un cam­po en el que — con la indiferencia y el abandono de los que frecuentemente son responsables las ins­tancias políticas — el mensaje y el testimonio de los modernos samaritanos (y nosotros estamos y queremos estar entre ellos, como auténticos segui­dores de Cristo y de Juan de Dios) pueden real­mente «salvar» al hombre y devolverle serenidad y confianza. Son las nuevas fronteras de nuestro apos­tolado, los «signos de los tiempos» que deben guiar a la orden Hospitalaria en la construcción del propio futuro estable.


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

I

LA VEJEZ


Un fenómeno en explosión

 

Una de las nuevas realidades de nuestro tiem­po está representada por el envejecimiento de la población, tanto más acentuado cuanto más par­ticipa el hombre de los enormes beneficios del pro­greso económico, social, cultural y sanitario. El fe­nómeno no se manifiesta solamente en el aumen­to de la duración media de la vida, sino también en el porcentaje absoluto de ancianos en la socie­dad: la contracción de los nacimientos, modificando las relaciones, determina efectivamente un aumento relativo de los ancianos

En el reciente encuentro de «Milán Medicina» se propusieron como hipótesis algunas cifras para el Dos mil: en Italia — por ejemplo — tendremos 131 ancianos por cada 100 niños. Nos encontramos, por consiguiente, frente a una verdadera explosión demográfica de la «tercera edad», si se piensa que al comienzo del siglo en Italia había apenas 28 ma­yores de sesenta años por cada 100 niños. La situa­ción se manifiesta idéntica en todos los Estados tec­nológicamente desarrollados.

 

La ciencia, que se había propuesto la gran ta­rea de ayudar a la humanidad a vivir más, ahora se ha fijado la meta de vivir mejor la época de la vejez.

 

El problema del anciano, por consiguiente, frente a estas cifras, asume en la sociedad actual un relieve incluso cuantitativo Hasta ahora las so­ciedades occidentales se habían interrogado, sobre todo, por el peso económico de millones de pen­sionistas, lo que ha provocado revisiones y dudas sobre el concepto de estado asistencial. Ahora pa­rece que, de improviso, los científicos y la «explo­sión demográfica» han suscitado una mayor aten­ción sobre este problema, cogiendo casi de sorpresa a los interesados y a los responsables.

 

 

La cultura del «juvenilísimo»

 

La cultura de nuestro tiempo no está muy pre­parada para afrontar este fenómeno. En efecto, si observamos los comportamientos de los estados na­cionales, nos encontramos con una inversión ele­vada en escuelas maternas, escuelas, universidades, es decir, una inversión dirigida a los jóvenes, mien­tras que se verifica una brusca caída de la atención pública hacia la misma persona cuando llega a una cierta edad. Naturalmente, esto dentro de ciertos límites, en cuanto que los políticos de nuestros paí­ses se han esforzado en organizar algo para los an­cianos, sobre todo para aquellos que se encuentran en la soledad y marginados. Este algo se mueve en dos direcciones: asistiendo a los más pobres de en­tre ellos en centros especializados, que frecuente­mente son la antecámara del cementerio, y tratan­do de implicarles en algunas actividades que les mantengan en contacto con los jóvenes.

Sin embargo, no podemos ignorar, con ojo cri­tico hacia los modelos culturales de nuestra época, que muy frecuentemente estas intervenciones son parciales o se resienten de la mentalidad dominan­te, la así llamada «young culture», centrada en el ‘juvenilismo’, en la eficiencia física y en el hedo­nismo, a expensas de otros valores.

El modelo paradigmático está constituido por el individuo joven: y juventud significa belleza, salud, vitalidad, eficiencia. Estas parecen ser las ca­tegorías para juzgar la vida digna o no digna del hombre, los parámetros de la ‘vivibilidad’ de la existencia. El hombre joven, por consiguiente, en

plenitud de la posibilidad psicofísica y producti­va, representa el hombre «tout court».

Este modelo explica tantas cosas. Por ejemplo, la moda según la cual tantos voluntariosos anima­dores sociales inducen a muchos mayores de sesenta años a hacer piernas en bailes o a practicar «joo­ging» y «footing» con la seguridad de cumplir una obra noble y apreciable. Pero ésta es solamente una respuesta parcial y, por añadidura, con aspectos in­sidiosos, en cuanto que el anciano situado en esta posición es impulsado a rechazar su edad y a recu­perar la juvenilidad perdida, con la esperanza de ser aceptado.

La sociedad puede también aceptar al viejo, pero a condición de que haga el joven, que imite una edad que ya no tiene. Qué tristeza frente a es­tas situaciones, que constituyen una barbaridad agradable, no justificable tampoco por un presunto amor a la juventud. Es una barbaridad porque se limita una vez más a la vida en su integridad, se la divide en épocas, reduciéndola, forzando a quien no tiene la «fortuna» de ser joven a asumir actitu­des incoherentes con la propia edad psico-física, que hacen incongruente y por esto ridícula a la persona misma. Este tipo de actitud puede generar proce­sos patológicos de rechazo de la propia edad, del propio aspecto y de la propia función, así como de sufrimientos psíquicos, puesto que se rompe la uni­dad cuerpo-espíritu, el tiempo cronológico y el tiempo psicofísico de nuestro Yo profundo. Este proceso colectivo de desprendimiento cultural de la vejez recuerda aquél otro análogo de la muerte.

Sobre la mujer, sobre el hombre, sobre el ni­ño y el adolescente existe una abundante literatu­ra; sobre la vejez nos encontramos frente a otro ta­bú de la sociedad civil de hoy, según el cual la ve­jez coincide con el preludio de la muerte, con la edad gris, con el afán y el dolor, el hundimiento físico la marginación de las alegrías de la vida. ¡Cuántos jóvenes dicen superficialmente que no desean llegar a viejos! Y esto porque se imaginan la vejez como parálisis física, sufrimiento, angustias, limitaciones, arteriosclerosis, artrosis y cuantas co­sas parecidas se ocurran.

El lenguaje refleja estas resistencias psíquicas: «los menos jóvenes», la «tercera edad», la «cuarta edad», son términos que casi siempre sustituyen a «viejo», «vejez», «ancianos». Como si este nomina­lismo, como si las palabras pudiesen cambiar la esencia de las cosas. «¡La vejez no existe, es sólo psíquica!» exclaman los defensores del ‘juvenilismo’.

La sociedad, por consiguiente, frente a este problema se comporta de modo hipócrita. Los eco­nomistas discuten sobre la carga social de los «no activos» (todavía el nominalismo, con connotacio­nes económico-productivas). Pero nos preguntamos: y los «activos», manteniendo a los «no activos» ¿no aseguran también para sí mismos una «tercera edad» mejor?

Enfatizar la edad juvenil puede ser también operación fácil cuando ya no se es joven: este énfa­sis esconde la voluntad de no recordar que tam­bién la juventud tiene sus problemas. La visión de la edad de oro contrapuesta a la edad gris revela plenamente su infidelidad a la realidad y sus limi­tes. El hombre, una vez más, angustiado por la muerte, por la falta de una cultura global de la vi­da, y por consigue de la muerte, trata de superar­la, de exorcizarla, de alejarla, recurriendo a la fábula de la maravillosa edad juvenil, en una espe­cie de evasión colectiva y fantástica de la realidad, recreando el mito de una moderna Arcadia. Esta dimensión cultural carga de injustas y exasperadas expectativas, que inevitablemente conducen a dra­máticas desilusiones, la vida de los jóvenes, hacién­dola todavía más injusta hacia el anciano, porque lo mortifica y no le permite envejecer.

 

 

Dimensión existencial de la vejez

 

Como todas las situaciones humanas, la vejez tiene una dimensión existencial: modifica la rela­ción del individuo con el tiempo y, por consiguien­te, su relación con el mundo y con la propia histo­ria; pero si esta situación es culpabilizada y negada socialmente, sucede que la relación se parte pro­duciendo efectos perversos que llegan hasta la ne­gación de sí. En otras palabras: si la vejez biológi­ca es un factor que no puede ser condicionado ni por la historia ni por la sociedad, el destino y la situación individual del viejo son, en cambio, un hecho social y histórico, por lo tanto determinado por la cultura humana. Más aún, los datos fisioló­gicos y psicológicos se pueden influenciar recíprocamente determinando fenómenos psicosomáticos.

El anciano es objeto de manipulación social también con la sugestión publicitaria, que mante­niéndolo dentro del circuito producción-consumo, lo modela como consumidor de ilusiones juveni­les y estéticas.

Algún estudioso ha querido comparar la ve­jez a una enfermedad y, partiendo de esta hipóte­sis, ha creado una geriatría físico-reconstructiva. Pe­ro he aquí que siempre y sea como fuere nos en­contramos ante un error: vejez no es enfermedad, es decir, hecho accidental, sino ley de la evolución física, así como reconstrucción del físico reclama la ilusión de la juventud. Ciertamente, el mejora­miento del tono físico del anciano influye positi­vamente en su ‘psiche’, crea un mayor bienestar y retarda la aparición de algunos procesos degenera­tivos óseos. Pero a lo que debemos oponernos no es a la terapia física sino a los modelos subyacentes de tipo estético, no moral.

Fue Hipócrates el primero en comparar las eta­pas de la vida humana a la sucesión de las estacio­nes de la naturaleza. Esta referencia nos hace com­prender mejor el tipo de negación y desprendi­miento operado por el modelo cultural que hemos analizado: es como si un árbo1 debiese aparentar no entrar en la exfoliación invernal, cubriéndose de hojas simuladas, tomadas en préstamo... Se da la ilusión de inhibir el «proceso de crecimiento», de evolución biológica, de modo artificial e indig­no, poniendo en marcha un mecanismo de recha­zo que termina procurando mayores sufrimientos sí mutilaciones, estructurando una personalidad pa­tológica, en crisis de valores y sin conciencia de sí.

 

 

Una vez el viejo era sabio

 

Conocía cosas que frecuentemente resultaban indispensables para la vida y la supervivencia; poseía un saber que era transmitido a las sucesivas ge­neraciones. En África, aún hoy, cuando muere un viejo, los supervivientes exclaman: «¡Hoy se ha ce­rrado un libro!». En otro tiempo el viejo gozaba de gran respeto y era incluso quien, por esto, co­mo observa el historiador P. Laslett, «exageraba la propia edad».

Pero era en un contexto social diverso. Como observa el historiador Cipolla, «Una sociedad in­dustrial está caracterizada por el continuo y rápi­do progreso tecnológico. En esta sociedad las instalaciones se vuelven rápidamente anticuadas y los hombres no escapan a la regla. El agricultor podía vivir aprovechando las pocas nociones aprendidas en la adolescencia. El hombre de la era industrial está sometido a un continuo esfuerzo de actuali­zación y aún así queda superado inexorablemen­te. El viejo en la sociedad agrícola es el sabio; en la sociedad industrial es un despojo. Se compren­de entonces por qué hoy muchos viejos terminan la vida sin función alguna y paradójicamente, co­mo si se hubiera realizado una ‘némesis’, se da la venganza de lo antiguo sobre lo nuevo: pierde su función en la sociedad quien ha gozado del privi­legio de producir y vivir en la sociedad industrial, mientras quien, como los artesanos y agricultores, ha vivido en actividades autónomas, conserva a di­versos niveles (mental, familiar y social) una mejor capacidad de tener una función también en la vejez.

Es otro hecho paradójico de nuestra sociedad tecnológica: «peso» social y porcentaje más alto de ancianos crean contradicciones, a lo que se añade la incertidumbre sobre la identidad y las funciones.

¿No os parece, queridos hermanos, que en esta tan decantada edad tecnológica no es oro todo lo que reluce? ¿Que tiene razón no quien sabe utilizar los descubrimientos técnicos, sino quien com­prende la cultura del hombre integral, para el ar­co completo de la existencia humana, con sus ne­cesidades materiales, culturales y espirituales?

Cultura humanista y fe religiosa

 

 

La cultura dominante facilita la marginación porque es una cultura incompleta, parcial, reduc­tiva. Para salir indemnes de la trampa del mito tec­nológico sirven de ayuda una cultura humanística y la fe religiosa. La primera, con el apoyo de todas las ciencias, denuncia lo ilusorio de pensar poder salvar el universo hombre. La segunda, la fe en Dios, hace volver a la dignidad del hombre, a su sacrali­dad en todo tiempo y en todo lugar. Sacralidad que viene sancionada por la esperanza de la resurrec­ción: efectivamente  «El Resucitado ha liberado al hombre de las tres fuerzas antidivinas: el pecado, la ley, la muerte…creer en la Resurrección de Cris­to es afirmación de la vida sobre la muerte, del Es­píritu sobre la ley, de la Gracia que es verdad, be­lleza y amor, sobre el pecado que es cerrazón, mez­quindad, fealdad... vivimos sin miedo» (Vannucci).

 

La cultura humanista y la fe asignan al hom­bre una función en todo momento, considerándolo capaz de ser él mismo: en toda época o etapa de la existencia, incluso después de la muerte físi­ca. ¿Cómo podemos nosotros, religiosos hospita­larios, responder de modo concreto a estos proble­mas, después de haber indagado las razones de es­ta nueva forma de marginación?

Ciertamente no podemos pensar en cambiar totalmente la sociedad. La respuesta, muy simple, está ya implícita en las precedentes consideraciones. La vejez presenta tres aspectos distintos y re­lacionados entre ellos: aspectos biológicos, psico­lógicos y sociales.

En el campo biológico hay interesantes inter­venciones que realizar: desde la gimnasia educati­va, preventiva y reeducativa, hasta la cura especia­lizada de las enfermedades y fenómenos típicos de la edad; intervenciones que requieren colaboración y ayuda de expertos cualificados en diversos secto­res. Sin embargo, sabemos que ni siquiera ellos son capaces de devolver completamente la salud, porque no existe la posibilidad de alterar el hecho bio­lógico y, por consiguiente, el destino del individuo hacia la vejez.

Ciertamente un campo de acción menos es­pectacular respecto al proclamado triunfo de la me­dicina o de los inventos terapéuticos, pero que permite una cura más eficaz del anciano, es el psico­lógico y social, centrado en la deshabituación a los modelos introyectados por la cultura dominante.

En otras palabras, todos nosotros juntos, Her­manos de San Juan de Dios y laicos, debemos buscar respuestas adecuadas, soluciones aptas pa­ra devolver un sentido a la vejez, una identidad y una función al anciano. Si éste es el fin al que de­bemos orientarnos, debemos concentrar la atención sobre los modos y los medios para alcanzarlo.

Ante todo, es necesario identificar la necesi­dad del enfermo, remontarse a las causas y encon­trar las terapias adecuadas, que garanticen una exis­tencia integral, según el sistema de valores inspi­rados en el Cristianismo. No podemos permitir que nuestros Centros se conviertan en estacionamientos para ancianos desadaptados.

 

 

Estar a la altura de la tarea

 

Para estar a la altura de la tarea se necesitan dos elementos fundamentales.

En primer lugar, el Hermano de San Juan de Dios debe asimilar una cultura de la vida, reafir­mar decididamente la propia visión religiosa de la existencia. En segundo lugar, debe preocuparse de escuchar pacientemente al anciano, entrar en con­tacto con él, día tras día, sin prejuicios.

El intercambio recíproco de informaciones, fa­vorecido por esta experiencia cotidiana con el en­fermo, hará más constructiva la relación con los expertos laicos de las diversas disciplinas. Además, no debemos temer afrontar nuevos conocimientos, in­cluso mediante la lectura, para poder comprender mejor los delicados y complejos mecanismos psi­cológicos del anciano.

A este propósito, liberémonos del complejo del humilde Hermano de San Juan de Dios que se pone a prueba en un encuentro desigual con la cultura contemporánea. Un religioso nuestro arma­do de caridad de fe, de humildad, desarrolla un servicio precioso de amor, dejándose guiar por el corazón y por su cultura religiosa. En este viaje hacia nuevas tierras, es cierto, no conoce con certeza las aguas en que le tocará navegar, ni los obstáculos que encontrará. Sin embargo, dispone de los instrumentos para no perder la orientación. Sabe que no puede combatir la vejez en su proceso físico, bio­lógico; pero puede actuar eficazmente en el terre­no psíquico, mediante aquellas pequeñas atencio­nes que hacen al sujeto sentirse a gusto, favorecien­do en él la serena aceptación de su estado.

Depende mucho de nosotros el que nuestros huéspedes vivan su condición en paz consigo mis­mos y con los otros, y no como una prisión encu­bierta.

Un auténtico bienestar, que puede incluso ha­cer pasar a segundo plano los achaques dolorosos de la vejez, pasa a través de la recuperación del sen­tido de la propia edad.

En los ancianos la caída de la moral puede pro­vocar un brusco declinar. Es también éste un fenó­meno psico-somático.

A pesar de la madurez alcanzada, la “psique” de los ancianos se revela muy frágil; puede bastar una desilusión, un cambio de costumbres, una dis­minución de ciertas funciones para provocar un trauma que origina el declinar físico. A veces, y conviene recordarlo siempre, el trauma se origina pre­cisamente en el paso a la vida en hospital, en el hospicio o en la clínica: son momentos vividos fre­cuentemente por los ancianos como el final real de su vitalidad, como la desaparición de la dimensión social, es decir, como el inicio del declinar defini­tivo, preludio de muerte inminente. Estas caídas de moral crean una indiferencia y una apatía que han de ser combatidas.

Si nosotros, seres mortales, no podemos alte­rar la fisiología humana, ni ilusionarnos de que existan recetas milagrosas, podemos, sin embargo, recurrir a las disciplinas psicológicas para interpre­tar las debilidades y las exigencias de los ancianos, para darles respuestas satisfactorias y estimulantes.

No se trata, ciertamente, de devolverles los años perdidos, sino más bien de colaborar para una mejor calidad de su vida, respetando su “back­ground” socio-cultural, teniendo presente, sin em­bargo, que el síndrome que hemos descrito golpea indistintamente tanto a las personas acomodadas como a las pobres.

Más bien, si puede tener valor una distinción, es la relativa al sexo del anciano.

La mujer, en efecto, mientras está en familia, mantiene ciertas funciones suyas ligadas a la pre­cedente condición de madre, mantiene la relación afectiva con los hijos y nietos, se hace útil y a menudo es responsable de la marcha doméstica.

Para el hombre, en cambio, la edad de la pen­sión es un trauma gravísimo: pierde la función de soporte activo de la familia sin adquirir aquella otra típica del pasado, cuando el anciano era reconoci­do como el sabio, el patriarca, el guía autorizado. Se siente inútil, que no produce, una boca más que alimentar: estamos frente a un fenómeno cultural y social y en este piano debemos intervenir.

A estos factores de carácter psicológico se aña­den los efectos de las enfermedades crónicas más extendidas: hipertensión, diabetes, artritis y otras. Y aquí tienen su lugar las necesarias terapias suge­ridas por la geriatría. Pero el gran problema sobre el cual nosotros nos debemos concentrar con aten­ciones es el psicológico.

 

 

 

Restituir una función al anciano

 

La tarea del Hermano de San Juan de Dios es la de restituir al anciano su función. Es necesa­rio ser conscientes de ello ante todo en primera per­sona, puesto que muchos de nosotros somos an­cianos o están a punto de serlo. Y entonces debe­mos preguntarnos: ¿cómo vivimos nuestra tercera estación? ¿Sabemos envejecer?

De la auscultación de nosotros mismos debe­mos extraer importantes consecuencias y conoci­mientos que trasmitir. Debemos hacer partícipe al anciano de nuestros conocimientos, de modo que aprenda a aceptar su estado. Esto puede darle se­renidad y confianza: frecuentemente el anciano tie­ne miedo de no ser amado y escuchado; teme in­cluso que se interpreten ciertas ideas suyas como degeneraciones psíquicas debidas al envejecimiento. Puede hacerse presente en él la tristeza de ver que en la propia vida ya no hay lugar para los proyec­tos y los sueños, sino sólo para lamentos, para el fardo de recuerdos que pesa como un pedrusco en su progresiva lejanía y mitización. Está en nosotros el convencerlo de que la vejez es también la esta­ción en la que se exaltan valores como la amistad, el amor y la sabiduría.

El anciano tiene mucho tiempo libre, no es­tando ya cargado por las ocupaciones de la rutina productiva; él puede, por consiguiente, dar mucho precisamente en el momento en que cree valer po­co. La edad de la vejez podría ser verdaderamente la edad de los valores humanos, más que de las ne­cesidades materiales.

Pero a condición de que el espíritu se mantenga joven, aceptando la vida tal como es. Sin huidas hacia atrás o hacia adelante. Decía a este propósi­to Juan XXIII: “A veces veo asomarse la tentación de considerarme viejo. Es necesario reaccionar: a pe­sar de las apariencias exteriores, es necesario con­servar viva la juventud del espíritu”.

Nosotros podemos ayudar al anciano también a recuperar las funciones justas, si somos capaces de vivir nuestra edad, de convivir con nuestra vejez.

A quien me preguntase “¿Qué debo hacer pa­ra ayudar al viejo marginado, frági1, débil, empobrecido?”, yo le respondería: dime cómo vives o có­mo piensas vivir tu futura vejez y te diré si y cómo serás capaz de ayudar a tu prójimo anciano.

En concreto, la primera cosa a realizar es te­ner una relación madura, adulta, que nos prepare a la vejez. La Orden vive de los dones espirituales y humanos de sus componentes: sin jóvenes no ten­dría futuro, sin ancianos no tendría guías exper­tos. Por esto es deseable que entre las diversas ge­neraciones no disminuya nunca el intercambio de ideas, experiencias y de proyectos, en otras pala­bras, que no disminuya la creatividad. Un estudio sobre las personas centenarias ha enfocado intere­santes situaciones de vitalidad psíquica.

La mayor parte de ellas hacen planes precisos para el futuro, se dedican a los pasatiempos prefe­ridos, tienen un agudo sentido del humor, un só­lido apetito y también una cierta resistencia física; llenan perfectamente sus jornadas con ocupaciones y actividades y no manifiestan, al menos en apa­riencia, miedo a la muerte.

Otro interesante testimonio es el del geron­tólogo inglés Alex Confort, que ha dicho: “Proba­blemente es nuestra perspectiva cultural y no el nú­mero de las células cerebrales lo que nos induce en la vejez a la rigidez o, al contrario, a la disponi­bilidad y al cambio”.

Por consiguiente, la actividad intelectual, la capacidad de proyectar, la expresión de la creativi­dad personal, los intereses en ocupaciones realiza­doras, impiden un precoz y brusco declinar men­tal. Y las consecuencias de esto se reflejan en el hu­mor, en el gusto de vivir, en una relación con ellos mismos y con la propia edad seguramente positiva.

El anciano tiene tiempo para reapropiarse de sus intereses y para descubrir otros nuevos. Pero, una vez más, será necesario valorar estas reflexio­nes y estas experiencias de modo no reductivo, es decir, en una visión integralmente humana, que no prescinda del conjunto de valores y de los com­portamientos necesarios para resolver el nudo de la identidad y de la función de los ancianos. En otros términos, las actividades creativas y recreati­vas, por importantes y necesarias que sean, no pue­den ser pretexto para una evasión, una huida del aburrimiento, de la crisis existencial. Quien qui­siera brindar estos modelos solamente para llenar los vacíos de tiempo no comprendería el núcleo del problema. Precisamente el anciano seria el primero en darse cuenta del subterfugio y sentiría una íntima insatisfacción.

Tampoco debemos intentar retornos imposi­bles al pasado, cuando el anciano mantenía sóli­das posiciones sociales; ni pensar que sea proponible como solución para todos una reinserción del anciano en la sociedad productiva. Sin embargo, no olvidemos “usar” su experiencia llamándolo a colaborar con nosotros cuando se necesiten inter­venciones, análisis y juicios: El puede seguramen­te ser útil en la relación con otros ancianos, quizá más necesitados de asistencia que él.

 

Todo anciano es un microcosmos, una perso­na, también un conjunto de hábitos, de pequeños ritos cotidianos personales que se han ido sedimen­tando a lo largo de toda la existencia.

 

Donde sea posible debemos garantizar estas formas personales que alejan la penosa imagen de quien se siente en casa ajena, privado de los pro­pios objetos con los que ha convivido por largo tiempo, propenso a pensar de nuevo con nostalgia en todas aquellas cosas que le faltan. Y esto lo po­demos hacer escuchándoles, conversando con ellos, descubriéndolos poco a poco, evitando culpabili­zar sus gustos y sus actitudes (frecuentemente se pretende que sean serios, sabios, educados; pero también ellos experimentan la misma gama de sen­timientos y situaciones que nosotros), obligándo­les quizás a asumir identidades de “apariencia” pa­ra ser aceptados.

 

La recuperación de la función vendrá ante to­do a partir del respeto por ellos: ciertamente no podemos nosotros imponer, sobreponer nuestras ideas. E incluso antes de que el objetivo sea alcan­zado, ellos al menos descubrirán la conciencia de la propia edad, la vivirán sin culpas o remordimien­tos, sin sentirse marginados. Quizás aquellas situa­ciones penosas de ancianos perennemente senta­dos, que tienen pocas cosas que comunicarse a no ser la exposición reciproca de los achaques o con­versaciones ácidas y chismosas, podrán ser defini­tivamente evitadas.

    

Las familias deben colaborar

 

Pero el intento de devolver al anciano a su fun­ción, venciendo la soledad no se logra completa­mente si las familias no están implicadas en este esfuerzo colectivo. La familia debe estar disponi­ble para el coloquio, también para revelarnos cos­tumbres, intereses, pequeños hechos, que nos pue­den ayudar en nuestro trabajo; debe estar dispo­nible para la colaboración, el encuentro, para no alejar al anciano de sus afectos que le quedan bien presentes en la memoria.

¿Qué armonía podremos crear de nuevo si en e1 prevalece la melancolía? ¿si se siente margina­do, abandonado como un “deshecho” inútil?

Por consiguiente, entra también en nuestras tareas la sensibilización de los familiares, con los cuales debemos tener abierto un diálogo ya de es­cucha interesada, ya de consejo.

Una vez más se manifiesta aquí la riqueza de nuestro carisma.

Se trata de explotarla de manera adecuada, con las necesarias aperturas a los tiempos, no in­sistiendo en viejos métodos que a veces saben so­lamente a paternalismo existencial y basta, sino eli­giendo relacionarse con el anciano, seguirlo, en sus temores, en sus defensas, en sus fracasos, en sus es­peranzas, en sus posibilidades: sólo así vuestra, nuestra función servirá de algún valor.

Oh, como desearía ver a nuestros Hermanos de San Juan de Dios, viejos y jóvenes, discutir no sobre casos clínicos, sino sobre casos humanos (y por consiguiente también clínicos), dentro de un grupo de referencia constante en el cual las opiniones de todos sean confrontadas para dar al reli­gioso que sigue al anciano todas las sugerencias que la ciencia y el corazón pueden poner a disposición.

Cómo me agradaría ver a los religiosos entretener­se sin prisa con los familiares de los ancianos aco­gidos, no para dar órdenes ni para reprender, sino para adquirir informaciones y conocimientos úti­les para una mejor asistencia.

Y en fin, me agradaría ver al Hermano de San Juan de Dios en coloquio constante con el anciano, en el descubrimiento reciproco de la propia humani­dad. Nuestras obras para ancianos no serían casas de reposo, sino lugares de actividad, de estudio, de búsqueda, de reflexión, de revelación del alma humana y, hasta donde es posible, de activación de todos los recursos disponibles.

Quisiera, en resumen, que el anciano en el le­cho de muerte nos pudiese decir: “¡Habéis hecho todo lo posible, gastado más de lo necesario, a ve­ces os habéis equivocado, no habéis entendido, pero siempre habéis tenido el oído atento y el corazón abierto hacia mí!”

Tengo fundadas esperanzas de que esto pue­da suceder.


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

II

EL ENFERMO TERMINAL


Un piadoso eufemismo

 

Hemos observado anteriormente lo perturba­dor que es el problema de la pérdida de la rela­ción directa con el enfermo, y cómo el trabajo de humanización dentro de nuestras estructuras de­be comenzar precisamente por la recuperación no tanto de una relación de naturaleza clínica-entre paciente y enfermero-cuanto, más bien, de una re­lación con el alma de nuestro enfermo: debemos recuperar aquel complejo núcleo de afectos, de emotividad, de actitudes del espíritu que interac­cionan positivamente en el encuentro entre dos per­sonas mucho más que la relación entre un anóni­mo paciente ‘numerado” y un aséptico profesio­nal adscrito a su cuidado.

Sabemos también que este encuentro solici­ta, estimula un recíproco crecimiento espiritual. El razonamiento se hace más arduo frente a un par­ticular tipo de enfermo, el moribundo, que con piadoso y casi exorcizante eufemismo viene llamado “enfermo terminal”. Quedamos pensativos, no sólo por el desvanecerse de la vida terrena en el misterio de la muerte con la esperanza de la resurrec­ción futura, sino también por la amarga constata­ción de lo impotente que es nuestra acción, no lo­grando intervenir de modo positivo en aquel mo­mento, el más importante de la existencia humana.

Como cristianos sabemos lo definitivo que es este paso para cada hombre, para cada alma; sabe­mos qué angustias psíquicas, cuánta pena experi­menta el moribundo y de qué modo dulce y de­sesperado se manifiesta en él el amor por la luz, por la vida, por el mundo que está por dejar.

Sabemos también que prepararse a la muerte es condición fundamental para afrontar sin temo­res, sin lamentos o pecaminosos ensañamientos de rechazo, la prueba de este último instante que hu­ye. Ante la realidad de la muerte, misterio sobre­humano, no podemos más que imponernos un grande y devoto silencio y alzar nuestros sufragios por el alma del difunto, inclinándonos a la volun­tad divina.

Pero antes, ¿qué podemos hacer? Hoy morir en un hospital es un hecho muy común y difundi­do; encontramos cada vez con más frecuencia la muerte en los pasillos y en las distintas salas, en cada momento de nuestro trabajo.

Es un fenómeno que debemos afrontar, fie­les a nuestra cultura de la hospitalidad. Nuestro huésped sufre interiormente delante de nosotros: ¿nos limitamos a orar por él o debemos ayudarlo de algún modo a dar serenamente el gran paso?

También en este caso debemos a fijar la aten­ción sobre los inconscientes, pero no por eso me­nos erróneos y peligrosos, comportamientos que de­nigran la condición humana.

 

 

Un “tabú” que se ha de remover

 

Para un cristiano el problema de la muerte debe ser un tema fundamental. Ayudar al hombre mo­ribundo a mantener su dignidad, su valor y acom­pañarlo en aquellos últimos momentos, con fre­cuencia largos, debe ser un preciso deber nuestro de asistencia y de buena hospitalidad. También por­que la muerte hoy es vista con ópticas falseadas. Existen en la sociedad contemporánea dos tenden­cias opuestas: por una parte, se rechaza la muerte como dato objetivo de la existencia humana, se la deja a un lado con un sentido de terror mezclado con disgusto; por otra, se redescubre la muerte co­mo un acontecimiento inevitable. Sí, queridos her­manos, se redescubre la muerte, como si ella no hubiese estado siempre presente en el pensamien­to, en los actos, en la historia y en la civilización del hombre. Pero detengámonos sobre algunos fe­nómenos que ponen en evidencia la primera ten­dencia.

El hombre hoy rechaza la muerte: sabe que existe, pero se comporta como si nunca debiese lle­gar, evita el considerarla como un suceso cierto y con esto pretende alejarla, casi como en un ritual exorcista. En resumidas cuentas, se aparta el pen­samiento de ella. Y sin embargo la muerte se ha convertido en un fenómeno habitual cotidiano. Pensemos en los noticiarios televisivos que con fre­cuencia manifiestamente sirven la “muerte a la me­sa”, en directo, hasta el punto de hacernos dudar acerca de la licitud ética de semejantes espectácu­los, justificados con el “deber de informa”. Si exa­minamos los comportamientos más comunes, a los cuales nadie dedica un examen, nos damos cuenta de que la misma cultura de la vida está basada so­bre la certeza de la muerte.

Supongamos una paradoja: la inmortalidad de la vida terrena.

Si se realizara, el hombre ya no tendría los mis­mos comportamientos, cambiarían las costumbres, la filosofía existencial: la edad del aprendizaje se­ría constante y no relegada al período de la infan­cia adolescencia — juventud; la angustia de pa­sar el tiempo no existiría; el tiempo y las ganas de reconstruir, de cambiar de actividad, el coraje de las opciones y de los cambios prevalecerían sobre la tendencia a la aceptación, a la profesionalidad definitiva y conservadora. La vida sería considerada en una perspectiva totalmente diversa, se crearían nuevas costumbres, nuevas teorías y nuevos mo­dos de pensar.

Pues bien, precisamente porque esto es una paradoja, nos damos cuenta de la flagrante con­tradicción presente en el rechazo de la muerte. ¿Es sólo el terror lo que hace negar la muerte hoy? ¿O quizás antes el hombre no experimentaba mie­do? Quizás una explicación está en el hecho de que la imagen de la muerte está en claro contraste con el hedonismo, con la vitalidad juvenil, con la esti­lización de la belleza, es decir, con los modelos de consumo cultural y económico hoy tan en boga.

 

La muerte es vista como algo inconveniente, como un hecho fisiológico: el moribundo, en su empobrecimiento físico, es asociado a fenómenos declarados inadmisibles por la civilización de los desodorantes. Ya no es sublimada o heroica, como sucedía a los personajes literarios que amaban una muerte bella, viril, patriótica, digna. El antihéroe literario contemporáneo es el burgués, que se adap­ta a los pliegues de la vida, mientras teme y huye de la muerte.

 

Por consiguiente, también la cultura más no­ble ha revisado los modelos precedentes y los ha declarado inadmisibles en la realidad.

 

La confianza en la ciencia médica lleva a las familias a internar al enfermo grave en el hospital; a veces ellas, aun frente a certezas negativas, sin es­peranza, se aferran al espejismo del “milagro cien­tífico”. Pero más frecuentemente ciertos compor­tamientos encubren la incapacidad de saber enfren­tarse, sufrir asistir vivir mezclados con la muerte. En algunos casos el enfermo grave resulta un peso ya insoportable, incómodo para los cínicos, y así se descarga sobre otros, en el intento-excusa de ofre­cerle una asistencia especializada que, en la mayor parte de los casos, se revela modesta e inútil.

 

 

He cambiado la imagen tradicional del moribundo

 

Una característica de nuestro tiempo es que se muere cada vez más raramente en el propio le­cho; se prefiere el hospital, ya sea por la necesidad de cuidados especializados que frecuentemente exi­gen instrumentos no transportables al domicilio, o sea por una deshabituación a la relación directa con la muerte (la verdadera, no la televisiva que puede considerarse lejana por la buena interpre­tación de los actores).

La evolución sufrida por la familia hace prác­ticamente imposibles ciertas tareas de asistencia. En el pasado, las familias numerosas eran capaces de repartirse mejor — haciéndolo soportable — la car­ga de una larga presencia cotidiana al lado del pa­ciente; había también en todos sus componentes una preparación psicológica para tal acontecimien­to.

También ha cambiado la imagen tradicional del moribundo: frecuentemente es una especie de “monstruo” prisionero en un nudo de tubos de plástico, de suero, de electrodos, de catéteres y de sondas. Es la imagen de esta civilización, la repre­sentación iconográfica de una época que expresa una realidad de total marginación y soledad inte­rior. Pasó el tiempo en que el moribundo hablaba a la familia dolorosa y compungida, pero atenta a aquella voz grave que hacía recomendaciones y frecuentemente bendecía.

La muerte era un rito de dolor que tenía el marco de una sólida esperanza. Hoy este marco ha desaparecido casi del todo en nuestra cultura. Va­le la pena interrogarse al respecto.

En el libro de las “Meditaciones cristianas” de Giovanni Vannucci, en el capítulo de “La Resurrec­ción” encuentro esta interesante cita: “Escojo pa­ra estas consideraciones (sobre la muerte del hom­bre) dos corrientes diversas de experiencia de pen­samiento. Comenzaré con un texto hindú de la Kat­ha Upannishad (1000 a.C.). Nachiketas pide a Ya­ma, el rey de los muertos, que le revele el misterio de la muerte, de la inmortalidad. Yama, reacio a responder, lo somente a algunas pruebas; encon­trando maduro al joven, le revela el secreto del “Yo” profundo y inmortal del hombre.

Respondiendo a la pregunta, afirma que los hombres se dividen en dos categorías: los que se identifican con la parte física y vital de su ser, y los que, en cambio, están en constante comunión con su “Yo” profundo y inmortal.

Para los primeros, la muerte es una interrup­ción, un suceso amargo e indeseado; para los otros, es avance y ascensión hacia una vida más amplia y más libre.

“El bien supremo es una cosa, lo agradable otra, cada uno arrastra al hombre a un fin diferente.

Quien se adhiere al bien, llega a buen fin; quien elige lo agradable, malogra el objetivo.

Al hombre se presentan lo mismo el bien que lo agradable, el sabio los examina y los distingue”.

El sabio elige el bien, no lo agradable; el ne­cio, ávido y posesivo, prefiere lo agradable. El mun­do espiritual no se manifiesta al inmaduro y al ton­to; ilusionado por la fascinación de las riquezas, él afirma que sólo existe este mundo y ningún otro...

El hombre que se concentra sobre lo que está más allá del oído, más allá del tacto, más allá de la vista, más allá del gusto y del olfato, sobre lo indefectible y eterno, sin principio ni fin, más gran­de que las cosas grandes, permanente, se salva de las fauces de la muerte”.

Para la otra corriente, la hebrea, elijo dos párrafos sacados respectivamente del Antiguo Testamento y de una narración midrásica. “Vale más pe­rro vivo que león muerto: los vivos saben que han de morir; los muertos no saben nada, no reciben un salario cuando se olvida su nombre. Se acaba­ron su amores, odios y pasiones, y jamás tomarán parte en lo que se hace bajo el sol” (Kohelet 9, 4-6).

“Hillel dijo al joven discípulo Jacob: ‘Me sien­to viejo y tengo miedo de la muerte. Cuando esté en agonía, ruega al ángel de la muerte que sea piadoso conmigo’. Jacob respondió: ‘Acepto, con la condición de que una vez alcanzada la otra orilla me vengas a decir en sueños cómo son las cosas del más allá’. Un mes después de la muerte, Hillel se apareció a Jacob para decirle: ‘Gracias, hermano, el ángel de la muerte ha sido gentil conmigo, me ha rozado con la suavidad de un ala de mariposa. ¡Si supieses qué bueno es Dios!

Me podría pedir cualquier cosa; sin embargo, si me exigiese el retorno a la Tierra, me negaría’. Jacob se asombró.

‘¿E1 ángel de la muerte no ha estado gentil contigo? ¿No tienes ya la prueba de que la muerte es dulce?’. ‘Tengo la certeza de ello, pero no qui­siera volver a vivir en la Tierra’. ‘¿Por qué?’ ‘Por cau­sa de la angustia de la muerte’.

Las dos tradiciones son el signo de dos cultu­ras diferentes.

Para el hinduismo, la angustia de la muerte es fruto de la ignorancia: el sabio está libre de ella, habiendo alcanzado la naturaleza inmortal del pro­pio Sí. En cambio, en el hebraísmo, la muerte, pre­sente desde las primeras páginas del Génesis hasta los escritos sapienciales, es el mayor de los males...

Esta nota característica de la religiosidad he­brea pienso que se derive de su mito central: la “Justicia”. El hebreo está en la tierra para crear un pueblo de justos, que actúe en su ámbito la gran

justicia divina; el pueblo de los justos será el guía de todas las otras gentes que se dirigirán hacia la ciudad justa, Jerusalén.

De este impulso hacia la creación de un pue­blo de justos se deriva la gran importancia dada a la familia, a la tierra y a la vida en la revelación hebrea. En semejante óptica, la muerte no podía aparecer más que como un castigo, una reparación por las culpas cometidas y, a la vez, como un an­gustioso fracaso, para quien no podía ver a los hi­jos de sus hijos ni gozar del cumplimiento de todas las expectativas de la justicia. El anuncio de la Resurrección en el Hebraísmo no podía acontecer sino como su vuelco decidido: “Quien cree en mí, tiene la Vida eterna. Quien come mi carne, tiene la Vida eterna. Yo soy la resurrección y la Vida”. (Jn. 6,53; 11, 26).

No obstante, estas palabras a menudo han perma­necido inertes en la vida de la cristiandad. Algún raro santo ha sonreído a la muerte llamándola “her­mana” o “el más grande sacramento”.

Ordinariamente ha prevalecido el horror de la muerte...

Hoy, en cambio, en la misma cultura laica, en­tre los pensadores más perspicaces, se observa una redescubierta atención por el problema de la muer­te, después de años de desinterés.

 

 

Redescubrir la muerte

 

A este punto, queridos hermanos, os pregun­taréis el por qué de esta larga digresión. Simple: el redescubrimiento de la muerte es importante no sólo en la perspectiva del más allá, sino también en la del presente. Se dice: si quieres la vida, pre­para la muerte. O bien: se muere como se ha vivido. Pero no según la lógica del horror ni tampoco siguiendo el mecanismo del rechazo, que hacen presentir y experimentar de modo dramático y an­gustioso el momento de la separación.

La medicalización de la muerte, donde el en­fermo resulta dominio de la medicina, es una for­ma de rechazo del gran paso. Por esto hoy la mejor muerte es considerada por muchos la “repentina e imprevista”, que, en cambio, era tan temida en el Medioevo. Y ni siquiera “después” al difunto debe parecer tal: en las “funeral homes” (cámaras mortuorias) americanas se le acicala para hacerlo aparecer como un casi vivo: “The patient looks lo­vely now” (¡mira qué bien está!).

También el luto es rechazado, desaparecien­do frecuentemente un auténtico dolor interior y, por lo tanto, no teniendo sentido el signo externo: al contrario, quien se deja llevar por una fuerte conmoción ¡es mirado incluso con sospecha!

Pero estos son paliativos que no cambian la sustancia. Es hora de que la muerte — que es una sola cosa con la vida — salga de la clandestinidad y que el hombre descubra el camino, por un tiem­po perdido, hacia una cultura de la muerte y, por consiguiente, de la vida. Y esto es posible siguien­do el camino del hombre. De cuanto se ha dicho, efectivamente, vemos surgir un nuevo tipo de ne­cesitado, de marginado: el enfermo terminal. Tam­bién a él la debemos garantizar atención y asisten­cia.

Ciertamente, frente a una persona que no tie­ne esperanzas de sobrevivir surgen numerosos in­terrogantes. Ante todo, ¿hasta qué punto se debe prolongar el tratamiento terapéutico? ¿Se debe per­mitir que se convierta en verdadero y auténtico en­carnizamiento? ¿Quién decide la duración y mo­dalidad de esta lucha contra la muerte? ¿Qué intervenciones son legítimas y cuá1es no? ¿Qué actitud debe tener el agente sanitario hacia el mori­bundo? ¿Quién colabora con él en esta fase? En resumen, ¿qué hacer para mantener al moribun­do en una situación de máxima dignidad y de mínimo sufrimiento, salvaguardando su derecho a vi­vir sin obstinarse en curas inútilmente dolorosas, y sin abandonarlo a sí mismo? Y todavía: ¿cómo, si y cuándo advertir al moribundo de su estado? ¿Y quién lo debe hacer?

 

 

Interrogantes dramáticos

 

Estamos frente a problemas dramáticos.

Muchos médicos, muchos agentes, y — ¡ay de mí!— a veces también algún Hermano de San Juan de Dios, no saben qué hacer y terminan por abando­nar a la soledad a aquél que está afrontando el  pa­so más importante de la vida. Es la nefasta conse­cuencia de una idea de asistencia orientada sola­mente a la recuperación de la integridad y de la eficiencia física, es un dejar vía libre en nosotros al rechazo de la muerte.

Un primer motivo fundamental de reflexión se refiere a determinadas actitudes en constante di­fusión que amenazan al hombre precisamente en nombre de la humanidad. Entre éstas, la más en­gañosa es la eutanasia, cuya práctica se insinúa de modo rastrero en el hospital cada vez con mayor crédito. Hábiles manipulaciones culturales, sobre todo a través de los mass-media, logran presentar la eutanasia a los ojos de la gente como la respues­ta más simple y más “humanitaria”: para elimi­nar el sufrimiento de quien ya no tiene esperanza de curación, se elimina al que sufre.

Pero este falso humanitarismo ante un análi­sis atento revela su aspecto ambiguo. “Muchas veces las exigencias de muerte piadosa — recuerda el teólogo B. Häring — no son expresión de una verdadera voluntad de morir, sino más bien una llamada desesperada para recibir mas cuidados, más atención y más solidaridad humana”.

Según los defensores de tal práctica, ésta se­ría una conquista humana, ratificaría “el derecho a morir con dignidad”.

Pero, queridos hermanos, la dignidad de la muerte no consiste de ningún modo en esta “con­quista”, sino más bien en el modo de afrontar la muerte.

Inhumano es más bien la cama, inhumanos son los tubos, el cuerpo y el alma abandonados a sí mismos, el hombre solo con sus pensamientos, sus angustias e inquietudes. La verdadera respues­ta está en afrontar este momento de sufrimiento moral y psíquico, no en suprimir al que sufre.

Sabemos que la ciencia médica puede ayudar a afrontar bien la muerte impidiendo que el hom­bre se degrade como un animal presa del dolor. El progreso en los procedimientos de reanimación que atenúan o suprimen la sensibilidad corpórea mira precisamente a esto.

Sin embargo, queridos hermanos, es necesa­rio definir aquella “Tierra de nadie” que separa la cura y mitigación del dolor de la crueldad, de la inútil experimentación hecha únicamente por or­gullo científico, que reduce el hombre a conejillo de Indias, en definitiva, del encarnizamiento terapéutico.

Digamos, ante todo, que no es posible man­tener con vida a una persona en estado únicamen­te vegetativo si no existen motivos precisos separados de la experimentación.

Hoy, el tiempo de la muerte cerebral, bioló­gica, celular; los antiguos signos basados en el pa­ro cardíaco y respiratorio ya no son suficientes; se mide la actividad cerebral, se puede mantener la­tiendo un corazón artificialmente, se puede esti­mular forzadamente la respiración. El momen­to de la muerte se puede prolongar a discreción del médico: no se puede eliminar, pero sí regular la duración del fin. Es posible retardar el momento fatal suprimiendo también el dolor.

Pero frecuentemente esta prolongación, de medio científico al servicio del hombre que sufre, se transforma en fin.

Y es precisamente en esta zona oscura del confín entre la curación y la crueldad, entre derecho a la vida y eutanasia, donde nuestra conciencia de religiosos debe estar alerta para que se respete una medida que sea signo de humanidad y de ética, más allá de las normas que cada uno de los esta­dos determinen.

La muerte no puede ser asignada en dotación exclusiva al médico, a la técnica, a la experimentación, porque ella representa el más antiguo miste­rio del hombre, sobre el cual nosotros como reli­giosos no podemos eximirnos de ejercitar nuestra función especifica de misioneros de la salvación y de guías espirituales.

 

 

No abandonar al moribundo

 

Pero detengámonos sobre un tercer aspecto, ya señalado.

Frente al enfermo grave, frecuentemente tam­bién nosotros perdemos las esperanzas, nos senti­mos inútiles y lo abandonamos en espera del ine­xorable momento.

¡Qué estrecha visión de la vida y de la muerte, qué habituación a una función de agentes técnicos, que olvida que el término salud significa también “salvación”, es decir, vida del alma!

Por esto hoy el hospital se ha convertido en el lugar de la muerte solitaria. Un corazón que se para no hace ruido; no obstante, en nosotros de­bería suscitar un amplio eco. La muerte, como la vida, no es un acto exclusivamente individual. Tam­bién la de los otros nos toca de cerca de algún modo.

Nos corresponde a nosotros, dentro de nues­tros límites humanos que no pueden ciertamente cambiar los destinos, eliminar el sentido de “Sal­vaje” en la imagen de la muerte solitaria con tu­bos de plástico, que clamorosamente hace revivir el antiguo horror del cadáver putrefacto abando­nado en el campo.

¿Qué civilización sería de otro modo aquella en la que cambiasen las formas del horror, pero no la esencia?

En un reciente Encuentro de médicos católicos celebrado en Roma se discutieron los proble­mas del dolor, de la vejez, de la eutanasia. Temas fundamentales, que requieren un planteamiento filosófico general para una seria crítica a nuestro modelo de civilización que aporte una cultura y ac­titudes nuevas en este campo.

Durante el encuentro, un profesor declaró tex­tualmente: Es necesario un nuevo empeño en la asistencia a los moribundos. Hace falta intensifi­car la presencia al lado del enfermo, teniendo en cuenta que es el moribundo quien tiene que enseñar, puesto que vive una experiencia que los demás ignoran. Es necesaria una preparación es­pecífica en este sentido del personal sanitario, una preparación que, sobre todo, es humana. Un mé­dico o un enfermero no podrán asistir con rostro sereno y con equilibrio, a un moribundo si en la propia conciencia no han integrado una visión de la vida y de la muerte, es decir, si personalmente no han dado una respuesta a los problemas esen­ciales de la vida humana”.

 

Mis queridos hermanos, ¡qué lección nos vie­ne de este laico!

Nosotros, a veces, bloqueados por nuestros miedos más que por nuestros compromisos, debi­litados por nuestros fantasmas de impotencia, va­mos precedidos por laicos con sugerencias de gran valor, que deberían ser nuestras y que, en cambio, no hemos sabido encontrar en el cauce de nuestro carisma tan rico. Decía antes que la “dignidad de la muerte” reside también en el modo sereno de afrontarla, en aquel período (largo o breve, cons­ciente o semiinconsciente) de olvido de la mente antes del paso definitivo.

 

Pero los problemas nacen antes del momento final: desde cuando el curso del mal hace prever un seguro desenlace fatal; es en esta fase cuando la voluntad racional aplicada a la metodología cien­tífica entra en crisis haciéndonos desesperar e im­pulsándonos a renunciar a toda ayuda ulterior. Pero nosotros sabemos que donde el conocimiento y el método científico se paran, existe aún lugar para la fuerza superior del Espíritu.

En la fase terminal el enfermo tiene que re­solver enigmas delicadísimos, está atormentado por dudas angustiosas, sacudido por alguna vaga espe­ranza y destruido por el decaimiento. Lo invade el miedo, mientras se descubre solo consigo mismo, consciente de su unicidad. En los momentos lúci­dos ve de nuevo la vida como en un film y con el riesgo de perderse definitivamente en la pesadilla, abatido por sentimientos de culpa, por lamentos, por amargas melancolías, por el desesperado asi­miento a la vida, por la necesidad insatisfecha de comunicación y de afecto.

En é1 se ceban delicados mecanismos psicoló­gicos que es necesario saber reconocer y dominar; por esto se hace necesaria la colaboración con psi­cólogos expertos ya que frecuentemente la cultura personal no basta; el hombre moribundo está más necesitado que cualquier otro, es un enfermo “di­fícil”, que requiere mucho tiempo y muchas atenciones.

Raramente é1 puede alcanzar por sí solo una aceptación y una mayor serenidad si no es ayuda­do por todos los que le asisten y por la misma fa­milia. Más allá del debate sobre la necesidad de revelar o no al enfermo grave su estado, es cierto que quien se encuentra en situación semejante la intuye más allá de las palabras.

Su asistencia, por consiguiente, debe estar he­cha de atención, incluso en los detalles. No sirven discursos, sino una presencia afectuosa; el enfermo debe percibir que no estará solo al afrontar aquel momento: basta una mano estrechada, que en el contacto angustioso revela un asimiento a la vida, para dar una seguridad protectora, casi materna, permitiendo también al paciente decir cosas urgen­tes e importantes para él, quizá sus últimas palabras.

 

 

Implicar a la familia

 

Pero para ayudarlo de modo verdaderamente significativo, es necesario implicar a la familia en esta presencia.

Ante todo, no es justo que sea la familia quien decida de modo autónomo si y cómo informar al enfermo de su estado.

Es siempre oportuno que los médicos que lo atienden se reúnan con los familiares para un in­tercambio de informaciones, relativas también a la psicología del paciente, en orden a acordar juntos la forma de proceder.

De la familia podemos aprender importantes informaciones sobre la historia personal del enfer­mo, que ayudan a comprenderlo mejor.

A veces, su asimiento a la vida está inspirado por “nobles preocupaciones” por la suerte del que queda: por esto quizá la intención de confiar sus últimas recomendaciones a los familiares, de acla­rar algo del pasado, de eliminar sentimientos de culpa. Debemos favorecer estos momentos finales de comunicación, que un tiempo formaban parte del ritual doméstico de la muerte: el enfermo te­nía reunidos a los familiares en torno al lecho y con­versaba con ellos como en un clima de cálida sere­nidad, de aceptación; dejaba sus últimas recomen­daciones, dividía la herencia. Los presentes se sen­tían como investidos de un carisma. No es imposi­ble volver a dar naturalidad, consuelo, amor y acep­tación cristiana a estas almas que se aprestan al paso final. Y hay en todo esto un enriquecimiento recí­proco: también el moribundo nos ayuda a noso­tros. De él aprendemos sensaciones que no cono­cíamos; estando a su lado verificamos nuestra fortaleza.

En estas situaciones debemos prestar una aten­ción especial también a los familiares del enfermo, que sufren momentos de agitación y de tensión; frecuentemente, a falta de noticias, se mortifican en la duda y en la angustia, también a causa de los médicos que, por razones profesionales, son a veces evasivos y emplean un lenguaje extremamente técnico en los diagnósticos y en los pronósticos. Una mayor comprensión de sus exigencias, dictadas fre­cuentemente por el ansia afectiva, nos puede ayu­dar a crear un clima de cooperación recíproca, de confianza y de cálida sinceridad, en beneficio del enfermo.

Se debería dejar a los familiares tiempo para la visita, para que ésta no resulte demasiado asép­tica y despersonalizada, sobre todo en las salas de reanimación, estudiando al mismo tiempo los me­dios adecuados para garantizar el respeto de las nor­mas de prevención higiénica. A la oración por el alma, que es deber de todos los religiosos, debe­mos saber unir un profundo sentido de piedad cris­tiana, bebiendo en los recursos del corazón. Nues­tra sensibilidad nos guiará en la ardua tarea de ofre­cernos como espalda sobre la cual llorar, como fuer­za en la cual confiar; nuestro ejemplo puede con­vencer más que mil palabras para descubrir el pro­pio camino espiritual. De este modo, superando la cerrada visión técnica de la derrota de la medi­cina frente a la muerte, nosotros desarrollamos un modelo de asistencia superior.

El momento crucial para los familiares normal­mente es el de la inminencia del deceso de su ser querido. Imaginémonos el estado doloroso, la co­nfusión de las decisiones, el cansancio psíquico de estas personas, frecuentemente atormentadas por un sentido de culpa porque no quisieran asistir al momento fatal. Nuestra presencia a su lado es to­davía más preciosa y luminosa.

Lo mismo se dice para los familiares de los pa­cientes hospitalizados de urgencia, esto es, que han pasado bruscamente del estado de salud al de en­fermedad por causas cardiovasculares, cerebrales, traumático-accidentales. El sentimiento de preo­cupación por la suerte de la persona querida es en ellos igualmente vivo aunque no se encuentren en presencia de siniestros pronósticos.

No he presentado metas imposibles. Estoy se­guro de que, siguiendo el camino que es siempre más el nuestro, la muerte en el hospital podrá re­cuperar la dignidad perdida.

Y el hospital podrá ser en verdad para el en­fermo grave el único lugar donde le sea garantiza­da una atención continua, con metodología y me­dios impensables en otra parte, y al mismo tiem­po un lugar de asistencia integral, que aleje los in­quietantes espectros de la soledad y el horror, de­jando lugar a la resignación humana y a la espe­ranza cristiana.

Quisiera desde ahora invitaros a estudiar me­dios y fórmulas, a imaginar y proyectar, junto a los médicos y a los enfermeros, un redescubrimiento profundo del sentido de la vida y de la muerte. Es­toy convencido de que, sobre la base también de algunas experiencias espléndidas ya en marcha (por ej. el “Royal Hospital de Montreal” y algunas Fun­daciones, entre las cuales está una italiana), se abre un espacio enorme al Hermano de San Juan de Dios deseoso de comprometerse de un modo nue­vo en la asistencia a los moribundos. Aprovechar este espacio es, además de un deber preciso ligado a nuestra vocación hospitalaria, condición «sine qua non» para el desarrollo de nuestra Orden y para un digno servicio a la Iglesia.


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

III

LOS TOXICODEPENDIENTES


El cáncer de los jóvenes

 

La imagen de un cáncer que se extiende con sus metástasis en toda la civilización occidental se­rá quizá hasta demasiado utilizada para señalar el problema de la droga y de la toxicodependencia; pero seguramente es eficaz para poner en evidencia e­ste nuevo «mal» de la sociedad que golpea sobre todo a los jóvenes. Intentar un análisis exhaus­tivo del problema de la droga es difícil; no obstante es necesario dar de él, al menos, una suma­ria descripción. La gravedad y la extensión del fe­nómeno son evidentes, más allá de las estadísticas, cuyas elaboraciones matemáticas tienen por lo demás ­su trágica evidencia.

La Organización Mundial de la Salud afirma que más de 4.000.000 de personas, en USA, han hecho uso de varios tipos de droga. Pero el fenómeno aparece aterrador indagado en los porcentajes re­lativos. El Federal Bureau of Narcotics señala que 1 joven de cada 5 se droga y que, en todo caso el ­40% de los estudiantes de escuela media superio­r ha probado la droga al menos una vez; y, además, el 60% de los estudiantes universitarios. Probar la droga al menos una vez no es aún síntoma de tóxicodependencia, pero la realidad presenta ­contornos más precisos: entre los tóxicodependientes reconocidos, más del 50% tiene una edad entre los 20 y los 30 años, y hay un amplio porcentaje, en aumento, para los jóvenes de edad inferior.

Su extracción social es indicativa: negros (52%), mexicanos (6%), puertorriqueños (13%); es como decir que la mayor parte de ellos pertene­ce a grupos étnicos sociales marginados.

Observando el fenómeno en Europa, notamos que e1 mismo ha alcanzado dimensiones alarman­tes en Holanda, Dinamarca, Gran Bretaña, Alemania, Francia; por lo que se refiere a Italia, a los grandes centros del Norte se ha añadido ahora la zona meridional con sus principales ciudades y tam­bién con centros menores donde, sin embargo, abundan los desempleados.

 

 

¿Quién es el tóxicodependiente?

 

Para despejar el campo de posibles confusio­nes, definimos la situación del tóxicodependiente como la de quien se encuentra en un estado de in­toxicación, periódica o crónica, por el uso habitual y continuo, con síndromes de abstinencia, de sus­tancias estupefacientes, naturales o producidas sin­téticamente; una situación peligrosa por el «status» psico-orgánico del sujeto que es oprimido en am­plias esferas de la personalidad. La morfina, la he­roína, la cocaína, el L.S.D., incluso la metadona, los barbitúricos y las llamadas «drogas ligeras», en­tre las cuales la marihuana, son las principales sus­tancias estupefacientes que provocan estados defi­nibles genéricamente como alucinógenos.

Obviamente con reacciones diversas según el tipo de droga e incluso de individuos, pero carac­terizadas prevalentemente por somnolencia, habla acelerada, depresión del sistema nervioso central, estados de felicidad, excitación, hiperactividad, sen­tido de alargamiento del tiempo psíquico, euforia, alucinaciones. Reacciones que, en todo caso, com­portan una peligrosidad para sí mismos y para los demás. Para sí mismos, puesto que la disminuida o alterada percepción de la realidad externa repre­senta un evidente factor de riesgo para la seguri­dad y la incolumidad; y, además, el abuso de dro­gas provoca destrucción orgánica y un declinar físico que puede conducir a la fatal “over dose”, es­to es, a colapsos e insuficiencias respiratorias fre­cuentemente mortales.

 

Se puede afirmar, además, con certeza que los tóxicodependientes presentan una patología no irrevelante respecto a las enfermedades crónicas, las hepatitis, el daño irreparable de algunos órganos, con la aparición de nuevas enfermedades como el S.I.D.A.

A estos problemas sería necesario añadir otros: por ejemplo, el riesgo derivado de la droga «cortada» con sustancias nocivas; o bien la falta de toda preocupación higiénica en el rito de los heroinó­manos. Pero el razonamiento resultaría demasia­do amplio y complejo. Existe, sin embargo, una tasa de peligrosidad que afecta a la sociedad: se com­prende fácilmente cómo el estado alucinógeno, las percepciones alteradas, la exaltación psíquica, la pérdida de los frenos inhibidores, la ausencia de sentido de culpa y de pudor, todos estos factores produzcan una personalidad alterada, una especie de «molécula enloquecida» de la colectividad. Las consecuencias son conocidas: la toxicodependencia engendra necesidad económica para la adquisición de las sustancias.

 

Necesidad a la cual se ligan millares de fenó­menos de delincuencia, desde el pequeño hurto con descerrajadura, hasta las agresiones violentas, in­cluso por poco dinero. Estas componentes clamo­rosas han hecho subir el porcentaje de delitos pro­vocando un estado de absoluta falta de seguridad, porque el tóxicodependiente es impulsado a gol­pear indiscriminadamente a cualquiera. El criterio según el cual el delincuente común no actúa cuan­do «el juego no vale la vela», en este caso no cuen­ta en absoluto.

La intención de «criminalizar» al tóxicodepen­diente está bien lejos de mi pensamiento, que de claro, pero ciertas situaciones han de conocerse sin eufemismos, en su realidad. Así como no podemos ignorar un nuevo síntoma de barbarie que brota de ciertos razonamientos que se están abriendo ca­mino cínicamente: partiendo del dato de la peli­grosidad social, se reclama la necesidad de una «enérgica» intervención pública (o privada) para «sa­near» la situación.

 

 

Factores y causas

 

Si fijamos la atención en el fenómeno es para captar su miseria, para indagar las causas con la mirada puesta también en la víctima, que es el con­sumidor de droga. Ciertamente, la exigencia de se­guridad social es un hecho de dignidad civil, de justicia, pero no puede ser el punto de partida pa­ra solucionar el problema. La tóxicodependencia es un problema del hombre, en correlación con pre­cisas dinámicas sociales, psicológicas, culturales y con carencias espirituales. Si no se pone uno en esta óptica es difícil elaborar una idea aceptable de la intervención terapéutica. Pensemos solamente en el nudo de factores que influyen en las decisiones personales: los elementos psicológicos individuales, la vida de relación con la familia, los amigos, la colectividad, la situación social, la posición cultu­ral. Pensemos también en la responsabilidad enor­me de aquellos modelos culturales que, en el últi­mo decenio, han propuesto la droga como momen­to de libertad, de alternativa; modelos de cuño ma­terialista y consumista caracterizados por la caída de antiguas (y en algunos casos ya inadecuadas) ideologías, que explican la tendencia contempo­ránea del arrivismo, a conseguir  el éxito por los me­dios que sea. El panorama espiritual de nuestra época se nos presenta árido, empobrecido de valo­res éticos, mientras que no parecen surgir aún al­ternativas suficientemente estructuradas. Es en es­te vacío donde se insertan estas tendencias dete­rioradas.

La dificultad de captar a tiempo la situación se explica, por otra parte, por la rapidez y la com­plejidad de los cambios económicos, sociales, tec­nológicos y culturales, en un mundo en el que in­cluso los valores parecen haberse convertido en ob­jeto de efímero consumo. Aquí la droga encuen­tra seguramente su sitio, proponiéndose como «hija de los tiempos», en un doble aspecto: como res­puesta engañosa a las situaciones de malestar y, por consiguiente, como medio de huída hacia la feli­cidad, y como propuesta de «valor alternativo», es­to es, como otro modo de vivir que no acepta el modo de vivir común.

En la complejidad de la situación juegan tam­bién algunas contradicciones graves la política ex­terior e interna de los estados nacionales acerca de los grandes valores de la paz, la libertad y la justi­cia, que no son afirmados con decisión, así como la pesadilla aberrante del conflicto nuclear. De ahí se deriva una especie de pesimismo existencial, que induce a querer las cosas aquí y ahora, a consumir de prisa cualquier emoción; y un «juvenilísimo» que carga de injustas expectativas la vida de los jóve­nes, como mito de éxtasis y de felicidad. Ambos no son ciertamente extraños a la difusión de la dro­ga, habiendo privado al hombre de certezas váli­das, de la seguridad de un modelo justo, y elimi­nado de los horizontes humanos fe e ideales en los que creer y esperar.

Nuestra sociedad — es decir, todos nosotros, conscientes, copartícipes de eventuales errores, coa­gentes en proponerlos de nuevo — nos impulsa a superar estas ansias e inseguridades con los psico­fármacos; nos ilusiona que felicidad, realización y éxito son asequibles con píldoras de energía efi­ciente, nos enseña a vencer la angustia con el alco­hol, según la estrategia de una productividad no sometida a las necesidades humanas, sino orientada a imponer necesidades falsas, negativas y alie­nantes. ¿No es quizá cierto que las fuerzas socioe­conómicas hoy se dirigen a los jóvenes (e incluso a los niños) como a sujetos que se han de conquis­tar para el mercado de consumo teniendo corno pri­mer objetivo lo útil y no la educación?

 

 

Escasas defensas pan los jóvenes

 

Precisamente el joven, en fase de formación, es el sujeto más expuesto a los engaños. En el mo­mento en que inicia su exploración personal del mundo, haciéndose una propia escala de valores, confrontando lo que desearía con lo que encuen­tra y desarrollando el proceso de socialización, el joven no es aún plenamente capaz de decisiones razonadas. En esta fase de estructuración de su per­sonalidad se encuentra abierto a las novedades, ali­menta curiosidades, busca la relación con los de­más, para conocerse y conocer, para probarse, para definir su identidad. Por esto puede dejarse sedu­cir fácilmente por modelos aberrantes. Al final de su camino de búsqueda puede encontrar también al distribuidor en busca de nuevos compradores.

Sus defensas serían ciertamente más eficaces si tuviese detrás una familia que fuera para él guía, información, afecto, refugio en los momentos di­fíciles. Pero ya hemos visto cómo y cuanto ha cambiado la familia, en el paso de una cultura campe­sina a una cultura industrial y tecnológica. En la primera, la transmisión de valores de padre a hijo era lenta pero ineludible y segura: el padre, depo­sitario del saber enseñaba al hijo las cosas del mun­do y de la naturaleza. Hoy la figura del padre ha perdido este prestigio cultural, su autoridad de guía: los conocimientos son tan amplios, rápidos y cambiantes que impiden una asimilación del sa­ber paterno. Frecuentemente, además, la prepara­ción escolar del hijo resulta incluso superior a la del padre, el cual casi siempre por la rapidez de los cambios permanece extraño a los fenómenos típicamente juveniles de conducta, por lo cual el hijo ya no ve más en él un interlocutor confiable y «preparado».

Finalmente, tiene siempre mayor eficacia (también manipuladora) una forma de transmisión de los conocimientos fuera del ámbito familiar: la realizada a través de los mass-media, que propo­nen continuamente modelos culturales sumamente insidiosos para la psicología juvenil, sobre todo a través de la publicidad.

Por no hablar del papel negativo de ciertos pa­dres dentro de la familia «nuclearizada», que ha en­trado en crisis como célula básica de la sociedad. Son a menudo los mismos padres quienes acrítica­mente vuelven a proponer a los hijos aquellos mo­delos de éxito y de comportamiento. No puede ve­nir beneficio alguno a los jóvenes de una familia frecuentemente amenazada en su estabilidad por separaciones, desempleo, entradas económicas por debajo de la media general, es decir, por factores que crean marginación y un sentido de frustración en relación con el modo de vivir de los otros. De la frustración a la revancha no hay más que un pa­so. Y entonces el joven «huye»: a las calles, a las plazas, se une a grupos para buscar lo que le falta. Y aquí encuentra la última asechanza, en la red del amplio mercado en el que opera gente sin es­crúpulos, con conexiones a nivel internacional, un mercado del cual el distribuidor de la esquina es sólo el «terminal».

EI potencial tóxicodependiente, debilitado fa­miliarmente y privado de certezas morales, suges­tionado por el proceder de los de su misma edad, del «grupo», realiza así la primera decisión para eva­dirse, para probar o aunque sólo sea para ser acep­tado. La droga ha llegado así hasta las puertas de las escuelas medias inferiores, lo cual eleva gran­demente el umbral de peligrosidad social del fenómeno.

El tóxicodependiente, carente de salud física y psíquica, de amor, de comprensión, de saber, pero sobre todo de libertad, entra, por consiguiente, en la categoría de los nuevos necesitados: es el prisionero del alma. Por esto, no asombra que se hayan ido creando comunidades terapéuticas de inspira­ción cristiana que, con gran dedicación y compe­tencia, afrontan sobre todo la dimensión personal y psicológica del tóxicodependiente. Efectivamen­te, el verdadero problema no es la dependencia fí­sica, sino la psicológica: a pesar de las aparentes expresiones de «libertad» manifestadas con osten­tación por el tóxicodependiente, él se siente escla­vo hasta el punto de no creer ya en la posibilidad de curación.

 

 

Un campo abierto a los Hermanos de San Juan de Dios

 

El tema requeriría bastantes más profundiza­ciones, pero me detengo aquí por ahora. He he­cho esta reflexión porque estoy convencido de que el Hermano de San Juan de Dios posee, a nivel re­ligioso y profesional, la posibilidad de acercarse adecuadamente al problema, desarrollando el pa­pel de guía-animador, colaborando con otras ini­ciativas, siempre atento al problema humano.

Mis queridos hermanos: como he prometido, con este documento no pretendo daros determinadas órdenes, sino proponeros reflexiones útiles para descubrir la enorme gama de nuestras posibi­lidades, que ya en parte hemos desarrollado, pero que pueden encontrar en nuestro tiempo muchas otras aplicaciones.

He indicado tres que me parecen están a nues­tro alcance de forma más inmediata, y que noso­tros podemos afrontar sólo después de un examen atento de nuestras situaciones particulares y des­pués de haber identificado a los necesitados de hoy.

Mi objetivo principal, lo repito, era el de esti­mularnos a meditar, a salir de los estrechos esque­mas que nos impiden cambiar como lo exigen nues­tro carisma y nuestras Constituciones. Pretendía in­vitar a cada uno de nosotros a salir de nuestras tóxicodependencias — rutinas, comodidad, seguri­dad, lamentos, perezas, costumbres, miedos — pa­ra entrar en la esfera de la creatividad, para satis­facer eficazmente las necesidades del hombre con­temporáneo.

Nuestra identidad, en efecto, no se construye sobre la conservación acrítica del pasado, sino más bien sobre la atención al presente y al futuro, so­bre la pronta disponibilidad de todos para empren­der aquellas actividades, aquellas funciones, aque­llas iniciativas que requieren los tiempos, en la in­defectible fidelidad al Evangelio y a nuestro santo Fundador.

 

 
 

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